En el principio fue Miguel de Unamuno. En torno al casticismo, los ensayos publicados por el de Bilbao en 1895 y como libro en 1902, no en balde fueron traducidos al francés como L´essence de l´Espagne. Expresaban una conciencia del “nimbo colectivo” donde yace, actuante y dinámica, la “subconciencia” del pueblo que el filósofo no quería regalarle a los tradicionalistas. El temperamento paradójico y agonístico de Unamuno lo llevó más lejos y profundizó, poco después, en una profesión de fe antieuropeísta en donde, tras confesarse, revisa su doctrina previa y le da otra solución al problema:
Vuelvo a mi mismo al cabo de los años, después de haber peregrinado por diversos campos de la moderna cultura europea y me preguntó a solas con mi conciencia: “¿Soy europeo? ¿Soy moderno” Y me conciencia me responde: “No, no eres europeo, eso que se llama ser europeo; no; no eres moderno, eso que se llama ser moderno” Y vuelvo a preguntarme: “Y eso no de sentirte ni europeo ni moderno, ¿arranca acaso de ser tu español? ¿Somos los españoles, en el fondo, irreductibles a la europeización y a la modernización? Y en caso de serlo, ¿no tenemos salvación? ¿No hay otra vida que la vida moderna y europea? ¿No hay otra cultura o como quiera llamársela?
Unamuno urge, patético, a que Europa misma se aleje de los caminos de la ciencia pues el viejo continente debería no sólo “españolizarse” sino “africanizarse a la antigua” pues africanos fueron, dice, Tertuliano y San Agustín. El filósofo se ha resentido del dicho que acusa a los españoles (o que acusaba, más bien, a Unamuno) de “rellenar con retórica los vacíos de la lógica” y responde con lo que, pareciendo sólo una salida de tono y una reducción al absurdo, es la materia misma, loca, de su doctrina: “Condenados como estamos a la España negra, si africanos nos consideran, africanos seremos entonces”, parece que nos dijera Unamuno, variando con sorna, la frase, a tantos atribuida de que “África comienza en los Pirineos.”
El laberinto de la soledad (1950) fue la respuesta a cómo ser o cómo no ser europeo y moderno tal cual Paz se lo preguntó; como se lo habían hecho todos quienes se preguntaron por el verdadero enigma: el enigma de Occidente. Y su respuesta sólo terminará de plasmarse en Posdata (1969),tras los acontecimientos de 1968 y si se me apura, creo que la respuesta completa, final, sólo llegará con Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1981).
Pero Paz se pone en posición, desde 1950, de responder a la interrogante de Unamuno. Toma de él la idea de que la “tradición eterna” ha de buscarse vivificando el pasado, tomándose a la historia como un exámen de conciencia. Ese distanciamiento queda opacado por el entusiasmo que a Paz le produce la Revolución Mexicana. La enorme diferencia intrahistórica, para decirlo en términos de Unamuno, entre la amargura socarrona del español en 1905 y la ansiedad optimista de Paz cincuenta años después, está basada casi íntegramente en ese mito positivo y regenerador como no lo tuvo, por mucho rato, ningún país iberoamericano. Tras la pérdida de Cuba en 1898, Unamuno predicaba su “africanización” con las manos vacías: ningún remedio ni paliativo podía ofrecer España que no fueran los consuelos espirituales de otra filosofía de la religión. En cambio, a Paz, como a todos aquellos que creían en las revoluciones, la curación del enfermo le parecía posible. La historia, además, se cura con historia: la Revolución sobrecargaba a México de sí mismo y no es extraño que haya sido un poeta republicano español, José Moreno Villa, uno de los primeros en destacar la dinámica presencia del pasado en el presente. En una página de la Cornucopia de México (1940) sin cual El laberinto no hubiera sido escrito de esa manera, le pregunta Moreno Villa a un interlocutor retórico: “¿No has leído historia de México?” y se contesta: “Para escribir este libro, no. Además la historia de México está en pie. Aquí no ha muerto nadie, a pesar de los asesinatos y los fusilamientos. Están vivos Cuauhtémoc, Cortés, Maximiliano, don Porfirio y todos los conquistadores. Esto es lo original de México. Todo el pasado es actualidad. No ha pasado el pasado.”
Vivida como una revelación solar, esa “súbita inmensión de México en su propio ser”, la Revolución Mexicana tuvo en elEl laberinto su gran justificación mito-poética. Dijo Paz en un párrafo similar al de Moreno Villa: “Villa cabalga todavía en el norte, en canciones y corridos; Zapata muere en cada feria popular; Madero se asoma a los balcones agitando la bandera nacional; Carranza y Obregón viajan aún en esos trenes revolucionarios, en un ir y venir por todo el país, alborotando los gallineros femeninos y arrancando a los jóvenes de la casa paterna. Todos los siguen: ¿a dónde? Nadie lo sabe. Es la Revolución, la palabra mágica, la palabra que va a cambiarlo todo y que nos va a dar una alegría inmensa y una muerte rápida. Por la Revolución, el pueblo mexicano se adentra en sí mismo, en su pasado y en su sustancia, para extraer de su intimidad, de su entraña, su filiación.”
Pese al enorme esfuerzo de interpretación de la Conquista, la Independencia y la Reforma, todo está concebido para situarlas como los prolégomenos de esa revolución casi astrónomica, la de 1910. Pese a todo soy europeo y moderno, parece responderle Octavio Paz a Miguel de Unamuno, con una convicción que acaso el viejo vasco extrañó al morir, en 1936, rodeado de los demonios que él había había convocado. “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”, dirá, a manera de respuesta a los agónicos y a los africanos, la frase más célebre de El laberinto de la soledad.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile