No hace tantos años, dar por sentado "el fin del arte", "la muerte del arte" o la "desaparición del arte" era considerado una provocación, cuando no un síntoma de talante reaccionario. En 1995 publiqué un Diccionario de las artes en el que esta cuestión era capital (aunque yo prefería llamarlo "acabamiento de las artes") y algunos comentaristas lo tomaron como un retour a l'ordre. Cierto majadero me acusó de nostalgia del siglo XVIII. En realidad, y por lo menos desde 1980, la muerte del arte en su sentido post-hegeliano es un tópico de los departamentos de teoría. Ahora, Dios nos proteja, ha llegado a los periódicos españoles, lo que quiere decir que va a ser inmediatamente tergiversado.
El 12 de mayo, el diario barcelonés La Vanguardia dedicó dos páginas a la pregunta "¿Han muerto las bellas artes?". A partir de unas declaraciones de Catherine David, según la cual ya no es pertinente hablar de "arte" y creía preferible la expresión "prácticas estéticas contemporáneas" (según ella, más ligadas a la "política", pero sin aclarar qué es eso de la "política"), el diario procedía a un sondeo entre figuras de la escena artística. Una aplastante mayoría daba la razón a David. Tàpies, por ejemplo, hablaba de los "viejos conceptos de belleza" y los "tópicos trasnochados sobre el arte contemporáneo". Josep Ramoneda, del "desesperado intento de mantener con respiración asistida el agotado discurso de las vanguardias". María Corral afirmaba estar "casi siempre de acuerdo con David", como en esta ocasión. Daniel Giralt-Miracle opinaba que "el ciclo de las bellas artes ha llegado a su fin". Rafael Tous quería "redefinir los términos de bellas artes o arte contemporáneo". Otros se mostraban más cautos, pero admitían que el arte debía implicarse más seriamente en "lo político". Adelantemos que el arte "político" es justamente el que ha muerto, el arte romántico, y que por "político" suele entenderse hoy lo comercial, lo popular o lo espectacular.
También la revista Lateral hablaba del asunto en su número de junio. Allí, Joana Hurtado le pregunta a Hal Foster por el "fin del arte", y éste responde que los valores han cambiado de tal manera que "la pintura no es tan importante" como en tiempos de Velázquez (un juicio ingenuamente falso), en tanto que la arquitectura, gracias a su espectacularidad, vuelve a ser popular. El teórico americano se escabullía, ya que son los cambios de valor, claro está, los que matan o resucitan un arte, pero por lo menos diferenciaba entre las prácticas artísticas y el concepto metafísico de Arte.
Porque una cosa es el Arte y otra muy distinta las artes. Si algo ha muerto es, sin la menor duda, el Arte, lo cual apenas afecta a las artes. Que el Arte ha muerto quiere decir que ese concepto ha perdido el papel soberano, trascendental y metafísico que le atribuyó el pensamiento romántico alemán, desde los Schlegel hasta Adorno. Aquel Arte, síntesis de todas las artes, al que Hegel consideraba encarnación del Espíritu y Marx "reflejo de la estructura", ha muerto por exceso de responsabilidad. La sacralización del Arte, convertido en religión secularizada de las clases medias y portador de valores eternos, ha sido aplastado por una tarea que no podía soportar.
Todavía los teóricos tardomarxistas y los tardovanguardistas (es decir, los conservadores) creen en la responsabilidad moral del Arte como un "envío del Ser", y de ahí el tópico de que el Arte ha de ser "político", cuando lo cierto es que un arte verdaderamente político es, por ejemplo, el arte estalinista. Sin embargo, tanta grandeza es un sueño de la razón, y como tal se está disolviendo en el aire. Ya nadie puede sostener seriamente una historia causal del arte como la de Clement Greenberg, según la cual los pintores obedecen a voces del más allá que les dictan lo que deben hacer para cumplir con un destino trascendental en el que los sordos (Morandi, Hopper, Balthus) son no-arte.
Pero no hay que ponerse fúnebres, lo que la muerte del Arte libera son las múltiples actividades, espectaculares, estúpidas, juguetonas, políticas, sorprendentes, cretinas, pretenciosas, ingeniosas, insignificantes, profundas, conmovedoras, miméticas, imbéciles, aburridas, comerciales, curiosas, triviales o sensacionales que siguen produciendo aquellos que se dedican a las artes. Y lo hacen mucho mejor cuando se arrancan la pesadísima máscara del Artista y se conforman con lo que son, a saber, artesanos de infinito pelaje que tratan de ganarse la vida manejando innumerables materiales, incontables soportes, diversísimos medios. Con la mayor irresponsabilidad, como es lógico. La enormidad del mundo del arte contemporáneo, su flujo de capital, sus inyecciones estatales y burocráticas, el acceso de masas enormes al espectáculo artístico, su hibridación con la publicidad y los medios de formación de masas, su complicidad con la industria del ocio, su globalización, así lo hacen posible. En ninguna otra época de la humanidad ha habido tanta actividad artística bien pagada, y tan poco Arte. De modo que repitan conmigo: ¡el Arte ha muerto, vivan las artes! ~