Conocí Dresde por primera vez en 1992, a mediados de febrero, el punto álgido del invierno. Para entonces había visitado lugares de Berlín oriental donde el impacto de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial eran palpables y abundantes, como el Scheunenviertel, celebérrimo y prostibulario “barrio de los graneros” de la época de la República de Weimar, antaño enclave semiclandestino de los judíos orientales en Alemania que tan bien captó en sus crónicas Joseph Roth. En innumerables fachadas, muros, traspatios y callejones de aquel cuadrante, donde estuvo la sala a la que Franz Kafka acudió por primera vez al cine, se apreciaban los orificios producidos por la metralla, algunos del tamaño de un ventanal, que cimbraban a los visitantes, sobre todo a los alemanes occidentales, pues daban cuenta de una época en apariencia superada y resarcida, pero capaz aún de estremecer la memoria profunda de un país que iniciaba su reunificación.
En Dresde la memoria de la catástrofe era mucho más vivaz, no estaba escondida en sitios pocos céntricos o marginales. Las ruinas de la Frauenkirche, iglesia emblemática de la capital sajona, eran evidencia de que en la República Democrática Alemana se habían ajustado cuentas con el pasado de una forma muy distinta a la llevada a cabo en Occidente. No se había rehabilitado la Iglesia de Nuestra Señora por el hecho de que se le vinculara al burgués pasado luterano o al majestuoso periodo barroco que Canaletto tan bien captó en un cuadro notable y conocido, sino porque el régimen declaró que ese montón de escombros en el centro de Dresde debían permanecer así como un monumento en contra de la guerra. Cavilaba todo esto mientras veía la prodigiosa colección de cuadros de Rubens que guarda la Sempergalerie, uno de los recintos museográficos más prestigiosos no solo de Dresde, sino de todos los países que, por aquellos tiempos, aún denominábamos “del campo socialista”. Por un lado, se preservaban los restos del propio holocausto como muestra de un espíritu pacifista y a guisa de recordatorio contra una posible barbarie masiva —contra la pesadilla de la destrucción nuclear, muy recurrente a lo largo de la Guerra Fría— y, por otro, se mantenían joyas artísticas de valor universal dando testimonio de un aliento civilizatorio muy distinguido.
Tomando en cuenta su pasado cultural y su coherente actitud cívica ante la historia, resulta muy desconcertante saber que Dresde se ha convertido en punto de reunión de uno de los movimientos xenófobos más radicales en Alemania desde el fin de la Segunda Guerra, el que agrupa a los Patriotas de Europa contra la islamización de Occidente, conocido por sus siglas alemanas, PEGIDA (Patrioten Europas gegen die Islamisierung des Abendlandes). Sorprende que allí se colectivice el odio racial como consigna política ― pese a la desaprobación de las autoridades locales, que han consentido las marchas en aras de la libertad de expresión—, pues a Dresde apenas llega a un 5% de población de origen extranjero, entre la que se cuentan un número limitado de musulmanes. Conocida entre los habitantes de la República Federal como “Provinzresidenzstadt” —vale decir, como ciudad residencial de provincia— Dresde de cierta manera se convirtió, después de la Reunificación, en una urbe alternativa a la capital del país. Por ello es común encontrar, entre las pancartas de los manifestantes PEGIDA, consignas como “¡No queremos vivir como en Berlín!” (Wir wollen keine Berliner Verhaltnisse!), que expresan a las claras el conservadurismo de una sociedad tradicional, con hábitos, valores y expectativas muy distintos al cosmopolitismo berlinés.*
PEGIDA ha sido tratado, por los medios alemanes, y europeos en general, como si fuera un movimiento de “indignados” de extrema derecha contra la permisiva inmigración extracomunitaria en Alemania. Su fundador, Lutz Wachmann, un publirrelacionista de Dresde experto en el uso de redes sociales, “viralizó” la animadversión contra la presencia de organizaciones políticas islámicas en suelo germano. Lo que comenzó el lunes 20 de octubre de 2014 como un paseo nocturno de unas trescientas cincuenta personas manifestándose contra la presencia activa del Partido de los Trabajadores de Turkistán (nacionalistas kurdos) en suelo germano, se multiplicó de manera muy vertiginosa hasta convertirse en un acto semanal, que para el pasado 15 de diciembre alcanzó los 15 mil participantes.
