Mi escondite predilecto

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Aparecí a media mañana, de improviso.

Ahí estabas, hilando fino.

Y te conté:

Hoy me pidieron que leyera en voz alta.

Que me pusiera de pie, primero.

Que me plantara, después.

Y a chisporrotear hasta por los codos.

Todo el mundo

–contando a las afanadoras

que ya estaban en lo suyo

junto a las ventilas abiertas–

guardaba silencio.

Nadie lo celebró, ni un solo cumplido.

Al paso del tiempo

he logrado comprender la situación.

Con eso basta.

 

Volví a presentarme a media mañana,

de improviso. Te vi de lejos,

y poco a poco más y más cerca;

como era de esperarse,

fui corriendo a buscarte:

qué quiere decir superfluo

qué, contradicción

De dónde has sacado eso,

no me vengas con cosas,

no me salgas con que yo.

Das pena.

 

Se me hizo costumbre llegar con luz,

aunque siempre de improviso y sin planear.

Llena de deseos de saludarte, de saber algo de ti,

algo, lo que fuera, aunque fuera que habías salido

sin rumbo fijo con el sol cayendo a plomo

esa madrugada de invierno, pero y qué,

temporada de mucho frío tempranero,

y volverías al rato.

No me tardo, habrías dicho.

Me causó perplejidad aquel velo en el asiento,

qué estaría haciendo ese coche ahí,

estorbando la entrada.

Qué estarías haciendo tú a esas horas,

¿platicando con la dueña de aquel tul?

Sonriendo, seguramente,

eso sí.

En otra de tantas ocasiones pasado el meridiano,

con esa misma claridad perfora-iris,

el hecho estaba perpetrado:

te había ofendido. Y feo.

Ibas vestida de azul pálido, tan rubia y elegante,

lista para reconocerme “hija de tigre, pintita”,

y te dejé con la húmeda ilusión en las pestañas,

la mano extendida, la derecha,

la medalla en ella, dando cardillo.

Entre dobles hélices, dobles eles,

allá vas, allá voy,

allá yo…

 

Por fin echando marcha atrás,

yendo a un sitio anterior al meridiano,

estoy empezando a caer, creer, caer, leer,

a creer leer,

a darme cuenta

de que despejar la incógnita

de mis dardos o mis blancos

puede nunca tener fin.

Aunque supiera bien con cuál

herir de muerte.

A ti, la experta en curar de oído,

en lamer llagas a tiempo,

en impedir que lo infecto

eche raíces inmortales,

tentáculos que las manos

imaginan cortar

pero vuelven a crecer

como cola de reptil.

A carcajadas.

 

Mejor soltar amarras

y que los mares de este cuerpo me devoren;

arrojar estas plomadas y escuchar su música de fondo;

ser mero despojo,

ni siquiera conservar

la fracción de ti

que ignoraba tener

en la garganta. ~

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