Paseo por Roma con Henry James

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"Vestía muselina blanca, con cientos de adornos y volantes, y lazos de cintas de colores pálidos. Llevaba la cabeza descubierta y mecía en su mano una gran sombrilla, con una ancha puntilla de encaje". Así luce la protagonista de Daisy Miller, el espléndido relato extenso de Henry James, la primera vez que la ve Winterbourne, en Vevey, un pueblecito donde veranean adinerados estadounidenses. "Sus ojos eran maravillosamente bellos y, en efecto, Winterbourne no había visto jamás nada más hermoso". Tras conocerse en Suiza, Winterbourne y la jovencísima Daisy se encuentran en Roma, y es en esta ciudad donde se despejará la incógnita planteada desde el inicio: ¿será él víctima del amor, o lo será ella de las convenciones sociales? ¿Es Daisy una fresca o, simplemente, una neoyorquina que quiere ser libre y no ceder ante los rígidos códigos europeos?
     Paseo por Roma viendo ojos femeninos: las italianas no me parecen más guapas que las españolas, pero sus ojos, a menudo verdes o azules, resultan espectaculares. James no habla del color de los ojos de su heroína, sino de su mirada, directa e impávida, y de la mirada de las romanas yo no puedo decir mucho: bien porque sean más tímidas que la estadounidense, bien porque no encuentren en mí el interés que Daisy pudiera hallar en Winterbourne, el caso es que rehuyen rápidamente la mía. Veo, pues, multitud de pares de ojos tan bellos como los de Daisy, fueren del color que fueren, pero no su mirada.
     Henry James (Nueva York 1843-Londres 1916) heredó del padre culto y excéntrico, además de otras cosas, su pasión europea. Entre 1855 y 1860 estudió en Suiza, Alemania y Francia, y los contrastes entre Europa y Estados Unidos nutrieron su obra. Como James, Winterbourne pertenece a dos mundos y a ninguno. Trasplantado a la vieja Europa, apartado de su país, el joven de 27 años no sabe leer en una compatriota. Para él, ella es una extranjera y una paisana a la vez. Llevada a las tablas en 1883, Daisy Miller reportó a su autor, incansable trabajador casi religiosamente entregado a su arte, el primero de sus fracasos teatrales. Quizá haya una explicación lógica; quizá la ironía, el humor, la penetración psicológica presentes en Daisy Miller no basten para el teatro; quizá a éste le siente mejor una mayor fuerza dramática, aunque sea más basta, que la delicada melancolía de este relato.
     También Retrato de una dama transcurre en gran parte en Roma. Pero no es el retrato de una dama el que yo busco, sino el de un Papa. Nada de lo sobre-natural, que con frecuencia atrajera al autor de Otra vuelta de tuerca, hay en Daisy Miller. Todo es verdadero. ¿Demasiado verdadero?, me pregunto, mientras observo el famoso retrato velazqueño de Inocencio x. La joven ha estado contemplándolo en compañía de Giovanelli, el italiano que quizá la haya seducido. Sospecho —Henry James no lo dice explícitamente— que saber de esa visita aumenta el desconcierto de Winterbourne. Porque cuando él la había acompañado al castillo suizo de Chillon, ella estaba interesada no en su historia, sino en que la miraran; no en mirar, sino en ser mirada. Pienso, mientras leo, que Daisy Miller parece una frívola, una encantadora cabecita hueca, de ese tipo peligroso que gusta cuando no se la consigue, y aburre una vez conseguida; de ese tipo que sufre y hace sufrir. En el Palazzo Doria Pamphilj hay cuadros de Tiziano, de Caravaggio, de Claudio de Lorena, desordenadamente expuestos y mal iluminados. Si no fuera por el de Velázquez, la visita, me temo, no valdría la pena, al menos en una ciudad donde hay tantos otros lugares que visitar. Miro el cuadro, y tengo la impresión de que es Inocencio x el que me está mirando a mí. Y abandono la galería con la intención de dar un paseo por los jardines del Pincio, entre árboles y bustos de mármol.
     Los jardines del Pincio, una prolongación de Villa Borghese, están sobre la plaza del Popolo, cerca de la de España, y de la casa de Goethe, de la de Keats y Shelley, y del salón de té Babbington, que frecuentaban los ingleses de buena familia. Desde ellos se puede disfrutar de una de esas maravillosas vistas en las que Roma, ciudad de colinas, es tan pródiga. Por allí pasea Daisy con Giovanelli y con Winterbourne, que no quiere dejarla sola con el italiano, por allí iban los ociosos y los enamorados, por allí han seguido buscando refugio los novios: en El terror de Roma, uno de los Cuentos romanos de Moravia, un par de delincuentes atracan a una de esas parejas que van al Pincio a meterse mano. Allí, a la vista de todo el mundo, Daisy, que coquetea, que se sienta en rincones con misteriosos italianos, que baila toda una velada con la misma pareja, que recibe visitas a las once de la noche sin su madre presente, pierde definitivamente su reputación. Desde la plaza de Napoleón I, con el obelisco y el hormigueo de la plaza del Popolo debajo, la cúpula de San Pedro se destaca contra el sol poniente y un cielo blancuzco, lechoso. Cerca de mí, una chica humilde, con unos vaqueros muy apretados y una rosa en la mano, ocupa un banco con su novio. Nadie pensará mal de ella. El dolor no ha sido extirpado de la tierra, pero las costumbres han cambiado.
     James escribió en Venecia, al borde de Gran Canal, Los papeles de Aspern. Hacia allí marcho yo, turista que nunca ha pretendido disfrazarse de viajero. Desde la Academia de España, la mejor manera —o al menos la más barata— de ir a la estación de Termini es tomar el 75, que tiene la ventaja añadida de hacer un recorrido de imperial belleza. El autobús cruza el Tíber por Porta Portese y llega hasta la plaza Ostiense, donde se alza esa extravagancia que es la pirámide de Cayo Cestio. Después, sube por el Viale Aventino, y a nuestros ojos se ofrece en toda su largura la extensión verde del Circo Máximo. A continuación deja a la izquierda el Palatino, donde la unión del palacio de los Césares, la primavera y Daisy hace que Roma jamás hubiera parecido tan hermosa a Winterbourne. Y tampoco la joven, aunque, con su sutileza habitual, James añade que "ésta era una sensación que siempre había tenido, cuando la había visto". Una manera limpia y clara de expresar el amor. Pero lo mejor del recorrido del 75 llega, tras el arco de Constantino, al rodear en sus tres cuartas partes el Coliseo. Inevitablemente, los semáforos hacen que el autobús se detenga ante alguno de los frentes del enorme circo, quizá, con el Panteón, el resto romano más impresionante de una ciudad rica en restos romanos impresionantes. El autobús se para, pues, y, como de costumbre, la mole iluminada me hipnotiza. En 1878, fecha en que se publicó Daisy Miller, el Coliseo estaba siempre abierto y se podía visitar por la noche, cuando la luz de la luna era la única que le daba brillo y misterio. Regresando de una cena en la colina de Celio, Winterbourne entra en el Coliseo, que era entonces "un nido de malaria". Allí, al toparse inopinadamente con la joven y el italiano, cree entender por fin. Cuando el 75 arranca y, tras flanquear el Foro, sigue su recorrido hacia Termini, tengo la sensación de que dejo atrás no sólo el Coliseo, sino también a la muchacha. Y entonces comprendo que aunque las romanas me mirasen directa e impávidamente, nunca vería en sus ojos la mirada de Daisy.
     Porque para ello mis ojos deberían ser los de Winterbourne. ~

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