Para salir de la miseria intelectual

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H se presentó en la redacción de La Nación Dominical. Su aspecto era anodino e intrascendente y sus principales miserias, calcetines rotos y camisa manchada, las ocultaba tras unos modestos, pero limpios, zapatos de gamuza y una chamarra de cuero no tan arruinada. Pidió, con total seguridad, hablar con el director, un filósofo de reconocido prestigio que llevaba el suplemento con más pesar que vocación. La secretaria, que había desarrollado un ojo clínico para detectar a los lunáticos que, bajo el influjo de la marea alta o la luna llena, acosaban las oficinas del mejor suplemento cultural del puerto, le preguntó si tenía cita y, al descubrir que no, le dijo que no estaba, que se encontraba de viaje en Varsovia y que no volvería en siglos. Quizás milenios. Impertérrito, pidió hablar con la jefa de redacción, una novelista de fuste y hermosas piernas. Le dijo que estaba en Junta, con una jota enfática y mayúscula. Pidió con el secretario de redacción, un joven pasante de letras, más impetuoso que sabio. Le contestó que estaba reunido justamente con la jefa de la ídem y que no saldrían nunca de esa reunión. Dejó un sobre encima de su escritorio y se marchó farfullando insultos en román paladino. Escrito a mano, con impecable caligrafía decimonónica, el sobre decía: “Señores míos, les dejo el primer capítulo de mi novela inédita e inacabada. En proceso de escritura. Si lo publican, estoy cierto que podrán salir de la miseria moral e intelectual en que vegetan. Suyo, H.”

Rubén, el joven secretario de redacción, tuvo el encargo de echarle un ojo antes de echar el texto a la basura, donde literalmente acaban las colaboraciones no solicitadas. La orden del filósofo era tajante, de un nihilista coherente: no quiero que almacenen nada que no vayamos a publicar. Su intención era leerlo sobre las rodillas en el bar Niza, donde se emborrachaba con sus amigos de la universidad, de tarde en tarde. Lo que en plan de burla llamaba echarle una “miradita editorial”. Rubén era una especie de líder en la sombra de su generación, el único que hacía algo relacionado con su carrera. Pero era un líder culposo: no se sentía merecedor de los favores de la diosa fortuna (y quizás tenía razón), y procuraba ver a sus amigos como si él también fuera un fracasado, prestarles dinero como si ganara una fortuna —y no la miseria que La Nación pagaba a su equipo de cultura, del que ocupaba el peldaño más bajo del escalafón— e invitarles las tostadas de jaiba y ceviche y la cerveza que desaparecía a litros y docenas en las felices tardes del Niza. Les leyó la nota del sobre a sus amigos y, por consenso de la mesa, el inédito se fue, debidamente hecho añicos, al cesto, entre botellas vacías de cerveza y servilletas sucias con restos de salsa roja muy picante, a dormir el sueño de los justos en los depósitos de desperdicios del bar: conchas trozadas de jaiba, cáscaras de camarón mordisqueadas e inéditos del Dominical acompañarían su limbo.

En la redacción del Puerto Libre, H sí logró ver al director, un novelista entrado en canas, con más premios que buena prosa. Un autor mediático, decían sus enemigos del café La Perla del Malecón mientras él los ignoraba con la certeza de que, esa misma tarde, hablaría por televisión del sincretismo, las tensiones en la frontera o el cambio climático. H simplemente se presentó ante su despacho y la secretaria lo dejó pasar sin más trámites. Le dio el sobre, con mano firme y sin desviar la mirada, y una vez que comprobó que había leído su nota manuscrita, sospechosamente idéntica a la anterior, se fue sin decir ni mu. Naturalmente el director tiró el sobre al tacho y pidió otro café. Y le dijo a su secretaria —una mulata de lindas caderas bamboleantes y sonrisa congelada—, por segunda vez en la semana, que no dejara pasar a su despacho a ningún desconocido.

En Hoy Cultural, H dejó el tercer sobre en manos de una redactora adjunta del suplemento, que accedió a bajar a recogerlo a la recepción del diario, ante la negativa de H de irse sin ver a alguien. Y le dijo: “Señor mío, le dejo el primer capítulo de mi novela inédita e inacabada. En proceso de escritura. Si lo publica, estoy cierto que podrá salir de la miseria moral e intelectual en que vegeta.” Laura, feminista impenitente, quedó fascinada con el personaje, que la trató como si fuera un hombre, y se llevó el manuscrito a su casa. Quería leerlo sin el ruido de fondo de los teléfonos y de las carcajadas bobas de su jefe, que se reía sin parar mientras corregía los textos que se publicarían el domingo. Incapaz de escribir nada, ágrafo sin genio, liberaba su trauma creativo mediante la risa descontrolada ante el trabajo ajeno.

El texto era breve, por suerte, pero perturbador. Laura lo leyó de una estocada. ¿Cómo podía saber H que lo leería en casa, que le molestaban los teléfonos y la risa de su jefe? Con miedo creciente, descubrió que leía el mismo texto que ahora tú, lector, terminas. Inacabado como está y que nunca, claro, se publicará. Puro pasto de blog.

– Ricardo Cayuela Gally

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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