A principios del mismo diciembre el movimiento ya había hecho público un manifiesto de diecinueve puntos. Catorce de esos principios están redactados en favor de medidas políticas sobre temas muy puntuales en la agenda de PEGIDA —integración, derecho de asilo, limitar la inmigración de acuerdo a los restrictivos modelos de Australia, Suiza, Canadá y Sudáfrica, entre otros temas— y los restantes fueron escritos “en contra”, para dejar en claro cuáles son los aspectos de la situación política y legal en Alemania contra los que se oponen abiertamente. Entre otras cosas, PEGIDA está a favor de la admisión (en suelo alemán, se sobreentiende) de refugiados de guerra y de perseguidos por razones políticas o religiosas, por tratarse de un derecho humano. Está por la ubicación de los refugiados de guerra y de las víctimas de persecución en conjuntos habitacionales fuera de los centros urbanos, en lugar de enviarlos a casas parcialmente degradantes. Propone distribución paneuropea de los refugiados y un reparto equitativo de esa carga entre todos los Estados miembros de la Unión Europea. PEGIDA demanda bajar el apoyo clave para los solicitantes de asilo y ajustar el número de refugiados en proporción al número de trabajadores sociales que los atienden, pues ahora es una relación de 200 a 1, lo que imposibilita, en los hechos, la atención a personas parcialmente traumatizadas. Hay que considerar que Alemania recibirá, extraoficialmente, 300 mil solicitudes de asilo en 2015. Oficialmente, este año esperan 200 mil solicitudes nuevas y la continuación de 30 mil trámites de asilo ya iniciados.
No obstante, el movimiento, se lee en el séptimo punto del manifiesto, se pronuncia por la utilización y aplicación de las leyes existentes en Alemania en materia de asilo y deportación y está a favor de una política de tolerancia cero contra los solicitantes de asilo y migrantes morosos. Estos dos últimos aspectos, en realidad, son observados con bastante rigor en la República Federal, por lo que en buena medida sale sobrando insistir sobre ello. Para no ir más lejos, solo en febrero de 2015, de acuerdo a cifras oficiales, se trataron 17580 casos de solicitud de asilo, de los cuales solo 6668 se resolvieron positivamente. Es decir, se aceptó dar refugio solo al 37.9% de los solicitantes. Demandar, además, la preservación y protección de “nuestra cultura occidental característicamente judeo-cristiana”, como se lee en el punto trece del manifiesto de PEGIDA, es ir en contra ya no digamos del Islam, sino de la propia identidad alemana del siglo XXI. No es extraño que PEGIDA venga mitigándose con el paso de las semanas, pues las demandas excluyentes, racistas y xenófobas de su manifiesto no empatan con la realidad del pueblo “germano” del siglo XXI. Ir en contra de una sociedad globalizada y multicultural, para el país que es vértice de la Unión Europea, es como ir en contra de la ley de gravedad.
* Cabe subrayar que el multiculturalismo de la Alemania del siglo XXI, uno de los principales temas de su mejor literatura reciente, es, en algunos estados federales germanos, una realidad vivida de forma segmentada, distinta a la que se experimenta en Berlín. Se trata de una experiencia que no alcanza a todos los sectores sociales y que no implica una convivencia ya no digamos armónica, sino al menos pacífica. La sociedad multicultural alemana de hoy es un laboratorio para conflictos sociales de diversa índole. Entre ellos, muy señaladamente, para las tensiones raciales, interétnicas e interculturales.
Escritor, traductor y editor, autor de cuatro libros de ensayo y de la antología Carl Schmitt, teólogo de la política (FCE, 2001)