No-ficciones

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UNO. Borges el ciego lo vio claro y lo vio primero: ¿para qué conformarse con ser persona cuando se puede ser personaje?, se preguntó. Y se respondió en muchas páginas pero, sobre todo, en dos textos muy citados e inapelablemente borgeanos; porque ambos están protagonizados por Borges y porque, de algún modo, pueden leerse como apuntes para una autobiografía ideal.
     El primero de ellos es “Borges y yo”, donde se nos empieza explicando que “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas” y se concluye con un “No sé cuál de los dos escribe esta página”. El segundo es “El otro”, donde un Borges presente intercepta a un Borges pasado y conversa con él sobre lo que fue y lo que vendrá.
     A ambos textos los separan quince años —el primero es de 1960 y el segundo es de 1975— pero, fundamentalmente, surgen en dos momentos de muy diferentes intensidades. El primero está imaginado por un autor muy poco conocido fuera de su país (pero que al año siguiente recibiría junto a Samuel Beckett el Premio Formentor e iniciaría su despegue internacional; “El resultado inmediato fue que mis libros se reprodujeron como hongos en el mundo occidental”, comentó el propio Borges). El segundo ya es el producto de una superstar planetaria muy consciente de serlo y de lo que se espera de ella. Más allá de esto, a mí me parece que —en ambos casos— Borges también dice otra cosa. Borges dice: mi vida —o mi reino— no es de este mundo.

DOS. Es decir: toda vida terrena y toda biografía de Borges contará —con deficiente aunque evangélica claridad— apenas una mínima parte de la historia. La parte menos importante y ocurrente. Y es que —reconozcámoslo— la biografía de Borges no es especialmente interesante o divertida. No pasa gran cosa en ella. No es su culpa, suele ocurrir con las vidas de escritores: profesión poco cinética si la hay, si se la compara con casi todos los otros oficios. Y la vida de Borges está muy lejos de otras vitalistas y autodestructivas biografías de escritores como Hemingway o Lowry aunque, en más de una ocasión, es no menos vergonzosa. La de Borges es una vida quieta, una vida sentada que sólo en su último tramo parece adquirir la patología viajera de un Phineas Fogg ciego que —por voluntad u obligación— da varias vueltas al mundo para no ver nada y hablar demasiado. Antes de esto, claro, Borges ya se había convertido en uno de los más experimentados viajeros mentales en toda la historia del asunto. Y su obra es exactamente eso: un “Leo, luego existo; y como existo, entonces escribo”. En un ensayo sobre Borges, Ricardo Piglia escribió que “La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos”. Puede afirmarse —sin contradecir a Piglia— que Borges lleva esta certeza un poco más lejos: cambia lectura por escritura. Y ahí está su vida. Y entonces toda biografía de Borges —incluso la poca memoir que él mismo hizo para The New Yorker— se convierte en accesoria, en algo que sucede afuera de Borges mientras lee y escribe.

TRES. Alguien escribió que lo poco que sabemos de Shakespeare —dejando de lado su obra— nos demuestra cabalmente que fue un soberano idiota. El último cuento de Borges se titula “La memoria de Shakespeare” y allí se intuye algo que quizá fuera una advertencia a sus futuros biógrafos. En el relato, un hombre recibe la anhelada memoria de Shakespeare sólo para acabar comprendiendo que “no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con este material deleznable”.
     Lo que nos lleva al flamante y muy publicitado Borges: A Life de Edwin Williams. Un libro correcto y funcional y pertinente para el lector en inglés, pero por completo innecesario para nosotros. Poco y nada se nos cuenta aquí que no sepamos; la afirmación de solapa de que se trata de “la primera biografía en cualquier lenguaje en abarcar la totalidad de la vida y obra de Borges” dista mucho de ser cierta; “el descubrimiento de episodios desconocidos de 1920 y 1930 que llevaron a Borges al borde del suicidio” ya ha sido ampliamente documentado; y el que se nos narre “el apasionado affaire amoroso con María Kodama” a partir de “extensas entrevistas” con la involucrada, ha dejado afuera mucho material y numerosos puntos de vista sobre la cuestión. Pero lo más desconsolador es la homogeneizada simpleza, por momentos telegráfica, de la prosa de Williams —que no es la del Proust de Tadié o la del Faulkner de Blotner o la del Joyce de Ellman— y que resulta tanto menos “graciosa” que los espasmos indiscretos del Borges: Esplendor y derrota de María Esther Vázquez. Está claro que no hay derecho a pedirle al biógrafo que alcance las alturas estilísticas del biografiado; pero hubiera sido de agradecer algo más de vuelo narrativo (el fin de la amistad con Bioy es despachado en tres frías líneas) y bastantes menos apreciaciones psicocriptográficas a la hora de decodificar y conectar, cueste lo que cueste, todo texto de Borges con algún acontecimiento personal. Así nos enteramos, por ejemplo, de que la velocidad con que Borges escribe los cuentos que conformarán El informe de Brodie es consecuencia directa “de la deconstrucción del conflicto básico entre espada y puñal que siempre había sido fuente de tantas angustias e inhibiciones, especialmente en sus relaciones con las mujeres”. Para Williams, Europa es el sable aristócrata y Argentina el puñal gaucho/malevo. Ah…

