En una cena, una señora muy elegante me cuenta que la esposa de Paul Auster dijo en el diario La Vanguardia que Nueva York y Barcelona se parecen mucho porque ambas son ciudades construidas por la clase media. Esto, sumado al número especial que The New York Times Magazine le consagró a la capital catalana, y a las centenas de extranjeros ricos y bien educados (entre los cuales yo) que se han instalado en la ciudad, vendría a apoyar la tesis de un puente secreto entre el Ensanche y la Gran Manzana.
La complacencia con la que los invitados de esta cena hablaban de este símil me recuerda los suspiros fatales de Madame Bovary creyendo ser la heroína romántica de las novelas que leía. Ser cosmopolita no tiene nada que ver con instalar muchos Starbucks Café, ni con inaugurar foros sofisticados e intermundiales, ni mucho menos con tratar con deferencia a los noruegos e ingleses que vienen a emborracharse en un lugar que para ellos tiene el encanto exótico de la España de Ava Gardner, Hemingway y Orwell pero al mismo tiempo es tan cómodo, tan moderno y tan bien equipado como sus casas. Pensar que algunos peinados nuevos y algunos restaurantes de sushi a domicilio bastan para abrirse al mundo es justamente una prueba de lo poco que se conoce al mundo en Barcelona.
El mundo es sucio, ruidoso y complejo. En las grandes urbes no hay tiempo porque hay que trabajar mucho para probar quién eres, y todos son culpables hasta que prueban su inocencia. En las megápolis (Nueva York, París y Londres son las más simpáticas, aunque Los Ángeles, Sao Paulo, Tokio y la Ciudad de México son las verdaderamente paradigmáticas) se vive mal, se desconfía mucho y se pasa la mayor parte del tiempo luchando por un espacio que nunca está ganado de antemano. En todos esos lugares algo como el nacionalismo catalán, esa mezcla extraña de mentalidad pueblerina y diseño fashion, sería inconcebible.
Y no es que no haya nacionalismo, sino que éste suele ser simple y brutal, bandera, lengua e himno que desde un paquistaní hasta un ucraniano pueden aprender en un fin de semana. En Barcelona amigos míos nacidos y criados en Sarriá, el Clot, o Poble Sec se sienten con la obligación de cada cierto tiempo probar a través de ritos cada vez más complejos que siendo catalanes son además catalanes.
Nueva York es una ciudad entera erigida en contra de la identidad del terruño. Se tolera y se celebra que cada cual se vista y hable como quiera, pero la curiosidad por el otro y el hecho de que todos son un poco ese “otro” rompen los guetos y hacen que Rashid o Janet se sientan tan neoyorquinos como Giuliani, y aunque se pongan turbante o canten a Ricky Martin ya tampoco quieran ser hindú o puertorriqueño. Manhattan es el gran sueño de un capitalismo para todos y para nadie. Un sueño que a veces quiebra el alma y la vida de algunos de los que lo intentan, pero respeta ante todo la novedad, la innovación, el espectáculo, el humor autoderisorio, y cierto igualitarismo laico. En Nueva York a nadie se le ocurriría que los niños deben ser condenados a aprender una lengua que sólo usan cuatro millones de habitantes (como el catalán) para relegar al olvido una que hablan más de cuatrocientos millones (el español).
Barcelona no es el Nueva York del Mediterráneo. No es ni mejor ni peor que la ciudad del Empire State sino algo ontológicamente distinto. Es un lugar que acoge extraordinariamente bien al extranjero sin que éste nunca deje de serlo. Cada vez que uno de estos extranjeros pudiera tener la ilusión de pertenencia, los catalanes siempre le recuerdan que la mayor parte de las costumbres y usos datan de Carlomagno y Ramón Berenguer i. Su muralla exterior ha caído, pero sigue viviendo contra un enemigo que vendrá y tomará la ciudad. Ese enemigo es siempre España, a la que, como decía Borges, ya no sólo le une el amor sino el espanto. Y en eso, en esa autoafirmación en contra de Madrid, y para Madrid, Barcelona es algo que Nueva York nunca será: una bella y tranquila capital de provincia, que como toda capital de provincia aspira a ser capital de algo más grande.
Barcelona no es Nueva York que, a pesar de ser el centro de muchas cosas, no es la capital ni siquiera del estado de Nueva York y es por eso por lo que la esposa de Paul Auster o The New York Times Magazine son tan felices comiendo en el Born y paseando por el Parque Güell. Barcelona no es amenazante más que para los murcianos y andaluces; para nosotros, los extranjeros de paso, es un gran lugar porque uno puede vivir fuera del murmullo de las grandes urbes sin desconectarse del todo. Un cielo casi siempre azul, buenos restaurantes étnicos, maravillosas amistades, buenas librerías y pocos, demasiado pocos, taxis. ~
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