Desde hace años he venido afirmando que el nacionalismo mexicano se encuentra en crisis y que la cultura de la identidad nacional está muy desgastada. Me ha parecido que el país se enfrenta a una condición postmexicana que revela cambios profundos en la sociedad y en la cultura. Creo que estas son las causas que permiten explicar que se haya consolidado una reforma, que va claramente contra las tradiciones nacionalistas revolucionarias, sin que haya habido grandes explosiones de descontento. Acaso hay una mayoría de mexicanos que no está muy de acuerdo con la reforma energética, pero sin duda la mayor parte de la gente ha dejado de asociar la identidad nacional con una empresa ineficiente y podrida como Pemex. Si en algún lugar muchos mexicanos depositan su desvencijado nacionalismo es en las desventuras del equipo de futbol, lo que redunda en frustraciones amargas (véase mi libro La sangre y la tinta: ensayos sobre la condición postmexicana).
Ante esta situación la derecha ha jugado con audacia sus cartas y ha materializado su antiguo sueño de avanzar en la privatización de los recursos energéticos. La izquierda, aferrada a un pasado ya caduco, no ha logrado despertar las fuerzas adormiladas del nacionalismo cardenista. Y tampoco ha ofrecido una alternativa creativa y novedosa apartada de las tradiciones nacional-revolucionarias. La alternativa que se ha perfilado consiste en una operación de limpieza de la empresa petrolera estatal y de su sindicato de trabajadores. Se reconoce que Pemex es una empresa en quiebra, que es ineficiente, que carece de la capacidad de refinación requerida y que es corrupta. Su sindicato está también sumido en la putrefacción y es desde hace mucho un poderoso apoyo de las tendencias políticas autoritarias. La operación de limpieza, se afirma, podría convertir a la empresa petrolera pública en una organización diáfana y eficiente. Para ello el gobierno debería dejar de depender de los recursos petroleros para financiar su gasto corriente y permitir a Pemex usar la inmensa renta petrolera para salir de la quiebra y reinvertir en forma productiva el capital. Podría ser que ello sea idealmente posible, pero nadie puede hoy creer seriamente que una limpieza semejante pueda ser realizada por el gobierno priista. Por ello la propuesta de la izquierda carece de fuerza y no genera el apoyo popular que muchos quisieran.
El gran problema de la izquierda mexicana es que no acaba de digerir el hecho de que ya no hay alternativas revolucionarias, que el nacionalismo se está marchitando y que es necesario concentrarse en reformas avanzadas de la gestión del capitalismo que contribuyan al bienestar popular y a la generación de una riqueza que permita eliminar la miseria. No creo que los sectores populistas de la izquierda puedan adaptarse a la nueva época y posiblemente ni siquiera entienden que se encuentran en un callejón sin salida. Pero siguen siendo una corriente de gran peso, y por ello son un lastre para la izquierda avanzada.
Por su parte, el gran problema de la derecha es que no acaba de desprenderse de las arraigadas y viejas costumbres corruptas. La entrada de capitales privados al sector petrolero no garantiza para nada que la putrefacción del sector sea eliminada. No solamente el gobierno está atrapado en las redes de la podredumbre: las empresas privadas -mexicanas o extranjeras- no están exentas de la tentación de untar la maquinaria de la tradicional corrupción mexicana.
Dos grandes puntales del nacionalismo revolucionario se han derrumbado. El primero cayó hace años, en 1991, cuando se modificó la ley para permitir la circulación de capital privado en las tierras ejidales, que desde entonces se pueden rentar y vender. Ahora el capital privado circulará en el área petrolera nacionalizada por Lázaro Cárdenas. Es necesario agregar que el Tratado de Libre Comercio mostró cuán erosionado estaba el viejo antiimperialismo y que los mitos de la identidad nacional, que ya estaban deteriorados, entraron en un pronunciado declive gracias al alzamiento indígena zapatista en Chiapas. Ambos hechos ocurrieron el 1º de enero de 1994. Desde entonces la nueva época tiene sin duda características postmexicanas.
(Publicado previamente en Reforma)
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.