Petróleo y barbarie

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Rangún, Birmania, 1990. La Liga Nacional para la Democracia, dirigida por Aung San Suu Kyi, obtiene el 85% de los votos en las elecciones organizadas por la junta militar en el poder. Pero la asamblea nacional surgida de las urnas nunca se reunirá. La junta se aprovecha de ello para lanzarse a una campaña de arrestos masivos, torturas y represión con el objetivo, entre otros, de exterminar a los rebeldes karens del centro del país. A partir de esa fecha la dirigente Suu Kyi, premio Nobel de la Paz, estará casi siempre detenida, ya sea en la cárcel o en su domicilio. Junto con ella, cuarenta diputados fueron encarcelados; 150 debieron exiliarse.
     Asimismo, 1990 es el año en que la compañía petrolera francesa Total responde a una oferta de prospección del sitio off-shore Yadana. Dos años más tarde se firma un contrato de explotación entre Total y la compañía birmana Myanmar, al que se unen en 1995 la americana Unocal y la tailandesa PTTEP (Autoridad Petrolera de Tailandia para la Explotación y Producción). La inversión de Total está garantizada por el gobierno francés hasta una suma de 2,4 millardos de francos. Como en realidad la calma está lejos de reinar en Birmania, una cláusula del contrato establecido por Total prevé la protección de la zona y en particular del oleoducto por parte del ejército birmano, que se aprovecha de ello para intensificar la represión en contra de los karens, cuya guerrilla causa problemas algo más al norte del sitio Yadana.
     Ahora bien, una de las características del régimen birmano —a esta escala, casi se diría que su originalidad— es la utilización del trabajo forzado bajo la vigilancia del ejército. El trabajo forzado impuesto a aldeas enteras no es nada nuevo, no nació con la prospección petrolera, pero en este caso hay una cuestión más grave, que se plantean hoy los ingenuos del planeta que todavía se interesan por los derechos del hombre: ¿Total ha aprovechado el trabajo forzado para acondicionar el sitio de prospección y construir el oleoducto? Y es que, desde 1995, los “rumores” de los trabajos forzados en el sitio de Total han sido objeto tanto de denuncias como de vagos y tibios desmentidos.
     Desde luego, no es que falten denuncias contra el régimen birmano, incluso francesas. No otra cosa es el informe de la Federación Internacional de los Derechos del Hombre, de 1996, o el documento de la misión informativa parlamentaria francesa, de 1999, mientras que el de la Organización Internacional del Trabajo, con fecha de julio de 1998, describe “la impunidad con que los oficiales del gobierno y sobre todo los militares tratan a la población civil, como una inmensa fuente ya sea de trabajadores forzados no remunerados o bien de servidores a su disposición, elemento propio de un sistema político basado en la fuerza y la intimidación”. Enseguida, se revela que la mejor manera que tienen los militares de enrolar a los trabajadores consiste en la evacuación y destrucción de las aldeas, sobre todo en la zona que rodea el futuro pipe line de Total.
     En agosto de 2002, catorce birmanos presentaron una denuncia en Francia contra la compañía francesa por hechos ocurridos entre 1989 y 1995, en la que acusaron al que fue director de explotación en ese periodo. El portavoz de los denunciantes, Htoo Chit, exiliado político en Francia, recordó recientemente que el trabajo forzado también incluía a niños, usados, al igual que los adultos, “para limpiar el sitio del gasoducto, cortar los árboles, cavar y cargar el equipo de los obreros y los soldados”. Pero el testimonio decisivo provino de un ex legionario francés encargado de la seguridad de Total en Birmania desde 1995 hasta 2002. Otros dos trabajadores birmanos pusieron una denuncia por “violación de los Derechos del hombre” contra el socio americano de Total, Unocal, ante la Corte de Los Ángeles. En esa ocasión, el juez de instrucción encargado del expediente escuchó al mercenario afirmar haber sido testigo de que, al inicio de la misión, “los militares fuerzan a los civiles a caminar delante de ellos por caminos atestados de minas antipersonales”. Al ver a cinco campesinos explotar sobre las minas, “él reportó los hechos al responsable de Total en Birmania entre 1992 y 2000”. El ex jefe de seguridad reconoció también haber estado encargado de “camuflar” a los soldados birmanos presentes en el sitio, pidiéndoles que vistieran de civil cada vez que había una visita…
     Por el lado americano, las cosas son, a menudo, francas y directas. Ya en 1995, el embajador estadounidense en Rangún confesó: “las compañías contrataron a militares para la seguridad del proyecto”. “Nosotros no podemos afirmar que la junta no haya extendido y ampliado sus métodos habituales alrededor del gasoducto a nuestro favor”, dijo a su vez el responsable de Unocal. En cambio, del lado francés nada es claro ni sencillo. Total negó por completo haberse beneficiado del trabajo forzado: los 2500 trabajadores, asegura, son “adultos, voluntarios y están remunerados, provistos de un contrato laboral”. No obstante, la compañía concedió que, “aunque la actuación del ejército haya sido vigilada de cerca”, pudo darse una confusión con la construcción de una vía férrea que atraviesa el gasoducto —construcción a cargo, justamente, del ejército— en la que se habría utilizado de manera masiva el trabajo forzado. Por lo demás, siempre según la versión de Total, no existe ningún contrato entre la compañía y el ejército birmano, ni aporte financiero de ningún tipo. En cambio, Total creó los Comités de Aldea, mejoró considerablemente la situación médica y social de la región y, como consecuencia, redujo la mortalidad infantil; asimismo, aseguró la vacunación, disminuyendo las cifras de paludismo y tuberculosis, y también logró un mejor diagnóstico del sida.
