Nunca sabemos muy bien por qué mirar al pasado, peor al pasado de otros. Somos voyeuristas de la condición humana, de esos que disfrutan de esta especie de viaje en el tiempo que es mirar videos de archivos de otros, esa representación falsa que no sé si sirva para algo más que eternizar miedos. Somos los voyeuristas sádicos. Porque una niña que salta cerca de su coche, con vestido blanco, que gatea en el césped de verde Disney, es una niña que debería crecer. Y no sabemos nada de ella. Entonces imaginamos su suerte. Una niña así, nacida en los años cuarenta, salida del glamour publicitario y natural ideado por tipos como Don Draper que no dejan de fumar ni para ducharse, va a ser la mujer que se liberaría dos décadas después. Está en San Francisco, así que de seguro en algún momento iría a City Lights Bookstore y estrecharía la mano de Ferlinghetti, y antes habría leído con sumo interés la información que saldría en los diarios sobre el juicio que le siguieron, por obsceno, al publicar el “Howl”, de Ginsberg. Luego se vestiría con flores y bebería el terrón de azúcar derretido, que se había hundido antes en LSD. Iría a conciertos de The Grateful Dead y lucharía entre tantas groupies para acostarse con Jerry García (¿Se puede pensar de esa forma de una niña sobre el césped?).
De seguro que la madre, esa señora cubierta hasta con peinado y lentes, rezaría todas las noches porque su hija entrara en razón. Porque Dios debe escuchar a las madres desesperadas. Y quizás pase algo que le ayude a cambiar las cosas y ella en el fondo se echaría la culpa porque ella sostuvo (sostiene, el pasado de alguien es presente de otros por obra y gracia de los archivos) a la pequeña rubia para que diera pasos con más seguridad. Sería su culpa, un hijo siempre va a ser la culpa de una madre así. ¿De qué tipo? De las que entendemos vivían en ese momento como monumentos de hogar. Madre frígida, para jugar al prejuicio. Y así se rompe un encanto que quizás se rompió antes, si es que esa familia lo atestiguó: porque nada sería lo mismo para esa gente feliz desde que vio por televisión esa bala extraña que le destrozó el cráneo a JFK. Entonces, ese sueño de prosperidad congelada en el tiempo, por obra y gracia de una cámara que el padre ha comprado, se debería esfumar pronto. El padre tiene el dinero suficiente para esa tecnología y por ende nos ha dejado un recuerdo personal que significa múltiples cosas para quienes vemos eso casi 80 años más tarde. ¿Habrán vivido mucho después de eso? Quizás un par de semanas después, en un viaje familiar, el padre no habría revisado las llantas y una de ellas perdería aire y controlar el auto no sería posible y ellos darían vueltas de campana hasta que no quedara nada más que cuerpos entre metales. Y llantos de la niña y su hermano, el niño de tirantes, de pantalones cortos y con un palo en la mano. Finalmente, nadie saldría de un escenario así.
O quizás el horror se hace mayor cuando ves al niño mover el cochecito de su hermana e intuyes que conforme pasen los años él crecería con un resentimiento tan grande que no querría saber nada de ella, porque para él –que es el vivo reflejo de su padre, onmipresente – una mujer no puede comportarse como su hermana se comportaría. Y no le disculparía a nadie tener una hermana hippie. Porque no habría sentido en tolerar a los hippies. Un niño con tirantes siempre va a ser un niño con tirantes. O todo se llena de más sangre porque el padre moriría por fumar en exceso y la madre se quedaría sola. El hijo habría decidido cuidarla y hacerse cargo de ella y la hija menor preferiría viajar por el mundo para sentir que había algo más que el verde del césped del parque. O quizás leería mucho a Kerouac y se cansaría y gatearía con más determinación en otro continente. O al final explotaría el gas en casa y toda la explosión consumiría sus vidas, menos las cintas en el garage. O el gas tendría una fuga y todos lo respirarían hasta dejar de hacerlo, o solo se harían viejos y continuarían siendo orgullosos norteamericanos, el hijo iría a Vietnam como sargento y regresaría sin una pierna y los padres lo cuidarían con placer y envejecerían, tendrían muchos dolores y morirían. Y la niña tendría el pelo blanco y se movería en una mecedora, sin saber nada de su hermano y de este ejercicio terrorífico de imaginarnos su existencia al ver un video casero que su padre hizo y que ella no recuerda. Si alguna vez vio este video, no importa: no son más que memorias.