CUATRO. Y ya saben: a Hitchens le gustó y a Foster Wallace no le gustó esta biografía; pero tal vez lo interesante (y lo que Williams ni siquiera menciona) es el modo en que Borges influyó y afectó a los escritores en inglés, quienes casi siempre lo entendieron como una suerte de E.T.: alien, pero adorable. Uno de los primeros en advertirlo, en 1964, fue Updike cuando lo recetó como “el único hombre capaz de sacarnos de este basurero sin salida en que se ha convertido nuestra ficción”. Cheever lo consideró un “vogue-writer”. Capote, “un muy buen escritor de segunda categoría”. Vonnegut dijo sentirlo “demasiado evolucionado para mí”. Barth y Barthelme y Gass y Gaddis y Gardner y Pynchon y Millhauser y DeLillo y Auster lo aclamaron y lo aclaman como a un mesías. Theroux y Naipaul viajaron hasta Buenos Aires para tocarlo. Burgess se refirió en numerosas ocasiones a la similitud de sus apellidos. Y Nabokov —quien dijo sentir “cierta telepatía” con el argentino— optó por el guiño de gran monstruo autorreferencial a otro: en la Antiterra de Ada, o el ardor, el firmante de una novela sucedánea de Lolita es un tal Osberg con quien —se nos informa en las Notas de la también anagramática Vivian Darkbloom— el autor “ha sido cómicamente comparado”. Más cerca de nuestros días, Harold Bloom ha proclamado que ahora los cuentos “sólo pueden ser borgeanos o chejovianos; y sólo en raras ocasiones ambas cosas”; Martin Amis escribió que “si imaginamos la ficción como un mapamundi en el que el realismo es la línea del Ecuador, entonces Borges ocupa una espectral ciudadela en el Polo Norte”; y los nuevos —Eugenides, Moody, Lethem, Antrim, Powers— juran por su nombre. Y, en 1995, cincuenta firmas —entre las que se contaban Sontag, Bowles, Albee, Brodkey, Fowles, Miller, Ozick, Oates, Skvorecky y Milosz— se juntaron para escribir sus respectivas versiones de “Borges y yo” en el indispensable libro Who’s Writing This?: Notations on the Authorial i. Una cosa está clara: Borges vive más allá de su cuerpo. Borges es un virus.
     Roberto Bolaño escribió que al morir Borges es como si se hubiera muerto Merlín —”Se acaba de golpe todo”— y que sólo nos quedaba su relectura hasta el fin de los tiempos. No deja de ser un buen consejo. Y teniendo en cuenta que todo parece indicar que se avecinan épocas oscuras, entonces lo cierto es que será de sabios anteponer la obra a la vida. Como le hubiera gustado a Borges.

CINCO. Hay algo tan paradójico como injusto en el hecho de que todo gran escritor acabe convertido en grandes —por voluminosos— libros firmados por otros. Lo malo es que el Borges de Williamson está más cerca de la guía de turismo que del mapa del tesoro. Lo bueno es que prueba con la más incontestable contundencia que el género en cuestión no es el que le corresponde a este escritor. Borges se merece y necesita no una biografía sino una enciclopedia. Una —a ver quién se anima— Encyclopaedia Borgeanna. Y después extraviarla al fondo de un corredor con espejos para que alguien la encuentre y la lea y la active y así, página tras página, entradas sin salida, hasta el fin del principio. Hasta que el mundo sea Borges. –

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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