ONG: La industria de la denuncia

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¿Qué hacía el embajador de Estados Unidos copando, con todo su séquito, la segunda fila de aquel tribunal en Guatemala? Corría el mes de septiembre de 2002 y la Corte de Apelaciones analizaba los recursos interpuestos por tres militares y un sacerdote, condenados a treinta años por el asesinato del obispo Juan Gerardi.
     Pocas semanas después, la misma delegación acudiría a la lectura de la sentencia por el asesinato de la antropóloga Myrna Mack. ¿De dónde salía esa repentina afición de los diplomáticos gringos y de algunos europeos por pasearse en los juicios penales más “sensibles” políticamente?
     Oficialmente, su presencia era un respaldo a la “lucha contra la impunidad”. Para los abogados defensores y para algunos jueces, en cambio, se trataba de una forma de presión: alentados por las organizaciones de derechos humanos, los representantes extranjeros se sentaban frente a los miembros del tribunal para hacerles sentir que “la comunidad internacional”, que tanto dinero donaba, esperaba de ellos la resolución adecuada, que no era otra que la condena de los acusados.
     “Que se lleven su plata y sus computadoras. Prefiero una sentencia escrita a mano, pero apegada a derecho”, pensaba la magistrada Rosamaría de León cuando, con sus dos colegas de la Sala Cuarta de Apelaciones, firmó la revocación de las condenas en el caso Gerardi. El escándalo fue monumental: al ordenar un nuevo juicio, la Corte echaba por tierra el proceso más largo, caro y polémico de la historia de Guatemala.
     El asesinato a golpes del obispo Gerardi, ocurrido el 26 de abril de 1998 en su casa parroquial, había conmocionado al país. El prelado acababa de presentar el informe Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi), sobre los abusos cometidos durante los 36 años de conflicto interno. Su muerte atroz había dinamitado las esperanzas abiertas con la firma de la paz, en 1996, y había desgastado enormemente al presidente Álvaro Arzú, impulsor del acuerdo con la guerrilla.
     Su sucesor, Alfonso Portillo, hizo del crimen su bandera electoral y prometió renunciar si no lo resolvía. Dicho y hecho. Apenas una semana después de su toma de posesión, el 14 de enero de 2000, se ordenaba la captura del sacerdote Mario Orantes, auxiliar de Gerardi; del coronel retirado Byron Lima Estrada; de su hijo, el capitán Byron Lima Oliva, y del sargento Obdulio Villanueva, estos dos últimos escoltas de Arzú. Quien posibilitó el milagro fue un testigo que cambió repentinamente su versión y aseguró haber visto en el lugar del crimen a los tres militares, cuyos nombres figuraban en denuncias anónimas recibidas por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (ODHA).
     El juicio duró tres meses. Si bien no había autores materiales ni intelectuales, el tribunal concluyó que el asesinato fue un crimen de Estado en venganza por el informe Remhi y ordenó investigar a los mandos militares del anterior gobierno. Acusados de haber vigilado y alterado la escena del crimen, los tres militares recibieron una pena de treinta años. En atención a su condición de religioso, Orantes vio reducida su condena a veinte años por complicidad.
     Los tres jueces de sentencia fueron jaleados por su valentía. La ODHA, fundada por Gerardi y erigida en acusación particular, estaba exultante: todas sus peticiones, salvo el procesamiento de Arzú, habían sido atendidas. Y el presidente Portillo, prófugo de la justicia por el homicidio de dos estudiantes en México en 1982, se presentaba ante el mundo como adalid del Estado de derecho.
     La Embajada (esas dos palabras bastan en Centroamérica para que se entienda de qué país se trata) y buena parte de la comunidad internacional aplaudieron aquella sentencia, a pesar de algunas señales preocupantes, como la ausencia de pruebas concretas y el hecho de que el principal testigo de cargo, un indigente protegido por la fiscalía, hubiera modificado su testimonio en cuatro ocasiones y siempre bajo juramento. Los jueces, además, habían pasado por alto graves contradicciones y habían aplicado el doble rasero a los medios de prueba, rechazando los que favorecían a la defensa. Desestimaron los análisis de ADN realizados por el FBI porque no servían “para determinar la participación de los acusados”. Y condenaron a los militares por “coautoría”, figura que no existe en el Código Penal guatemalteco.
     Los juristas serios se llevaron las manos a la cabeza. El fallo era técnicamente insostenible. Eso mismo opinó la sala de apelaciones que lo revocó 16 meses después.
