Juan García Ponce publicó veintidós cuentos, contenidos todos en este volumen. Escribió el primero (“Después de la cita”) en 1958 y el último (“Retrato de un amor adolescente”) probablemente en 1995. En este periodo le pasó casi todo: se casó, tuvo hijos, escribió relatos, obras de teatro, ensayos, novelas y hasta un poema; dirigió revistas, definió el gusto de una época, marcó el rumbo cosmopolita de su generación; vivió plenamente, enfermó de gravedad, recibió premios: en 37 años le ocurrió, simplemente, la vida. En relación con sus relatos hay claramente una evolución, que va de la narración realista al relato simbólico, de la creencia en la imposibilidad del amor a la certeza de la posibilidad del amor realizado. En 1958 escribió: “Era otoño. Algunos de los árboles habían perdido por completo las hojas y sus intrincados esqueletos resistían silenciosamente el paso del aire…” (“Después de la cita”), mientras que en 1995 éste era su tono: “Era otoño. Así comienza su primer cuento un escritor. Estas líneas comienzan en la misma época del año. Pueden o no ser una ficción. ¿Hay alguna diferencia?” (“Descripciones”). El autor primerizo quería convencer a sus lectores mediante la gravedad de sus frases, el autor maduro se pregunta con cierta ironía si lo que cuenta es o no una invención, y él mismo se contesta: “La palabra escrita le da a todo la verdad creada por lo escrito.” Donde el joven autor vacilaba en su afirmación, el autor maduro no titubea al introducir la duda en sus lectores, sabe 37 años de narrar no pasan impunemente que todo es real si está escrito, que la literatura vuelve real lo imaginario por el poder de las palabras, sabe que, en este mundo de apariencias, la realidad de la literatura es más real que la vida vivida, sabe, en fin, que su voz sólo perdurará a través de la literatura, de su literatura, una de las más vigorosas y originales del siglo XX mexicano.
Sus cinco libros de cuentos Imagen primera, La noche, Encuentros, Figuraciones y Cinco mujeres ahora son uno solo: Obra reunida: Cuentos. El lector puede leerlos progresivamente, siguiendo las huellas de su voz, o saltar de uno a otro, buscando en ellos afinidades más precisas que las determinadas sólo por el paso del tiempo. Sus cuentos, cada uno escrito en respuesta a una necesidad creativa específica, forman ahora un todo, una obra que generará sus propias leyes, independientes de la necesidad bajo la cual fueron creados, independientes del tiempo que los generó. ¿Qué dice este conjunto de relatos, cuál es la realidad de esta obra? Las líneas que siguen intentarán responder estas preguntas.
Comenzaré por lo evidente. En casi todos sus cuentos aparece un hombre que desea a una mujer y una mujer que se transforma por el deseo de un hombre. El papel de sus protagonistas masculinos es pasivo aunque a ellos les toque representar el deseo actuante, el ser en busca de su realización a través del cuerpo de la mujer. Por eso puede decirse que sus protagonistas son en realidad uno solo: nunca se los describe físicamente, la mayoría de las veces son escritores, bebedores, amantes en apariencia de la vida en libertad, pero secretos admiradores de un mundo ordenado y racional. A las mujeres que habitan sus cuentos, en cambio, sí que les suceden cosas: el deseo las transforma, las arrastra, las arrasa. Tienen todas rasgos en común: bellas, esbeltas, dueñas de largas piernas, dispuestas siempre a entregarse al amor sin medir sus consecuencias. Dos de ellas terminan internadas en un hospital psiquiátrico, otras dos son hermanas incestuosas, una más se suicida y dos son asesinas, un par más se queda en una soledad amarga y otras dos son niñas-adolescentes que llevan a sus parejas a la pérdida de la inocencia, hay una ninfeta y un trío de ninfómanas. Todo un conjunto de posibilidades femeninas. La única convencional, la única que deseaba un hogar tradicional y formar una familia (“Amelia”) termina con su vida asfixiada por el gas que ella misma dejó escapar al serle negada la realización de ese amor convencional. Hay, pues, hombres pasivos y mujeres activas, hay hombres que buscan y mujeres que encuentran, hay un personaje masculino que siempre es el mismo y un conjunto rico de mujeres plenas. Y entre ellos, ligándolos, uniéndolos, está el deseo. Podría, al llegar a este punto, decir que Juan García Ponce es, simplemente, un escritor del deseo. Sin embargo, Daniel Goldin ha colocado, en un lúcido ensayo sobre Figuraciones, la marca a una altura mayor: toda “escritura viva es una escritura del deseo […] lo que particulariza a la escritura de García Ponce es que es una escritura deseosa del deseo mismo”.
Juan García Ponce fue un escritor ateo consecuente con las reglas de su profundo ateísmo. No creía en verdades trascendentes (su uso de la simbología religiosa siempre es irónico y en ocasiones blasfemo) y al Espíritu sólo le concedía realidad cuando éste se mostraba encarnado. Realidad contradictoria que no negaba sino que subrayaba su carácter contradictorio mediante paradojas imposibles: la presencia ausente, la mujer que para ser tiene que negarse, el pasado presente, etcétera. Juan García Ponce creía, y aquí me aparto de la terminología de Goldin, en la voluntad fondo primordial, último e irreductible del ser, una voluntad engendradora de todo el mundo visible, una voluntad ciega que se basta a sí misma, una pura y dura voluntad de vivir. Todo el mundo visible era, así, un mundo aparente, sin sentido, meras figuraciones que representaban, una y otra y otra vez, la voluntad de vivir bajo la forma de hombres pasivos y mujeres activas. El mundo, para Juan García Ponce, carecía de sentido, era un puro movimiento guiado ciegamente por el azar y el deseo, un deseo que las normas y la moral intentan apresar y que las mujeres, encarnaciones radicales de ese deseo, hacen saltar por los aires para demostrar que lo único real, que lo único cierto, es la apariencia, cambiante siempre y sólo aprehendida a través de la palabra, de la palabra escrita, que confiere realidad por el mero hecho de ser palabra escrita.
En este sentido, la obra de Juan García Ponce es esencialmente negativa, poderosa en su capacidad de desfondar la aparente realidad y orden en el que se asientan las cosas de este mundo. Una negatividad preciosa, contundente, una oscura luminosidad que nos arrastra y uno de cuyos nombres es, simplemente, el deseo, encarnación de la voluntad. Tal es la realidad que, a mi juicio, nos revela esta obra, ahora contenida en estos Cuentos, libre ya de contingencias, dueña plena de sus propias leyes: una obra hija y madre del deseo. Una obra que nada dice sino su propia realidad aparente, y cuya fuerza radica en querer ser sólo eso: palabra liberada, literatura en libertad. Sólo eso. Pero no hace falta más que eso. ~
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