La renuncia de Benedicto XVI al papado ha provocado sorpresas y sospechas: es un acto sin precedentes recientes, que resulta insólito lo mismo para propios que para no creyentes; por otra parte, no ha dejado de especularse sobre la causa de esta decisión, y la principal sería la crisis que, por las finanzas y los numerosos casos de pederastia, vive la Iglesia Católica desde hace años. En este paisaje ha venido cobrando relevancia la persona debajo de la investidura, el individuo que tomó esta histórica decisión. Es por eso que resulta casi automático regresar sobre una película que la cartelera nacional despachó con prisa, pero que fue considerada en diversas publicaciones como una de las mejores del 2011 (en los Cahiers du cinéma ocupó el sitio número uno): Habemus Papam de Nanni Moretti. En ella seguimos a Melville (Michel Piccoli), el sucesor de Juan Pablo II que rompe con la tradición y renuncia al ministerio que le es encargado. Los puentes entre Joseph Ratzinger y Melville no son pocos: son tan numerosos como reveladores. Y vale la pena explorarlos.
Un cardenal afirma en la cinta: “Nadie imaginó que una cosa como ésta podía suceder”. Más o menos en los mismos términos se ha expresado la prensa, y en los días posteriores a la renuncia no han dejado de aparecer explicaciones y precisiones hechas por algunas autoridades sobre lo que ha de suceder con Benedicto XVI y con todos aquellos asuntos que se cerraban definitivamente con la muerte. En otro momento de la película, Melville huye de El Vaticano y ante una psicoanalista “confiesa”: “Ya no puedo hacer nada. Siempre estoy cansado”. El cansancio es la explicación que Benedicto XVI ha ofrecido en su carta de renuncia, y lo atribuye a su edad avanzada.
En el cónclave que registra Moretti al inicio de Habemus papam, llaman la atención los deseos de los reunidos, que escuchamos mediante su voz en off: todos tienen miedo de ocupar el puesto más alto de la jerarquía católica; ninguno quiere asumir la responsabilidad que esto supone. Tampoco Melville. Por eso, como Bartleby –el famoso personaje de otro Melville: Herman– prefiere no hacerlo. Y no da los pasos que lo separan del balcón de la basílica de San Pedro del Vaticano desde el que ha de saludar a los fieles que lo esperan. Cuando finalmente lo hace, es para renunciar. Joseph Ratzinger, aunque quizá hace más de una década prefirió no hacerlo, no tuvo opción y debió seguir haciéndolo: por estos días se ha hecho pública la intención que tuvo en 2002 (cuando era Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe) de renunciar para jubilarse. No pudo hacerlo porque Juan Pablo II rechazó su petición.
En Habemus Papam, Melville es cuestionado –por la mencionada psicoanalista– sobre su trabajo. Él contesta que es actor. En adelante cobra relevancia la puesta en escena teatral, con la que se engaña al mundo sobre el curso de lo que sucede dentro de El Vaticano, además de la ubicación y las actividades del Papa. Es en un teatro, además, donde se hace pública la investidura de Melville, quien guarda silencio –y las apariencias– ante cardenales y espectadores. Por su parte, en su última misa pública, Benedicto XVI criticó la hipocresía religiosa y pidió superar las divisiones que se presentan en la Iglesia. No obstante, lo que se deja ver al exterior es una imagen de solvencia, y cuando se emprende la autocrítica –como en este caso– se hace en términos eufemísticos (“a menudo hemos tenido miedo de admitir nuestras culpas”, expresa en un monólogo Melville). Tanto en un caso como en el otro la Iglesia no renuncia a la fatuidad ni a la puesta en escena.
Moretti anota que siempre ha estado interesado en personajes cuyo trabajo consiste “en ocuparse de los demás de alguna forma”, que se mueven dentro de instituciones rígidas y de los que se espera más de lo que son capaces de dar. Como Melville (¿cómo Benedicto XVI?), como el cura de La messa è finita (1985), el maestro de Bianca (1984) y el parlamentario comunista de Palombella rossa (1989). En todas ellas se explora la incapacidad para asumir el liderazgo, la imposibilidad de cargar con las responsabilidades. En todas ellas, además, el asunto se plantea desde una perspectiva política. Y no han faltado, no está de más anotar, los que hacen ver que sería deseable que más de algún político reconociera su incapacidad (o cansancio) y emulara el gesto de Benedicto XVI.
En su carta de renuncia, Joseph Ratzinger anota que el ministerio que le fue encomendado, “por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando”. Es este sufrimiento el que invariablemente manifiesta Melville; al final no es él el que reza, sino que pide que recen por él. En ambos casos queda claro que la investidura papal rebasa las fuerzas de los elegidos y queda la misma gran incógnita: ¿habrá un líder que efectivamente pueda con la carga del ministerio petrino? Habemus papam es, se diría, una cinta premonitoria. Y termina con el balcón vacío.