     Pero los argumentos de la ODHA pesaban más sobre los diplomáticos que los reparos de los remilgados expertos: ¿Acaso el ejército no había cometido toda clase de atrocidades durante la guerra? ¿Acaso Gerardi no había denunciado la barbarie? ¿Acaso Arzú no había intentado proteger a los acusados? Ergo, se trataba de un crimen de Estado fraguado por su cúpula militar. ¿Por qué unos oficiales escogidos por su formación universitaria y su currículum “limpio” matarían a un obispo y dañarían un proceso de paz en el que ellos mismos se habían involucrado? A saber usted. Pero no era cuestión de poner en duda la versión de una poderosa organización humanitaria, respaldada por la Misión de Naciones Unidas en Guatemala y financiada generosamente por la Unión Europea.
     Los observadores de la ONU, en efecto, siguieron el proceso desde la noche del crimen… y el resultado pone los pelos de punta. Para empezar, nunca se sorprendieron de que la fiscalía eliminara del expediente, por presiones de la ODHA y del episcopado guatemalteco, los informes forenses que indicaban que el cadáver del obispo presentaba mordeduras del pastor alemán del sacerdote Orantes. Tampoco les pareció inapropiado que los abogados del arzobispado encubrieran a un monseñor y a su hija, vinculada al crimen organizado, que estaban en la escena del crimen antes de la llegada de la policía y que incurrieron en graves contradicciones. Los directivos de la ODHA expresaban en privado sus sospechas sobre la participación de la joven en el asesinato, pero abortaron los intentos de indagar esta pista acusando al gobierno de Arzú de desatar “una persecución contra la Iglesia”.
     La cohorte de testigos, la mitad suministrados por la ODHA, tampoco era nada tranquilizadora: aquellos individuos truculentos, la mayoría con antecedentes o condenas por cumplir, brotaban por ensalmo para ir llenando los vacíos del expediente. Sin embargo, la ONU asumió con toda naturalidad que la fiscalía decidiera no investigarlos y les buscara asilo en Canadá o México. Unas cuantas entrevistas en su entorno hubieran bastado para poner al descubierto su falsedad.
     Si los observadores internacionales, en fin, hubieran hecho su trabajo seriamente se habrían percatado de que el heroico tribunal de sentencia llegó al extremo de manipular las declaraciones de algunos testigos para extirpar contradicciones e incoherencias, como lo demuestra el borrador de las actas, expurgado en tinta roja. En lugar de enfrentar una sanción por prevaricato, esos jueces recibieron felicitaciones y becas en España. Los magistrados de apelaciones, en cambio, fueron crucificados por anular aquella “sentencia histórica” que derribaba, según Amnistía Internacional (AI), “el muro de la impunidad”.
     Que una organización normalmente rigurosa como AI mostrara tal ligereza se explica al revisar sus documentos sobre el caso, que reflejan un trabajo de “observación”, por llamarlo de alguna manera, verdaderamente desalentador. El informe presentado en febrero de 2002, por ejemplo, no sólo adolece de un sesgo inaceptable en una institución seria, sino que, además, contiene tantos errores de bulto (se equivocan hasta en la fecha del asesinato) que uno se pregunta a qué fuentes acudieron.

Los entretelones del caso Gerardi llevan a pensar no en un crimen de Estado, sino en un crimen contra el Estado, fraguado para desestabilizar al gobierno de Arzú, cobrarse cuentas pendientes y allanar el camino para la victoria del Frente Republicano Guatemalteco (FRG). Pero, independientemente de cuál sea el origen de la trama, la manipulación del expediente, los falsos testigos y las tropelías legales revelan un montaje político-judicial de gran calado.
     Lo preocupante es que esta farsa se haya desarrollado sin contratiempos en un país sometido a un intenso escrutinio internacional. Precisamente por su negro historial, los derechos humanos han marcado tradicionalmente la agenda exterior de Guatemala, condicionando paquetes de ayuda, acuerdos y beneplácitos. Desde la firma de la paz, la ONU, las embajadas y toda una constelación de instituciones están, como el loro del pirata, en el hombro de sus gobernantes. ¿Por qué, entonces, aplauden un siniestro simulacro de justicia que no tolerarían en sus propios países?
     El diagnóstico erróneo se debe a la ingenuidad de algunos diplomáticos inexpertos y a los prejuicios ideológicos de ciertos funcionarios de la ONU. Unos y otros prescinden de los filtros críticos y acaban siendo rehenes (los segundos, voluntariamente) de una sola versión: la que dicta ese gran aparato de denuncia que son las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos.
     Nada habría que objetar si el rigor caracterizara siempre el trabajo de estos grupos. El problema es que nadie suele corroborar esa seriedad, porque a las ONG se les supone la honestidad, y a quien lo cuestione le cae todo el peso de la corrección política.
