Fastidiosos y muy embarazados

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Leo en un diario que la Editorial Gredos ha sacado un Diccionario de falsos amigos. Inglés-Español, de más de quinientas páginas y que, por consiguiente, cuesta un riñón o los dos. No he visto el libro, pero, a poco bien que esté hecho, debería convertirse en una obra de consulta imprescindible para cuantos escriben, traducen, trabajan en prensa, radio o televisión, y casi para cualquiera que aún prefiera hablar un castellano correcto y sin excesivas contaminaciones. Porque, al galopante paso que vamos, corremos el riesgo (o es ya más que eso) de decir absurdos y sandeces sin parar, y además superfluos. Se llama "falsos amigos" a las palabras que, por ser muy parecidas en distintas lenguas, o por tener una etimología u origen común, inducen a fácil error, haciendo creer a los hablantes de un idioma que significan lo mismo en el otro, cuando no es así.
     La cantidad de falsos amigos que ya se han colado al español actual, sobre todo desde el inglés, es monstruosa. No hay telediario ni periódico que no contenga unos cuantos, y desde hace tiempo. No es que yo sea un gran purista, y si un día desapareciera el castellano no me rasgaría ni el pañuelo por ello: significaría que ya no era necesario, y torres más altas —como el latín– han caído. Y la perspectiva de que un día mis propios escritos no los entendiera  nadie más que en traducción (en el improbable supuesto de que alguien quisiera leerlos en los venideros tiempos), no habría de arrancarme un solo pelo: por tal vicisitud han pasado autores como Virgilio, Tácito, Propercio, Suetonio y Tito Livio, a cuyas suelas de sandalias ya querríamos llegarles cuantos nos dedicamos hoy a juntar palabras. Tampoco me parece trágico que los vocablos muden con el tiempo de significado, y puede que, por esa invasión de falsos amigos y del inglés en general, en el futuro muchas de nuestras palabras quieran decir efectivamente lo que sus similares en la lengua de Elton John ya quieren decir. Pero todavía no es así, y mientras así no sea, qué quieren, mis ojos y oídos se duelen cada vez que asisten a una utilización falsaria o imbécil de nuestro léxico. Y encima compruebo cómo incurren en esos perezosos deslizamientos semánticos no sólo los apresurados periodistas y los deficientes traductores de diálogos cinematográficos, sino también los escritores más pretenciosos y los traductores literarios más respetables y veteranos. Y esto ya es muy grave.
     En fin, estoy harto de que "los Estados Unidos ignoren las protestas chinas", cuando tal cosa resulta imposible y lo que hacen es desoírlas o hacer caso omiso. De que un político se sienta "muy embarazado" ante tal o cual situación —es decir, incomprensiblemente "muy preñado"—, en vez de violento o desazonado. De que Bush Jr. sea "muy fastidioso"—cosa que por lo demás es, sobre todo para los reos de su país— cuando el contexto indica que es más bien meticuloso o quisquilloso. De que las tiendas de discos tengan una sección de "tributos" cuando en las obras así llamadas nadie paga nada a nadie, sino que unos intérpretes rinden homenaje a otro o a un compositor. De que los niños actuales "pretendan ser vaqueros o indios", en vez de fingirlo o hacer como que lo son. De que haya individuos acusados formalmente de tal o cual "ofensa" y no de delitos, como es natural. Siempre me sobresalto al enterarme de que las embajadas y los organismos diversos han sido al parecer militarizados y están llenos de "oficiales", cuando lo cierto es que aún albergan funcionarios. También me extraña que las personas, cuando están agobiadas o hasta las narices, pidan que las "dejen solas", cuando en español uno pedía siempre que se lo dejara en paz. Es raro, asimismo, que haya tantos individuos "quietos" aunque uno vea que no paran, por mucho que estén callados. Me preocupa que se "arreste" a la gente en plena calle, como si viviéramos todos en el ejército, y que ya no se la detenga nunca. Es raro que tantos se sientan hoy en día "miserables", y no desdichados o desgraciados, que es lo que en verdad se sienten en inglés con aquella palabra. Y, en cambio, veo que hay sujetos que sufren "desgracia" frente a acontecimientos o sinsabores que más bien les traen descrédito o deshonra o son un ultraje. También me asombra la cantidad de "vejaciones" padecidas por los turistas, que sin duda exageran al llamar así a lo que sólo son contratiempos. No me explico que en el cine, el teatro y los conciertos haya siempre una "audiencia" (como si la diera el Papa), y no público o espectadores, como antiguamente. Ni que haya tantos deportes "dramáticos", cuando más bien se diría que son espectaculares. Y no entiendo que a los "arrestados" los lleven ante la "corte" —en países sin monarquía—, de la que pueden salir "convictos", y no ante un tribunal que acaso vaya a condenarlos para mal de su reputación, que no de su "carácter".
     Me temo que podría seguir así varias semanas (y no lo descarto, si se me solicitare). Por ahora, me limito a ignorar a la miserable y quieta audiencia de estas páginas, fastidiosa a veces y a menudo embarazada por mis opiniones, y que, lejos de pagarme tributo, sé bien que, por mucho que pretenda, detesta mis vejaciones dramáticas y en el fondo quisiera verme arrestado por mis ofensas y, con gran desgracia para mi carácter, arrastrado ante la corte que sin duda me convictaría. –

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(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.


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