CAE EL REY KONG
Yo el soltero, el negro, el peludo, el rey gigantesco de la selva oscura, caigo en la noche, caigo innumerables pisos abajo, caigo al lejano asfalto, soy un rey que cae, y recuerdo que mi reinado era indiscutible y aunque en muchas ocasiones me lo disputaron otros monstruos gigantes –mis semejantes, mis hermanos– a los que vencí en batallas jadeantes y sangrientas, mi poderío nunca fue abolido ni negado por los pequeños hombres negros de detrás de las grandes puertas de la empalizada, los habitantes de la aldea, que me rendían periódicos tributos de doncellas deliciosas de devorar, aunque tan iguales y frecuentes que ya comenzaban a aburrirme como platillo único y yo que ahora caigo hacía temblar la tierra con mi paso enorme que casi anulaba el gran latir de los tambores, surgía de la selva y avanzaba hasta la alta empalizada que era la frontera con el poblado, y ellos, los diminutos hombres negros, me aclamaban como el rey de la Isla, mi isla perdida para siempre, pero un día llegaron desde el ignoto horizonte del mar los hombres blancos, que venían a robarme mi imagen para llevarla a su mundo, y traían con ellos una mujer de su estatura, y era tan blanca y suave y dorada, y yo la tomé en mi grande y negra y peluda mano y me la llevé a mis soledades selváticas, fue el flechazo de Cupido, sí, contra toda razón, contra la desproporción de estaturas, me enamoré de ella, sin saber que ella era sólo el señuelo, la trampa en la que habrían de apresar mi voluntad adormecida por el amor, y que habrían de esclavizarme y encarnizarme, para convertirme en uno más de esos estúpidos villanos de cine que fabrica Hollywood, la dizque fábrica de sueños (¿sueños?, bah, engaños): me siguieron y acosaron y atraparon y amarraron como a Gulliver los pigmeos, me metieron en su navío y, cruzando el océano, circunnavegando todo un continente, me llevaron a la selva de los hombres blancos, la selva de altos edificios de cemento y metal y cristal, de trenes subterráneos y elevados, de luces parpadeantes en la noche, de aullidos de autos, de prisa y locura, mientras de lejos la selva llamaba a mi corazón, ¿por qué me trajisteis, hombres, a la estúpida ciudad a cuyo suelo ahora infinitamente caigo?, pronto habría de saberlo, me lavaron, me maquillaron, me peinaron con raya en medio, me perfumaron, me subieron a un gran tablado ante el vasto público y me exhibieron como a un gigantesco payaso, como a un crucificado irrisorio, asestándome sus relámpagos fotográficos, a mí, que siempre he sido un tímido y más bien contrario a la impúdica publicidad, y vi entonces, allí en el escenario, a mis pies, a la mujer diminuta y dorada y adorable, que, para deleite de la multitud cruel y riente, masticadora de hotdogs, trasegadora de cocacolas, rumiadora de chicles, festejaba la historia de mi captura narrada por el empresario, entonces el amor y la ira hicieron surgir en mí, ya no mi poder, ya no mi majestad –porque yo era el viudo, el tenebroso, el sin consuelo, el huérfano de la selva perdida–, sino los restos de mi fuerza bruta, sí, bruta ¿y qué?, y rompí mis amarras y tomé a mi hechicera, tan pequeña, una viviente alhaja en mi mano, y con ella huí, otra vez resonaba mi paso gigantesco, ahora por calles y avenidas y por la ciudad temblorosa y centelleante hacia cuyo asfalto estoy cayendo: huí con ella y trepé a la más alta cima de la selva de concreto y he dado mi última batalla contra aves de acero que venían volando, ametrallándome, bombardeándome en bandadas que se renovaban sin cesar, y me tocaron de muerte con sus avispas de fuego y caigo y sé que moriré, que ellos vencerán, soy un rey que cae y ella abrazada a su lamentable paladín de cabello lustroso, allá abajo mirará mi cuerpo en la calle con una recóndita compasión, tal vez, pero acaso también con la sonrisa del fin de su espanto y del comienzo de su domestic happiness, qué cosa, es como para reír o llorar, a escoger.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.