Niels Bohr, portero atómico

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Ante un viejo amigo periodista, Albert Camus aseguró que todo lo que sabía sobre moral lo había aprendido durante aquellos años felices en los que jugó futbol en Argelia, resguardando la portería del Racing Universitaire d’Alger. Camus vino a este mundo en 1913, el mismo año en que un insólito científico danés publicó uno de esos pocos trabajos auténticamente revolucionarios, a pesar de su insípido título: “On the constitution of atoms and molecules”, repartido en tres entregas (julio, septiembre y noviembre) de la revista Philosophical Magazine.

El autor era un joven de 27 años llamado Niels Bohr, quien presumía de una vasta experiencia futbolística: se había desempeñado, con decoro y esmero, como portero del Akademisk Boldklub Gladsaxe de la Universidad de Copenague. No sabemos si las horas que pasó en la portería sirvieron de escuela para la formación de sus valores, pero ciertamente resultaron determinantes para un episodio concreto de su carrera como científico. Antecedido por un gran prestigio, Bohr llegó en 1911 al Laboratorio Cavendish, en Cambridge, Inglaterra, intrigado por la composición básica de la materia en una época en que la naturaleza y el comportamiento de los átomos era el tema más sugerente entre los científicos –a pesar de que aún nadie podía decir con certeza qué era exactamente un átomo–. Pero Bohr no consiguió sincronizarse con sus colegas: su dominio de la lengua inglesa resultaba deficiente, su interés por los complejos modales ingleses era nulo. Desesperanzado, Bohr se enfrascó en la lectura de las obras de Dickens con el auxilio de un diccionario, resuelto a hacerse entender. Para su buena fortuna, las cosas cambiaron cuando llegó el neozelandés Ernest Rutherford –el mismo que había anticipado la existencia del protón y demostrado la existencia del núcleo atómico– al Laboratorio Cavendish; audaz, vehemente, irascible, era uno de los líderes mundiales en investigaciones sobre radiactividad. Fue Rutherford quien supo adivinar cierta misteriosa esperanza en aquel danés de aspecto lúgubre –cejas anchas y pobladas, gruesos labios colgantes–, incapaz de completar una sola idea cuando hablaba con aquel ritmo pausado hasta la desesperación. Para defenderlo de las constantes burlas, Rutherford sentenció, categórico: “Bohr es diferente: juega al futbol.”

Desde luego, Bohr era diferente. Y su colaboración con el neozelandés de gran bigote se transformó en cuantioso alimento: así fue como se enteró del descubrimiento de Rutherford sobre la desintegración de los átomos y de su método especial para estudiar al átomo bombardeándolo con partículas subatómicas; entendió el modelo atómico propuesto por Rutherford, que exhibía al átomo como un minúsculo sistema solar con un núcleo de extraordinaria densidad en su centro. Para aquellos días ya se había detectado la presencia de los electrones, los protones y el núcleo dentro del átomo; ya los físicos habían encontrado cierto consuelo en el artificio matemático del alemán Max Planck, con el que se proponía que la energía se halla en la naturaleza distribuida en paquetes, a los que llamó cuantos. Sin embargo, Bohr no encontraba respuesta a una sencilla pregunta: ¿por qué el electrón no obedecía las leyes de la electricidad? Y es que los electrones, al tener una carga negativa, debían ser atraídos irremediablemente hacia el núcleo del átomo, con carga positiva. Bohr supo sintetizar los últimos avances de sus colegas, y a partir de ello construir su propio modelo atómico (el que publicó en 1913) para explicar que los electrones se localizan en órbitas bien establecidas, y que al pasar de una órbita a otra absorben o emiten energía. Aquello significó un terremoto en la ciencia, el acta de nacimiento de la física atómica, la inauguración de uno de los periodos más prolíficos de la imaginación científica. Luego el modelo atómico de Bohr fue ampliado, mejorado, por colegas como Sommerfeld y Schrödinger y por el desarrollo de la física de partículas. Pero buena parte del germen de la revolución científica del siglo XX se localizaba en aquel trabajo que Bohr publicó hace cien años, inesperadamente, visionario y feliz.

“En el futbol aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me sirvió mucho en la vida”, decía el portero Albert Camus. Sin duda, su colega Niels Bohr habría estado de acuerdo. ~

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(Guadalajara, 1977) Escribe regularmente en la Jornada Jalisco y es autor de Científicos en el ring (Siglo XXI) y Almanaque.


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