Papá y mis hermanas estaban hacía meses en algún lugar de la selva y esa Navidad la pasamos a solas con mamá. Fue la mejor de mi vida.
No debería decirlo, era nuestro secreto, pero lo diré: entre otras cosas, mientras preparábamos la cena, fumé por primera vez.
Fue ella la que me lo ofreció.
¿Quieres?, preguntó de la nada.
Sonreí. No podía creer lo que estaba pasando.
Tenía casi trece años. Doce y diez meses para ser precisos.
Ella parecía triste, quizá porque pasaríamos la Navidad a solas. Hasta Paulina, nuestra empleada, había vuelto a su pueblo.
¿Quieres o no?, preguntó de nuevo mientras extendía su mano con un cigarrillo entre los dedos. Tenía manos delgadas. Fue como verlas por primera vez. De muchas maneras, esa Navidad fue como ver a mamá por primera vez.
Yo empecé a los once, dijo.
Me costaba imaginarla de niña.
No sabía qué decirle. Quería y no quería.
En una situación parecida, añadió, también fue mi madre la que me hizo fumar. Por más increíble que te parezca. A orillas del lago Chiem.
Lo puse en mi boca.
Aspiré fuerte.
Tosí.
Te vas a marear un poco, es normal, dijo mamá y me quitó el cigarrillo para seguir fumando. Lo hacía con una mano, con la otra revolvía las verduras de la sartén.
Ya era noche.
Los demás seguramente estarían en sus casas, con sus familias.
¿Estás bien?, preguntó mamá.
Sí, dije. Lo estaba.
¿Una más?
Asentí.
Esta vez fue ella misma la que acercó el cigarrillo a mi boca.
Aspiré menos fuerte.
Volví a toser.
Mamá estaba habladora esa noche. Habladora porque quería y no porque sentía el deber o creyera que era lo que le correspondía.
Quizá también estaba borracha.
Tenía que estarlo, se había tomado ella sola una botella de vino.
No me dio a probar, para eso todavía tendría que esperar un poco. Me dijo que la vida era más larga de lo que decían y que a veces incluso se sentía interminable. Me dijo que no les creyera a los que tenían demasiada prisa.
Apenas dijo eso último pensé en papá y quizá también en Monika. Heidi y mamá y yo éramos más distraídas, más irresponsables.
Cenamos en la sala.
Pavo.
Y suflé de verduras.
Reímos imaginando a papá y a mis hermanas comiendo mono asado o guiso de víbora o cualquiera de esas cosas que supuestamente comían a veces, ahora que sus víveres se estaban acabando. Sus mensajes eran breves y no siempre los entendíamos, pero al menos cada diez días recibíamos alguna señal.
Últimamente sueño con Múnich casi todas las noches, dijo mamá. Es como si llevara dos vidas, la de despierta y la de dormida.
¿Cuál te gusta más?, pregunté.
Estábamos en la mesa.
Con solo nosotras dos parecía enorme.
Mamá sonrió antes de tomar un sorbo de vino, acababa de abrir una segunda botella. Pasaron varios segundos antes de que respondiera.
Creo que soy más feliz de dormida, dijo.
Yo también me acuerdo de la vida allá, dije yo.
Para que se sintiera menos sola o para aliviarme o no sé para qué.
¿De qué te acuerdas?, preguntó mamá.
Del strudel de durazno de la abuela, dije, y del cuarto que tenían en el hotel. Deberíamos ir de visita alguna vez.
Si vamos a mí ya no me darían ganas de volver, dijo ella.
Mamá era la que lo había pasado peor con nuestra mudanza. Solo podía comunicarse bien con otros alemanes, pero además su salud se había deteriorado, al parecer la altura de La Paz no le hacía bien.
Pensé que tenía que acercarme y abrazarla pero me quedé quieta.
Eran las diez o diez y media, faltaba bastante para medianoche.
En casa no teníamos la costumbre de hacernos regalos navideños, así que yo no esperaba nada. Ella menos.
Recogimos los platos.
Los lavamos y secamos y los devolvimos a su lugar.
Era algo de lo que usualmente se encargaba Paulina, así como de limpiar todo y lavar nuestra ropa y cocinar. Había tenido que aprender las recetas de mamá porque la comida boliviana no le gustaba a nadie en casa.
Te estás volviendo alemana, la molestaban mis hermanas. Para hacerla asustar, también le decían que nos la llevaríamos con nosotras si nos íbamos.
Mamá encendió otro cigarrillo.
Ya no me preguntó si quería, simplemente me lo dio. Fue mi tercera pitada de la vida, luego hubo una cuarta y una quinta y una sexta.
Quiero que me recuerdes así, dijo entonces.
¿Cómo?, pregunté.
Así, dijo ella, fumando contigo en la Navidad del 55.
Nos echamos sin siquiera ponernos nuestra ropa de cama.
Estábamos cansadas.
Me gustaba oírla.
Yo no sabía que el primer hombre al que besó en su vida fue papá ni que los abuelos se opusieron a su matrimonio ni que les desobedeció y se casó igual.
No sabía que antes de que me tuvieran perdieron a dos bebés, tampoco que luego perdieron a uno más.
¿Tú habrías querido tener hijos?, pregunté.
Mamá respondió que era feliz con nosotras.
Pero tu padre sí habría querido, dijo, por eso no dejamos de intentar. Supongo que al final Monika fue un poco como un hijo para él.
Soltó una risita al decirlo.
¿Te enamoraste de papá a primera vista?, pregunté.
El segundo que lo vi, dijo ella. Pero no era la única. Yo creo que todas estaban un poco enamoradas de él en el comité.
Me volteé a mirarla. Tenía los ojos cerrados y la copa de vino estaba apoyada sobre su estómago. La sostenía con una mano.
Le pregunté si todavía lo amaba.
Abrió los ojos y me miró.
Temí que confesara que no pero me dije que lo entendería.
Me dije que era natural dejar de amar. Me dije que en realidad lo que era poco natural era seguir amando. O quizá no, quizá eso me lo dije mucho después.
Cada día más, dijo mamá mirándome todavía.
Parecía que lo decía en serio pero dudé.
Dudé por cómo había sucedido la noche hasta entonces y por lo libre que parecía de pronto, tomando todo el vino que quería y fumando en cualquier parte de la casa y haciéndome fumar a mí y echándose en la cama sin cambiarse.
Es tarde, dijo entonces y vació su copa de un sorbo antes de dejarla sobre el velador. Segundos después, cuando volví a mirarla, ya estaba dormida. ~
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Capítulo de la novela Los afectos, de pronta aparición
bajo el sello Literatura Random House.
(Cochabamba, 1981) es escritor. En 2010 fue seleccionado por Granta como uno de los veintidós mejores escritores en español menores de 35 años. Cuatro, es su libro más reciente (El Cuervo, 2014).