     Así las cosas, ¿el problema se reduciría a la simple explotación comercial de un sitio en una región del globo más o menos conflictiva, explotación libre de cualquier responsabilidad política o moral, que incumbe sólo al gobierno en turno? Difícilmente. Por principio de cuentas, digamos que no hay un solo motivo para suponer que la presencia de una compañía francesa en Birmania haya contribuido en lo más mínimo a suavizar las costumbres del régimen o a mejorar la situación política y social del país. En el transcurso de los diez últimos años, los efectivos del ejército birmano pasaron de 250 mil a cuatrocientos mil. Sin enemigos en el exterior, el papel de este ejército se limita a una represión cuyos métodos incluyen “crímenes contra la humanidad” denunciados en el último informe de la ONU, incluido en el boletín Los derechos del hombre en Birmania. En sintonía con esta denuncia, Amnistía Internacional asegura que “El año 2003 estuvo marcado por un retroceso muy problemático” de los derechos humanos en ese país.
     Y aún hay más. Birmania carece de industrialización y la población budista se conforma, en su mayoría, con una sencilla vida rural. Las universidades fueron cerradas en 1988, reabiertas entre 1995 y 1996 y vueltas a cerrar. Sólo el 27% de los niños terminan la escuela primaria. El resto, o son demasiado pobres o acaban reclutados para trabajos forzados: a partir de los trece o catorce años, son enrolados a la fuerza en el ejército como soldados o trabajadores, generalmente en estado de desnutrición. La cruda realidad es que la salud simplemente no forma parte de las preocupaciones gubernamentales. Hay pocos médicos y, sobre todo, muy pocos medicamentos, como deja claro el hecho de que la sistemática reutilización de jeringuillas haya ocasionado la propagación del sida. Hay que añadir que Birmania es el primer productor de heroína en el mundo, y que una pequeña parte de la droga es consumida in situ.
     Todo lo dicho en las líneas anteriores es del conocimiento de los inversores extranjeros, quienes, por razones éticas, casi en su totalidad han abandonado Birmania en el transcurso de los últimos diez años. Entre ellos —y no hablamos precisamente de altermundistas, como podrá verse— podemos mencionar a British American Tobacco, Texaco, Pepsi Cola, Levi Strauss, Coca Cola, Ericsson, Accor, Pricewaterhouse-Coopers, Motorola, Philips, Apple, Heineken, Carlsberg, Reebok, Shell… También durante esta década, en varias ocasiones, Suu Kyi ha solicitado a la comunidad internacional evitar las inversiones y el turismo, cuyo “beneficio va exclusivamente a la junta militar y a sus protegidos, a los altos mandos oficiales y a contribuir al aumento del equipamiento militar”.
     El que Total decida continuar en Birmania es, desde luego, un escándalo ético en sí. Pero acaso lo más sorprendente de esta historia sea el hecho de que, en diciembre de 2003, haya solicitado a Bernard Kouchner (el fundador de Médicos Sin Fronteras, ese “buen doctor francés” que inventó el derecho y el deber de injerencia humanitaria) levantar un informe sobre la situación real de la sociedad birmana. Entregado al cabo de tres días de encuestas, y sin que incluya consulta alguna a los opositores al régimen, o a cualquiera de las numerosas asociaciones por la democracia o el respeto a los derechos humanos en Birmania, el informe de Kouchner intenta justificar la presencia de la empresa francesa en ese país y limpiar su actuación. Es cierto que el autor confiesa prudentemente: “la práctica del trabajo forzado disminuyó en la zona del pipe line. Es imposible afirmar que haya desaparecido por completo”. No obstante, según Kouchner, Total jamás ha utilizado el trabajo forzado, y en cambio ha velado por la salud de la población. ¿Que Total no ha condenado, pública y enérgicamente, al régimen birmano y sus exacciones? Bueno, ya se sabe: si Total no aprovechara esta oportunidad, otras compañías tomarían su lugar.
     En la escala de los valores, esto sí que es colocar la ética en el nivel más bajo. ~

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