     Claro que, cuando se hace, puede haber sorpresas. A raíz del informe presentado el año pasado por la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, que ofrecía un balance espeluznante de la actuación de Álvaro Uribe, la embajada estadounidense decidió cotejar las estadísticas y la metodología empleadas por los activistas humanitarios. Y encontraron que las “detenciones arbitrarias”, que en teoría habían aumentado más de un 400%, incluían “arrestos con autorización legal”, o incluso con órdenes de captura. Había también abundantes denuncias sin respaldo, que podían ser objeto de manipulaciones. De hecho, los diplomáticos comprobaron la falsedad de algunos casos descritos. La cuantificación presentaba inconsistencias, incluyendo el doble recuento: las “137 detenciones arbitrarias”, por ejemplo, se convertían en “398 violaciones”.
     Las ONG consideraban “violaciones de derechos humanos” los abusos cometidos por las fuerzas estatales y los paramilitares, pero no los perpetrados por las narcoguerrillas, que tampoco son mancas, como bien saben los pobladores de Fraguas, Villavicencio, Chita o Bojaya.
     El informe interno de la embajada, del que se hizo eco The Wall Street Journal el pasado febrero, revelaba, en suma, una falta de rigor metodológico y un sesgo político que sin duda beneficiaba a las FARC en un momento de reveses militares y repudio internacional.

Guatemala tiene once millones de habitantes y casi quinientas ONG que trabajan muy lejos de los cánones de transparencia y fiscalización pública que imperan en Europa. En el ámbito de los derechos humanos, unas 17 organizaciones tienen el mayor peso específico y sus denuncias alimentan a las multinacionales humanitarias, como AI, Human Rights Watch o WOLA, pero también a las embajadas, la ONU o el Departamento de Estado. A su vez, estas entidades redactan informes que luego, en un sutil proceso de retroalimentación, son utilizados por las mismas ONG para “revalidar” su credibilidad, multiplicar sus fuentes de financiación y presionar en el ámbito político y judicial interno.
     En este sentido, el caso Gerardi es particularmente perverso, desde el momento en que una de las principales organizaciones de derechos humanos, y además creada por el propio obispo, llega a mentir y a presentar testigos falsos en un proceso judicial. El silencio cómplice, cuando no el apoyo abierto, de las demás agrupaciones ofrece la imagen poco halagüeña de un gremio más preocupado por los beneficios corporativos que por la ética profesional.
     Hay que entender, dicen algunos, el contexto guatemalteco, marcado por los horrores de una guerra. Es cierto. Pero si el enfrentamiento ideológico y los resentimientos siguen supurando, ¿son estas organizaciones realmente “de derechos humanos”? La pregunta no es ociosa: la gran mayoría están dirigidas o asesoradas por personas vinculadas a la antigua guerrilla. En sus manos, la defensa de los derechos humanos se desvirtúa para convertirse en arma política y en instrumento de venganza: es “la continuación de la guerra por otros medios”.
     Llama la atención, por ejemplo, el “doble rasero” que aplican con frecuencia sus dirigentes, como el inquebrantable respaldo que prestan a la dictadura cubana, apelando a principios tan reaccionarios como la “autodeterminación” y la “no injerencia”, mientras reclaman más intervención en Guatemala. A Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz y presidenta de una fundación que lleva su nombre, no le tembló el pulso a la hora de firmar un documento de apoyo a Fidel Castro después de que éste encarcelara a 75 disidentes. Ahí no puede decir que fue malinterpretada, como cuando criticó la ofensiva judicial contra el entorno de ETA.
     Más grave es, sin embargo, la falta de ecuanimidad a la hora de enfrentar el pasado. Los escasos intentos de llevar a los tribunales los crímenes de lesa humanidad perpetrados por la guerrilla, como las matanzas de Salacuim, en 1982, y El Aguacate, en 1988, han sido calificados por dirigentes humanitarios como “acciones revanchistas” o “maniobras políticas”. En cambio, las demandas contra el ejército son parte de la “lucha contra la impunidad”.
     Que hay “víctimas de primera” y “víctimas de segunda”, en términos de rentabilidad política, lo saben muy bien las familias de cinco jóvenes secuestrados y asesinados por sus correligionarios del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), la rama más radical de la insurgencia. Después de años de infructuosas gestiones para conocer el paradero de los cuerpos de sus hijos, las madres de tres de ellos lamentaban la escasa ayuda recibida. Y es que ¿cómo sentar en el banquillo, entre otros, a Gustavo Meoño, dirigente del EGP en 1982, pero hoy director de la todopoderosa Fundación Rigoberta Menchú?
     El propio Meoño se presentó como un “perseguido político”. “Los hechos”, insistía, “tienen que encararse dentro del contexto en que ocurrieron, en una situación de guerra”. Y arremetía contra los activistas que habían colaborado tímidamente con aquellas madres, a los que acusaba de “crear las condiciones para equiparar las reiteradas violaciones de derechos humanos cometidas por el Estado con las violaciones al derecho humanitario y normas de guerra cometidas por las fuerzas insurgentes”.
