El Parlamento Internacional de Escritores, que en su momento presidió Salman Rushdie –y luego Wole Soyinka y ahora Russel Banks– se propuso dar asilo y protección a escritores perseguidos mediante la instalación de Casas Refugio. Algunas, como la de la ciudad de México, tienen además excepcionales proyectos, pues sirven también a la comunidad como lugares de encuentro entre escritores, aprendices del oficio y simplemente la comunidad interesada en la literatura. Ese fue el espíritu con el que en 2003 abrimos la Casa del Escritor de Puebla. Sería un espacio para escritores perseguidos pero también un lugar único para la contigüidad con lo literario. A la inauguración asistió el entonces secretario de la organización, el francés Cristian Salmon, quien había sido secretario privado de Milan Kundera, el Premio Nobel africano Wole Soyinka y una escritora refugiada que daría testimonio de lo útil que había sido para ella la protección del Parlamento en épocas difíciles de su vida: Svetlana Alexievich.
Comparada con la exuberancia física y verbal de Soyinka, Alexiévich asombraba particularmente por su reserva. Era una mujer pequeña, pero de complexión fuerte, como una pieza de granito que aún no ha sido tallada. Hablaba quedo, pero sus frases en inglés eran precisas. Narró sus dificultades para publicar en su país antes de la perestroika y las prohibiciones de sus otros libros, particularmente después de su valiente denuncia de la catástrofe de Chernobyl. En preparación para esa visita yo había leído uno de sus libros en inglés —Los chicos de cinc, dedicado a la presencia soviética en Afganistán, pero desconocía los otros (después leería Voces de Chernobyl, el que había obligado a ese exilio temporal y más recientemente El fin del hombre rojo, publicado en francés y ganador del Premio Médicis en 2013). Luego, Svetlana, quien vivía refugiada en París, en un departamento de la red del Parlamento Internacional de Escritores nos habló de su método de trabajo y de cómo este tiempo fuera de territorios de la antigua Unión Soviética limitaba su trabajo de escritura que requería cientos de horas de entrevistas de campo. Lo que detalló me pareció fascinante, pues no se trataba solamente de periodismo de investigación, sino de literatura sin ficción, de novela sin un solo protagonista. En su trabajo eminentemente coral había una narradora, ciertamente, pero su papel consistía en dejar hablar, en que las voces de los sobrevivientes de la catástrofe estuvieran allí casi sin mediación (a veces entrevista hasta 700 personas para un libro). Una suerte de montaje cinematográfico –dijo entonces–, que a mí me pareció muy cercano al documental y pensé inmediatamente en el chileno Patricio Guzmán. Svetlana Alexievich, sin embargo, refirió sus inicios en la universidad, en Ucrania, estudiando periodismo y dijo algo sobre quien consideraba su maestro, Alés Adamóvich. El nombre me quedó allí, grabado, pero no lo leí hasta hace tres años cuando investigaba para La amante del ghetto. Me encontré con un libro suyo, en inglés, Kathyn. Una novela terrible con un niño polaco como protagonista. El método de Alexievich, es cierto, estaba allí ya. Adamóvich utilizaba elementos del archivo hasta antes clasificados y sobre todo recuentos y testimonios de las propias víctimas. La diferencia era que su discípula, Sevetlana misma, hacía las entrevistas.
Sería absurdo preguntarse –pero sé que muchos lo harán– si el periodismo es literatura. O mejor, qué es lo que hace que algunas formas de periodismo puedan ser consideradas literatura. No se trata solamente de los procedimientos periodísticos, sino de la capacidad de ver, por encima de la cotidianidad de lo actual la universalidad de la experiencia humana, en este caso de la tragedia.
Svetlana Alexievich ha trabajado con esa memoria de la catástrofe que significa estar vivos en medio de la tragedia, es cierto, pero también, particularmente en el último libro –el año pasado en la Feria de Frankfurt los libreros alemanes le dieron el Premio de la Paz quizá por esto– sobre las vidas de quienes vivieron dentro de la utopía soviética mientras sufrían el horror de sus errores. “No estábamos preparados para esto”, insiste ella, para el fin de ese tiempo de la Unión Soviética. “Estamos separados en distintos estados y hablamos distintas lenguas, pero todos somos hijos de esa utopía fracasada”. En su búsqueda por encontrar los sentimientos humanos en un género literario que no existía y que ella buscó afanosamente hasta encontrar una forma que lo contuviese (afirmaba desde su visita a Puebla que el arte había sido insuficiente para encontrar a ese ser humano más allá de la guerra, más allá del suicidio, más allá de Chernobyl).
Sin la muerte no puede entenderse la vida, ha pensado siempre Svetlana Alexievich y ha escrito ese único libro en los seis que ha publicado. El libro del dolor y el sufrimiento que significa estar vivos.