Hemingway en las fiestas de San Fermín, 1959.

Pamplona y Hemingway, la gratitud y el reproche

Un fantasma incansable recorre las calles de Pamplona y la fiesta de San Fermín: el de Ernest Hemingway, con quien la ciudad y sus habitantes mantienen una relación de amor y odio, mezcla de gratitud y recriminación.
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7 de julio, ¡viva San Fermín! Como cada año en estas fechas, Pamplona se viste de rojo y blanco y disfruta de los encierros, la música, la comida, la bebida, la tradición y todo el color de su fiesta, una de las más famosas del mundo. Apenas por debajo de las imágenes que multiplica en todo el mundo la televisión, un fantasma incansable recorre sus calles: el de Ernest Hemingway, con quien los pamploneses mantienen una relación de amor y odio, mezcla de gratitud y recriminación. Vamos a buscarlo.

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“No resulta arriesgado afirmar que Hemingway nació en Estados Unidos pero vivió para España”, escribió Rodrigo Fresán en su prólogo a Muerte en la tarde. El joven Hemingway, instalado en París desde finales de 1921, arribó a Pamplona por primera vez el 6 de julio de 1923. Gertrude Stein, una de sus mentoras literarias, le había dicho que si quería ver las mejores corridas de toros, no tenía que visitar ni Madrid ni Andalucía, sino la capital navarra. Llegó con su esposa Hadley, que estaba embarazada de seis meses, en un autobús que los depositó en la Plaza del Castillo, uno de los centros neurálgicos de la fiesta. Más tarde plasmó sus impresiones en un artículo publicado en el Toronto Star Weekly, el diario canadiense para el que aún trabajaba:

“Las calles eran una masa sólida de gentes danzando. La música era algo que golpeaba y latía con violencia. Se estaban lanzando fuegos artificiales en la gran plaza. Todos los carnavales que había visto palidecían en comparación”.

Fue amor a primera vista.

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En 1926, Hemingway publicó su primera gran novela: The Sun Also Rises, conocida en español con el título que el autor quería para el original pero que fue cambiado por sugerencia de los editores: Fiesta. La segunda parte de la novela se desarrolla durante los Sanfermines. Con este libro, como dice Juan Villoro en su prólogo, “Hemingway se convirtió en vocero de una generación que solo podía estar orgullosa de sus heridas. Y ya nada sería como antes”.

Pese a que se suele decir que Hemingway “iba siempre a San Fermín”, lo cierto es que asistió nueve veces a la fiesta: todas las del período 1923-1927, y luego a las de 1929, 1931, 1953 y 1959. Nueve ocasiones, que le bastaron para dejar su nombre marcado a fuego en la historia de la ciudad. Para ya no poder irse de allí.

La primera traducción de Fiesta al castellano fue editada en Buenos Aires en 1944. Dos años después llegó a las librerías de la España de posguerra. El escritor y crítico pamplonés Ángel María Pascual —en la actualidad, una plaza de la ciudad lleva su nombre— consideró que la novela “exhala una idiotez inimaginable”.

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Hemingway ya era una figura de renombre mundial en julio de 1953. Su celebridad excedía los ambientes literarios. Dos meses antes había recibido el premio Pulitzer por su novela El viejo y el mar y un año más tarde sería consagrado con el Nobel. Ahora, un cúmulo de emociones lo embargaba. Después de 22 años de guerras y conflictos, volvía a Pamplona. A uno de los lugares donde había sido más feliz. El lugar de su fiesta.

Pero las sensaciones fueron contradictorias. Se podría afirmar que la fiesta era tan suya que ya no lo era. San Fermín había cambiado mucho y uno de los máximos responsables era él mismo, por la fama que su novela le había dado. Llegaban turistas de todas partes —sobre todo del mundo anglosajón— y cierto encanto se había perdido. La ciudad había crecido, había edificios por todas partes. En los encierros se apretaban multitudes: el viejo Hem comentó que, con esa cantidad de gente, jamás se habría atrevido a correr uno. Cuando un carterista le robó la billetera, sintió una profunda tristeza.

Solo volvería a la fiesta en 1959, en el marco de la gira por España durante la cual siguió la rivalidad entre los dos toreros más importantes del momento: Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez. Era un encargo de la revista Life, que publicó luego un extenso reportaje en tres entregas. El texto apareció como libro de manera póstuma, en 1985, con el título de El verano peligroso.

Cuando se suicidó, el 2 de julio de 1961, Hemingway tenía en su poder entradas para asistir a los toros en las fiestas de San Fermín que comenzarían cuatro días después.

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En septiembre de 1967, el ayuntamiento de Pamplona bautizó como Paseo de Hemingway a un camino peatonal y arbolado que bordea la plaza de toros de la ciudad. El 6 de julio del año siguiente se inauguró allí, junto al mismo paseo, una escultura de bronce del escritor. En la base de mármol se lee: “A Ernest Hemingway, Premio Nobel de Literatura, amigo de este pueblo y admirador de sus fiestas, que supo descubrir y propagar”.

El casi medio siglo transcurrido desde entonces incluye las ya mencionadas y parecidas dosis de amor y odio, agradecimiento y reproche. “Hemos pasado en pocos años de levantar un monumento en memoria del novelista Nobel a revisar su memoria con espíritu crítico y talante corrosivo”, señala el periodista José Miguel Iriberri en su libro Sanfermines a vuela siglo, que en 1998 reunió muchas de sus columnas aparecidas en el Diario de Navarra.

“Ayer lucía mucho sacar del álbum familiar postales sepias en las que Hemingway aparecía, al fondo, dos mesas más allá, en la terraza del Iruña, con su barba cana y gorra de béisbol”, sigue diciendo Iriberri. Según él, los pamploneses ahora “lamentan que hubiera caído por aquí en 1923 en lugar de haberse quedado en París, que también era una fiesta y un título y un pedazo de su vida turbulenta, creadora, intensa”.

“No estamos muy seguros de si Hemingway nos hizo un favor o una faena”, plantea por su parte el escritor Miguel Izu en su libro Sexo en Sanfermines y otros mitos festivos, de 2007. “Los pamploneses de hoy dudamos sobre si no nos hubiera ido mejor sin tanta resonancia internacional”.

Pamplona va y viene en las aguas de esa duda. Sin Hemingway, la ciudad y su fiesta no serían lo que son. ¿Serían mejores o peores? Quién sabe. Lo cierto es que la omnipresencia de Hemingway en Pamplona es insoslayable: en su estatua, en su paseo, en las tiendas y casas de comida que llevan su nombre, en la ruta Hemingway, juego de palabras patrocinado por la comunidad de Navarra y que señala cada lugar simbólico del paso del escritor por allí. Hasta el cartel oficial de la fiesta de 2014 incluyó su cara. Para bien y para mal, su fantasma sobrevuela y habita la ciudad. Y mucho más en estas fechas, cuando miles de guiris (como llaman en España a los turistas de países nórdicos y anglosajones), con The Sun Also Rises bajo el brazo, invaden sus calles y juegan a ser como él. Hasta podría ser que alguno de ellos, en el futuro, publique un puñado de libros geniales y de verdad más o menos se le acerque.

 

PD: La foto está tomada del libro Hemingway y los Sanfermines, de José María Iribarren (Editorial Gómez, Pamplona, 1970).

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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