     Esta respuesta provocó ronchas incluso en su círculo. Algunas voces pidieron “más sensibilidad”. Un ex guerrillero recordó que el caso de los cinco jóvenes era apenas “la punta del iceberg” y reprochó a Meoño su “cinismo” y su “desfachatez”.
     Las palabras del director de la Fundación Menchú habrían disgustado sin duda al obispo Gerardi, que no aceptaba distingos ni eufemismos para la barbarie. La concepción de Gerardi, acorde con el principio del respeto absoluto a la vida humana y con la universalidad de los derechos fundamentales, no es desde luego la que llevan a la práctica las ONG, que se escudan en la incuestionable brutalidad del ejército para silenciar una parte de la historia y “no hacer el juego al enemigo”. Como defensor de los derechos humanos, Meoño viaja a Madrid para demandar por genocidio al general Ríos Montt, pero justifica las matanzas de población civil perpetradas por el EGP y la estrategia de ese grupo de involucrar en acciones armadas a comunidades enteras, para luego dejarlas a merced de la represión (y así “agudizar las contradicciones”).

La bandera de los derechos humanos sirve para entronizar una visión de la historia convenientemente expurgada de episodios incómodos, pero también tiene fines más prosaicos.
     La explosión de ONG en Guatemala después de la firma de la paz está directamente vinculada a la gigantesca inyección de recursos internacionales. En torno a los derechos humanos se ha creado lo que Mario Roberto Morales, antropólogo que estuvo ligado a la guerrilla, llama “la industria del victimismo”: los bondadosos donantes europeos o canadienses están dispuestos a financiar “causas nobles y justas” con el paternalismo que el “amo blanco culpabilizado” dispensa al “buen salvaje”. Y nunca faltan “profesionales improvisados de la denuncia” con proyectos cargados de retórica hueca, cuya única labor será rendir “informes inverosímiles a sus comprensivos donantes” y abrirse un espacio en ese mundillo de arribistas auspiciado por la cooperación internacional.
     El hecho de que la salud financiera de estas organizaciones sea inversamente proporcional a la salud del país introduce un elemento de distorsión en su trabajo: si quieren sobrevivir, las cosas tienen que ir mal. Eduardo Stein, ex canciller con Arzú y actual vicepresidente, suele recordar el impacto que le produjo la reacción de las ONG cuando, en abril de 1998, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU sacó a Guatemala de su ignominiosa “lista negra”. El regocijo general ante ese reconocimiento chocó con la ira de los activistas, que “cabildearon como locos” para revertir la decisión: para ellos, salir del pelotón de los parias era una mala noticia.
     La interminable lista de denuncias de las organizaciones guatemaltecas en los últimos años contiene crímenes comunes presentados como “casos políticos”, cifras sin respaldo y amenazas que se multiplican casualmente cuando se espera la visita de algún relator internacional, y que sepultan los dramas reales. En privado, los activistas serios se avergüenzan. Pero siempre en privado.
     Frente a la legítima aspiración de justicia de las víctimas, hay profesionales de buena fe, pero también oportunistas que encuentran en los derechos humanos un trampolín político. El propio Gerardi se sorprendería hoy al ver la evolución de sus más cercanos colaboradores. Ronalth Ochaeta, director de la ODHA, y Edgar Gutiérrez, cerebro del informe Remhi, terminaron engrosando la nómina del gobierno del FRG, controlado por el denostado general Ríos Montt: el primero, como embajador; el segundo, como jefe de inteligencia (desde donde maniobró a gusto en el proceso Gerardi) y luego como canciller del presidente Portillo, quien por cierto anda de nuevo evadiendo la justicia por temor a ser procesado por corrupción.
     La credibilidad de ambos activistas en círculos diplomáticos contribuyó a lavarle la cara al gobierno, hasta el punto de que Human Rights Watch, la Comisión de Derechos Humanos de la oea y Amnistía Internacional alabaron a Portillo al inicio de su mandato.

Arropadas por la comunidad internacional, temidas por la clase política, reverenciadas por la prensa y escudadas en la impunidad que ofrece la amorfa “sociedad civil”, las organizaciones de derechos humanos han acabado por convertirse en un poder fáctico en estos países de instituciones precarias: imponen sus agendas sin rendir cuentas, participan en la vida política sin asumir los costos, intervienen en nombramientos y destituciones (pueden acabar con la carrera de jueces, fiscales e incluso funcionarios extranjeros) y dirimen las causas penales en los medios de comunicación.
     Y eso con la complicidad de gobiernos democráticos que, a pesar de sus buenas intenciones, terminan alentando la “industria de la denuncia” en detrimento de la consolidación de un verdadero Estado de derecho. ~

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