Pasados ajenos: CanciĆ³n de cuna para cerditos, circa 1952, o sobre lo intraducible

En esta segunda entrega de textos a partir de los videos de la colecciĆ³n Prelinger, una visita a una familia texana y su granja.Ā 
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No tomes muy en serio

lo que te dice la memoria.

JosƩ Emilio Pacheco

La memoria es la mĆ”s desobediente de las afinidades. Uno cree recordar algo. Uno se empeƱa. Pero persiste la duda. A la mente le gusta el engaƱo y uno se percata dĆ©cadas mĆ”s tarde de que el recuerdo no era real, fue inventado, una escena reconstruida a partir de una fotografĆ­a, de una pelĆ­cula. La memoria nos ha mentido de nuevo. Comprobamos, una vez mĆ”s, que los eventos del pasado se fijan en la mente a partir de las asociaciones mĆ”s caprichosas. Empiezo a creer que para aquellos que hemos sido fotografiados y grabados desde nuestro nacimiento resulta imposible albergar recuerdos en estado puro. La nostalgia de nuestros bisabuelos se fundaba en historias relatadas, narraciones asociadas a la enunciaciĆ³n; en cambio, nosotros evocamos el pasado, las mĆ”s de las veces, a travĆ©s de imĆ”genes. Esta reminiscencia visual de nuestro pasado es mĆ”s un apĆ©ndice de la realidad vivida que su continuaciĆ³n. Ya sean escenas fijadas en fotografĆ­as o plasmadas en imĆ”genes en movimiento, uno cree falsamente que en la celulosa, en los pixeles, se aloja lo que hemos sido. Sin embargo, es imposible que un artefacto capte la variedad infinita de sensaciones que la vida vivida yuxtapone. Podremos captar a una mujer que estrena atuendo nuevo, pero es imposible plasmar en esa misma imagen la sensaciĆ³n del sol pegĆ”ndole en la piel, en esa maƱana exacta, sobre esas escaleras especĆ­ficas. El problema de todo registro del pasado es que una imagen jamĆ”s equivaldrĆ” a un recuerdo tĆ”ctil. 

Pareciera que una pelĆ­cula resulta mĆ”s cercana a la experiencia vivida por el hecho de ser imagen en movimiento; por tener sonido, cuando lo hay. Pero no, en una pelĆ­cula persiste la bidimensionalidad de toda imagen. Aun cuando aparente una profundidad espacial, la realidad es que, el objeto en sĆ­ –la pelĆ­cula–, no la posee. Hemos quedado tan embelesados con el invento de la cĆ”mara que nos percatamos poco de sus limitaciones. Es apabullante darse cuenta de todo aquello que le resulta imposible captar a una cĆ”mara. El universo excluido de la pelĆ­cula es la inmensidad de la experiencia que se pierde. Parecen nimias, estas pĆ©rdidas. Tan simples como el escozor de un saco de lana reciĆ©n adquirido aunado a la incomodidad de escuchar el susurro entre dientes de la abuela que nos dice que nos paremos derechos, que sonriamos, que nos acomodemos bien las solapas. Ninguna pelĆ­cula captarĆ” la rugosidad inaudita de la lengua de un becerro, ese mecanismo carnoso cuya aspereza atraviesa incluso la mezclilla, y nos obliga a preguntarnos cĆ³mo es que las ubres tan tersas de las vacas aguantan la insistencia de esa lengua lija sobre los pezones hartos. Entonces uno piensa en el sacrifico de las madres que lloran sus llantos y sus sufrimientos, pero se los aguantan porque se trata de un hijo; al fin, que por algo la naturaleza les ha dado varios pezones: para que sanen unos mientras los otros se agrietan, y entonces la llaga y la cura se tomen turnos. Todo ello, por supuesto, no cabe en una pelĆ­cula.

Tampoco cabe la certeza de que, mientras una mujer pasea entre gallinas, al otro lado del mundo se lleva a cabo una guerra, la Guerra de Corea, que cuando termine, el aƱo entrante, habrĆ” ocasionado la muerte de 2.5 millones de personas. En una pelĆ­cula no cabe el futuro de un niƱo que juega con sus carritos de juguete sobre el pavimento, ni todas las guerras que el paĆ­s de ese mismo niƱo, que hoy podrĆ­a tener unos setenta aƱos, habrĆ” de emprender durante el lapso de su vida: la Guerra de Vietnam, la invasiĆ³n a la BahĆ­a de Cochinos en Cuba, la invasiĆ³n a Granada en 1983, la de PanamĆ” en el 89, la Guerra del Golfo, la intervenciĆ³n en Bosnia y Herzegovina, las invasiones de Irak y AfganistĆ”n. Esas son las guerras futuras que podrĆ­a vivir, directa o indirectamente, ese mismo chiquillo inocuo que ahora pasea entre los becerros, con el pasto picĆ”ndole las pantorrillas, las ortigas aferrĆ”ndose a los calcetines, los tirantes apretĆ”ndole los hombros. Pero en las pelĆ­culas no cabe el futuro. Menos la vida experimentada como intercalaciĆ³n de sensaciones, como cuando el calor abruma y al accionar la bomba de un pozo de agua salpican algunas gotas que cortan la modorra, y el olor de la tierra hĆŗmeda hecha charco se mete por la nariz, volviĆ©ndose contundente el contraste entre sol y frĆ­o: un equilibrio tan perfecto como el que se siente al colgar la ropa hĆŗmeda a secar en una tarde de sol quemante. Una pelĆ­cula sĆ³lo podrĆ” sugerir el cacareo de los pollos a la par del vendaval de sus plumas, las pocas ganas de tocar una gallina, el nerviosismo de la mujer que no quiere salir en la toma. Pero una pelĆ­cula no podrĆ” relatar la agrura que se siente en los labios tras fumar un cigarro enrollado a mano, ni la textura lisa de las hojas de tabaco que se presumen sin plaga, ni la acidez de la banda de sudor pegajoso que se forma en la frontera del sombrero y la frente.

Se trata de un problema de traducciĆ³n. Es el caso tĆ­pico donde la lengua de llegada no tiene las palabras necesarias para expresar aquello que se dijo en la lengua de partida. Como el verbo estrenar, que no existe en inglĆ©s, a pesar de que lo que hace el muchacho de la imagen mĆ³vil es eso mismo: estrena un saco nuevo. Su madre igual, estrena su atuendo rosa ante la contemplaciĆ³n pausada del esposo que empuƱa la cĆ”mara. En inglĆ©s no podrĆ” decir que estrena nada. TendrĆ” que decir que lo estĆ” “usando por primera vez”: cuatro palabras en lugar de una. De la misma forma, es imposible traducir plenamente a lenguaje-pelĆ­cula los matices multisensoriales de la experiencia vivida. Nada hemos inventado aĆŗn –ningĆŗn artefacto, ningĆŗn mecanismo– que logre plasmar los cinco sentidos que involucran a toda experiencia, a la par de los pensamientos entrelazados que cruzan la mente mientras se vive. Son lenguajes ajenos el de la imagen y la memoria. Basta, para comprobarlo, con afirmar que jamĆ”s una imagen, incluso una en movimiento, podrĆ” captar el picor de la hierba donde se tiende un cerdito para que le acaricien la panza, ni el calor de su piel que es a la vez pelaje hirsuto y suavidad, ni el olor acre de su orina abandonada a unos pasos, ni el sabor de la polvareda en el fondo de la boca mientras se le arrulla, ni mucho menos la textura de la canciĆ³n de cuna que ese cerdito necesita escuchar para poder dormir.

 

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