Sherman Alexie escribe en uno de los relatos de Diez pequeños indios(Xordica) que para hacer llorar a un hombre blanco solo tienes que repetir las palabras béisbol y padre en tres oraciones consecutivas. No siempre funciona. A veces, el deporte que hay que citar es el fútbol.
Quizá la estrategia resulte un poco más difícil con autores como Pascal Bruckner, que en su libro autobiográfico Un buen hijo (Impedimenta) revela un secreto de familia y hace una aportación al género del libro sobre los padres horribles. Bruckner, nacido en París en 1948, autor de ensayos controvertidos como El nuevo desorden amoroso, junto a su aliado Alain Finkielkraut, y de obras perspicaces como La tentación de la inocencia, El sollozo del hombre blanco y La tiranía de la penitencia, sobre la mala conciencia de Occidente, traza en Un buen hijo el retrato de su progenitor. El libro comienza con el joven Pascal pidiendo a Dios que mate a su padre, preferiblemente con un accidente de coche.
Un buen hijo, que en algunas cosas recuerda a Patrick Modiano, es un relato de aprendizaje y la crónica de una huida. El internado en los Alpes, por motivos de salud, aunque es duro, es una liberación, como lo es, de forma decisiva, la literatura. Pascal, enfermizo e hijo único, no solo escapa de los malos tratos de su padre; también de la historia tristísima de su madre, una católica a la que horroriza todo lo relacionado con el cuerpo (“Si mi hijo hace el amor todos los días, morirá”, dice más tarde a la hermana de una novia del escritor). Sumisa, se convierte en una enferma crónica. Cuando el padre la critica (cada vez que están juntos), ella rompe en ataques de tos, que causan nuevas críticas, que provocan nuevos ataques, y termina convertida en una masa de hipidos y mocos. Se saca el carnet de conducir; en el primer viaje, en lo que Bruckner llama “un hermoso acto fallido”, destroza el coche de su marido, que le pega un bofetón. No vuelve a conducir. En el retrato de la relación de sus padres, Bruckner transmite una sensación de incomodidad y de vergüenza. Aunque la imagen de su madre es compasiva, también incluye un elemento de agobio y casi repugnancia.
Pero el personaje más contundente del libro es el padre de Bruckner, un hombre colérico, violento, mujeriego (“es lo único que le he perdonado”). Simpatizante de Pétain y los nazis, era uno de esos franceses que habrían preferido que Alemania ganara la Segunda Guerra Mundial. Trabajó para Siemens, una empresa importante en el engranaje militar alemán, se escondió de los soviéticos con su amante y falseó su pasado para evitar represalias. Admiraba a Hitler, a Charles Maurras, a Céline y la OAS; odiaba a de Gaulle y a Chaplin. Estaba obsesionado con los judíos: “El antisemitismo, cuando se lleva a ese grado de incandescencia, deja de ser una opinión, y se convierte en una pasión que impregna a la persona en su integridad”. Ese odio no era exclusivo de su padre: “En mi familia, tanto la paterna como la materna -escribe Bruckner-, éramos bilingües desde la cuna: aprendíamos el antisemitismo al mismo tiempo que el francés”. La unión en el antisemitismo facilitaba las reconciliaciones conyugales. Los padres consumían literatura antijudía. Algunas de las historias del padre bordean lo caricaturesco: como había trabajado en Siemens durante la guerra, el Ministerio de Exteriores Austriaco le ofreció una compensación por “los años de cautividad”. Él se indignó y escribió una carta “explicándoles mi orgullo por haber trabajado en Siemens. Deberían avergonzarse por renegar así de su propia historia”. Cuando Bruckner se separó de una mujer judía tras 16 años de convivencia, su padre le dijo que tuviera cuidado “porque los judíos siempre se vengan”. En el hospital lanzaba insultos racistas a las enfermeras africanas y les soltaba sermones explicando cómo los franceses lo habían hecho todo en Argelia. Le angustiaba especialmente que tomasen a su hijo por judío. Su apellido germánico y su cercanía a los Nuevos Filósofos, algunos de los cuales eran judíos, alentaban la confusión. El padre, airado, intentaba desmentirlo, a veces a través de cartas al director.
La segunda parte (“Librarse de una buena”) es menos impactante, y algo más deslavazada y aforística. El sufrimiento de la autobiografía infantil se transforma en un autorretrato satisfecho, aparentemente sincero, lleno de reflexiones interesantes. Cuenta la historia de una temprana emancipación, a través del sexo y de la literatura. Habla de la adquisición de una “gramática de la libertad” y señala que “me puse a escribir para no ser escrito por los míos”, dice. Ofrece un recorrido sintético y entretenido por algunos de los acontecimientos y personajes más decisivos de la cultura francesa en la segunda mitad del siglo pasado. Bruckner, criado en provincias e hijo del baby boom (“fuimos los grandes privilegiados del siglo XX”), muestra el encuentro deslumbrante con París y el pensamiento, a través de los libros, de figuras como Sartre o de amigos como Finkielkraut, y describe su aspiración de “casar la verdad con la belleza”, consciente de que “la belleza es en parte fealdad”.
Bruckner ha sido muy crítico con algunas derivas de la izquierda, como el relativismo cultural. Pero, señala, “Nunca he abandonado realmente el progresismo, a pesar de la densa estupidez y el buenismo que lo dominan. A mi edad uno no abandona a su familia adoptiva, solo se aleja de ella. Todavía hoy en día, las únicas estupideces que me indignan son las de la izquierda, las demás me dejan indiferente. Prefiero pensar contra mi propio campo, minarlo desde el interior, antes que desertar”.
En más de una ocasión traza un paralelismo entre la patología de su padre y la de su país: “Nuestra nación no está enferma del islam ni de la inmigración, que son tan solo agentes reveladores de su debilidad, sino que lleva y seguirá llevando el estigma de la debacle y del régimen de Vichy. Toda la actualidad se puede leer a través de este esquema: cada bando político acusa al otro de colaborar con el Mal, incluyendo a la extrema derecha, que se presenta con los rasgos de la resistencia frente a la invasión extranjera.”
En la parte final del libro el autor muestra cierta perplejidad: ¿cómo puede acabar sintiendo al final cierto afecto despegado, contradictorio y retorcido por un personaje como su padre? ¿Y cómo pudo ocultar durante tanto tiempo la verdadera personalidad de su padre? “El auténtico secreto de familia no es el que se calla, sino el que todo el mundo conoce”, dice Bruckner.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).