Paul Elmer More

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Nadie menos estadounidense que él, decían los amigos y los adversarios de Paul Elmer More, al destacar sus características como teólogo, crítico literario y publicista político. Escribió, entre 1904 y 1936, una colección de ensayos y artículos en quince tomos The Shelburne y The New Shelburne Essays, comparada a las Causeries du lundi, de Sainte–Beuve. Socio de Irving Babbitt en la difusión del neohumanismo, no fue un académico sino un crítico literario independiente, pluma conocida en The New Republic, The Independent, The Evening Post o en The Nation, de la cual fue editor entre 1909–1914. Pero a diferencia de Babbitt, que lo consideraba, entre burlas y veras, “un jesuita disfrazado”, no albergaba More mayor o menor escepticismo ante la religión cristiana, de la cual fue apologista. No encontraba consuelo en el Buda, aunque conoció a Babbitt camino de Cambridge donde estudiaron juntos el sánscrito y el canon pali.

Lector de los románticos alemanes, More, anglicano reconocido como el teólogo más importante de su tiempo en cualquiera de las confesiones cristianas de los Estados Unidos, pensaba que sólo en el espíritu puritano, en Nathaniel Hawthorne, había podido cocinarse la fuerte personalidad religiosa que él exaltaba. Sin cultivar las paradojas de Chesternon, More, un prosista desfavorecido por un estilo retacado y plúmbeo, demostraba en sus tratados que la encarnación de Cristo solucionaba por completo, y de acuerdo a la razón, el problema del mal. Autor de The Greek Tradition (1921–1931), More fue una autoridad en el mundo helenístico y un formidable abogado en la causa de la continuidad entre Platón y el cristianismo.

Como publicista político, More (1864–1937), apoyado en Burke y en el cardenal Newman, conserva su prestigio entre los conservadores de los Estados Unidos, en tanto que, como lo ha llamado Russell Kirk, “un conservador de la civilización”, dotado, además, de méritos como educador. Menos cauto que el aristotélico Babbitt, el neoplatónico More afirmó que es la propiedad, un derecho sagrado, lo que distingue al hombre de las bestias. Aborrecía a John Dewey y a los pragmatistas, a quienes culpaba del neoterismo, la ansiedad irrefrenable por las novedades de todo tipo, que infestaba su tiempo, al que creyó más propenso que otros a la improvisación aventurera. Aunque More decía que ser conservador requiere de una enorme imaginación, el mundo moderno ya hubiese desaparecido de cumplirse las calamidades a las cuales, según él, lo exponía el liberalismo. Tampoco es muy fiable la idea, frecuente en More y en otros pensadores de su escuela, de que una aristocracia platónica, la cual nunca se nos describe con detalle y cuya aparición jamás se ha producido, sería suficiente para gobernar correctamente el universo.

La variedad de sus intereses y la paciencia empleada en defender autores que le eran intelectualmente ajenos, se destaca en la vasta obra de More como crítico literario, según nos dice René Wellek. En los Shelburne Essays, More se compromete por Rabelais, lord Chesterfield y Sterne. Lo irrita el lírico Shelley, más que Rousseau, como corruptor de los modernos. Sentía debilidad por Byron, a quien otros críticos conservadores, pero más fanáticos, condenarían por demoníaco. Adoraba a Keats, lo menos moderno que puede ser un romántico. Fue More un heredero de Shaftesbury y de Matthew Arnold: del primero tomó la defensa entusiasta del oficio del crítico y del segundo muchas cosas, entre ellas la antipática presunción de que a la lengua inglesa le había faltado una academia como la francesa, que hubiera evitado barbarismos y despropósitos como los cometidos por Shakespeare.

Las páginas más ligeras de More son las dedicadas al elogio de la crítica y a la denuncia de quienes la vituperan. Reune los calificativos adversos que se han formulado inmemorialmente contra los críticos y sin ningún rencor explica que la falta de “originalidad creativa” de la cual se nos acusa es una imperativa necesidad profesional. “Criticism” (1910), su deontología, fue expuesta a título de conferencia, ante el club de damas de San Louis Missouri. Sería impensable que un siglo después fuera apreciada la complejidad neoplatónica de More por un grupo similar de lectores.

Para More, el crítico es un aventurero que se adentra en los continentes más lejanos y navega por oceános procelosos. Se le viene a la cabeza, como ejemplo, la imagen de Núñez de Balboa en el Darién. Pero también advierte que para algunos autores el crítico bien puede convertirse en una creatura horrorosa y sonámbula que aparece fatalmente a la vera de un camino desolado.

En The Triple Thinkers (1938), Edmund Wilson retrató desfavorablemente a More, a quien visitó en Princeton acompañado de Christian Gauss, el deán de la universidad. Aunque More le pareció a Wilson más un ejecutivo que un teólogo, desdeñó el clima parroquial en que vivía, atendido por una hermana solterona o viuda, vestida de negro. Gauss le preguntó a More sobre el mitraísmo mientras Wilson lamentaba el pesado ambiente de una universidad todavía dominada por los puritanos y compuesta por estudiantes anonadados por las disputas teológicas entre los infralapsarios y los supralapsarios. More, para el cosmopolita y radical Wilson, era una antigüalla consagrada al mundo muerto de los clásicos.

H.L. Mencken, que detestaba, como ateo, a los neohumanistas y como libertario, a los conservadores, también hizo su boceto de More en un artículo de 1922, tenido entonces por muy grosero y que hoy causa ternura. Mencken se imaginó a los godos y a los hunos batallando salvajemente a las puertas del despacho de More, arrojándole gatos muertos y tratados contra la predestinación sin que el más genuino de los profesores de literatura distraje su atención del elogio de la teología puritana que redactaba.

(publicado previamente en el suplemento El ángel de Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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