Ilustración: Fabricio Vanden Broeck

Navidades en rojo

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¿Qué era aquel objeto? ¿Para qué servía su pulida superficie, su redondeada estructura? ¿Por qué la abuela lo guardaba en el fondo de la gaveta con su ropa más íntima y junto a las cartas que medio siglo antes le escribiera su primer novio? Mi hermana y yo robábamos de vez en cuando la caja –forrada por dentro con fieltro negro–, donde reposaba lo que a nuestros ojos parecía una bombilla o el picaporte de una delicada puerta. Cuando venían los primos más pequeños desde un pueblo de provincia, presumíamos ante ellos de nuestra jerga habanera que rondaba lo marginal, de la TV en blanco y negro exhibida en la sala y especialmente de aquella bola dorada de cristal, alrededor de la cual tejíamos un montón de invenciones. Sin que la dueña cascarrabias nos viera, decíamos que la delicada esfera provenía de un tiempo en que la madre de nuestra madre había sidouna princesa. Fantaseábamos con que su posesión era todo lo que le quedaba de una vida pasada, la única pista con la que nuestra familia reencontraría el linaje perdido de sus predecesores. Y los muy ingenuos chiquillos nos creían, miraban los reflejos y confirmaban que algo así solo podía pertenecer a una excelsa familia de la que Scheherazada, la reina de Saba o el mismísimo Tutankamón podrían haber sido parte.

Se nos resbaló de las manos una tarde y se hizo añicos contra el suelo del diminuto cuarto donde habíamos crecido. El cristal tenía una capa de polvo brillante en su interior y esa noche la chancleta de la abuela se nos quedó marcada en la espalda. Cuando llegó agosto y los parientes “guajiros” regresaron, ya sabíamos que la hermosa bola dorada solo había sido una guirnalda, un simple adorno para un árbol festivo que nunca habíamos visto. Estaba yo a punto de cumplir los ocho y me faltaban todavía nueve años para acercarme por primera vez a un pesebre de Navidad. Pero el anticipo, el heraldo de que algo existía más allá de la chata realidad me había llegado con aquel vidrio pintado que una emigrante española guardaba entre su pertenencias más queridas. La misma gallega, aplatanada ya a la Isla, nos contaba a escondidas sobre un niño nacido entre el heno y el mugido de las cabras. Narraba la historia de Jesús en voz muy baja, pues nuestros padres transitaban en ese momento de sus vidas por su etapa de mayor fanatismo ateísta. El edificio, el barrio, la escuela, la ciudad toda, vivía escondiendo los escapularios, rezando en un susurro, ocultando las imágenes de la Virgen detrás de algún libro de marxismo o de una bandera roja. En el sostén, debajo de la blusa –cosido o agarrado por un imperdible– portaban las ancianas su crucifijo con la imagen de aquel otro barbudo proscrito que no había bajado de la Sierra Maestra. Mostrar la mínima fe en Él se convirtió en una de las vías más expeditas para meterse en problemas, solo superada por el acto de profesar otra ideología. Así que aprendíamos la religión y la sospecha al mismo tiempo, descubríamos a la par una cosmogonía y su negación.

Meses después de que aquella guirnalda estallara contra las lozas del piso, mi hermana y yo vivimos otro diciembre gris que concluyó sin tiaras ni diademas. El día 24 en la nochenos crecía la comezón, pues ya sabíamos que en otros lugares unas ramas verdes se alzaban en medio de las salas, rodeadas de luces. Sin embargo, en nuestro pacato socialismo real, en nuestra ínsula sovietizada, nada delataba la celebración oculta que muchos llevaban por dentro. Dormimos temprano, si es que dormimos. A la mañana siguiente la abuela se demoraba más que de costumbre en el baño y a través de las persianas alcanzamos a oírle un breve “Amén”. La Navidad había terminado. Solo quedaba esperar el último día del año, donde entre cucharadas de arroz con frijoles y algún trozo de carne de cerdo se aguardaban la primeras luces de enero y el aniversario de la Revolución. A eso había quedado reducido nuestro diciembre, a una fecha patria, a un hombre de verde olivo proclamando el inicio de una nueva etapa histórica que jamás cumpliría sus promesas de redención. Pero las inquietas niñas que habíamos roto aquella bola de cristal, aquel objeto cuasi mágico, no volveríamos a ser las mismas. Algo del polvo dorado que saltó al quebrarse el vidrio quedó sobrevolando sobre nuestras vidas. Nos hizo recelosas, pero no de la credulidad sino del escepticismo, suspicaces de las máscaras del materialismo más que de las poses del dogma religioso. Nos convirtió en seres desconfiados de ese carnet rojo que obligaba a esconder la cruz cerca del seno, taparla con el fieltro negro del miedo. ~

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(La Habana, 1975) es periodista. Escribe el blog Generación y (desdecuba.com/generaciony), merecedor del premio Ortega y Gasset de Periodismo Digital en 2008.


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