Había jurado nunca ir a China hasta que mi amigo, el poeta exiliado Bei Dao, pudiera viajar allá sin restricciones, pero cuando recibí una inesperada invitación al Primer Festival Internacional de Poesía Ciudad Centenaria en Chengdu, me instó a aceptar: “Si me esperas, estarás demasiado viejo para disfrutarlo”.
La participación internacional en el festival iba a limitarse a dos estadounidenses. Por fortuna, me pidieron que eligiera al compatriota, y sin pensarlo escogí a Forrest Gander: la excelencia y la simpatía son una infrecuente combinación en las letras de Estados Unidos. Al seguirle la pista hasta un retiro para artistas en algún lugar del desierto texano, cumplí con el sueño anhelado de representar de nuevo el célebre telegrama que Eric Newby le envió a su amigo en Buenos Aires: “¿DISPONIBLE NURISTÁN JUNIO?” Y había ensayado el tono informal: “Hola Forrest, ¿quieres ir a la provincia de Sichuán la próxima semana?”
Mientras nos tambaleábamos del avión y llegábamos a la ciudad, los jóvenes poetas destinados a recibirnos eludieron las preguntas informales: “Os lo dirán en la cena”. Nos trasladaron a un edificio extravagante parecido a Las Vegas, con hileras de delfines rociando agua, llamado Hotel California –China, al haber tenido una Revolución Cultural en los años setenta, sin duda se había salvado de la lista de éxitos radiofónicos. Pasando por alto unos grandes almacenes, las múltiples salas de cine, la pista de hielo, el centro de conferencias, la Ópera, los diez salones para banquetes, el Restaurante Ciervo de Shunxing, el Muelle de Pescadores (“Antiguo bar de San Francisco”), la Parrilla Margen Izquierdo del Río Sena, la Discoteca Danubio Azul, el supermercado de alimentos y la galería de arte (“la mayor escultura interior de China”), nos apresuraron al sótano de la Aldea de los Famosos Bocadillos de Chengdu, la recreación de una “calle de la Antigua China” con enormes linternas de papel, salsa de soja y vino de arroz en barricas envejecidas, vendedores de hierbas medicinales, calígrafos y sombras chinescas, donde un nutrido grupo de poetas nos esperaba en la Auténtica Casa del Té. Mientras nos ofrecían delicias sin fin en la bandeja giratoria en el centro de la mesa, hubo alusiones veladas e intercambio de miradas, aunque sólo exhortaciones a alimentarnos más. Por fin, cuando ya parecíamos lo bastante idiotizados por el exceso de comida y la falta de sueño, nuestra anfitriona, la poeta Zhai Yongming –de cincuenta años de edad y cuyo nombre era siempre seguido del epíteto “la mujer más hermosa de Sichuán”– con profunda turbación reveló la noticia: la policía había cancelado el festival.
La intervención gubernamental en un acto poético de provincias fue lo único que iba a colmar mis expectativas en China. Desde luego que sabía de su boom capitalista, pero imaginaba que las ciudades se parecerían a las del Tercer Mundo, con rascacielos y centros comerciales a la vuelta de arrabales. Además, supuse que vería un collage de la Nueva Nueva China y la Vieja Nueva China: Calvin Klein por aquí y el Gran Timonel Mao por allá. En cambio, parecía que la conversión al calvinismo había sido absoluta. Los del camino capitalista estaban en la Autobahn.
“Boom” no es siquiera un esbozo de descripción. En las ciudades que visitamos la mayoría de los barrios habían sido demolidos y sustituidos con edificios de solidez futurista. Todo era nuevo, o estaba en construcción o renovación; todos parecían atareados; todo era eficiente y estaba muy organizado; las calles estaban impolutas y el aire inmundo por las fábricas y el tráfico; la energía humana y los recursos naturales eran consumidos a un ritmo de alto horno. Por increíble que parezca, y aunque nos desviamos mucho de los senderos turísticos, no vimos arrabal alguno o poco más que un puñado de personas manifiestamente pobres. Quizás haya sido la casualidad, pero era absolutamente distinto, digamos, de Bombay o Bogotá, donde la presencia patente de la pobreza es abrumadora, y los áticos son miradores de ruinas.
Desde 1990 el crecimiento per capita en China es del 8,5% anual (en la India, con la cual siempre se compara, es del 4%; en Estados Unidos es del 2% en los noventa si se promedia a Bush y su boom). Es el paraíso capitalista definitivo: mil trescientos millones de consumidores que aún no poseen un i-Pod. Y no basta: ellos mismos están fabricando todas estas cosas, para sí mismos y para el mundo entero. El “milagro” económico japonés dependía de las exportaciones, y resultó menos milagroso cuando tuvieron que ir al extranjero en busca de mano de obra barata. No es difícil imaginar a una China boyante sin que deba exportar nada en absoluto: los bienes para su creciente clase media suministrados por el pozo sin fondo de mano de obra en las aldeas. Tal como ha sucedido en casi toda su historia, China casi no necesita al resto del mundo.
Se trata de desarrollo en hipermarcha. A una hora a las afueras de Chengdu, nos llevaron al Museo Mrgdava de Arte Escultórico Pétreo. (Mgrdava es el Parque de los Ciervos donde el Buda predicó su Sermón del Fuego). “Supervisado y patrocinado”, según el catálogo, por Zhong Ming, que me describieron como un poeta antaño paupérrimo; se trataba de una magnífica colección privada de más de mil piezas de gran tamaño, casi todas procedentes de las dinastías Tang y Song, albergada en un hermoso museo diseñado por uno de los mejores arquitectos chinos, Liu Jiakun. Los cleptomagnates estadounidenses del siglo XIX habían tardado entre cincuenta y 75 años en hacer dinero, amasar sus colecciones y construir sus museos. Zhong Ming lo había logrado en diez. Nadie podía explicar cómo lo había conseguido.
Las ciudades chinas prosperan a expensas del campo, según la opinión recibida. Sin duda es cierto que a los campesinos se les impide migrar a las ciudades, y hay incontables relatos de funcionarios corruptos que expropian tierras campesinas, como solían hacerlo los arquetípicos terratenientes codiciosos de la propaganda maoísta. Sin embargo, las estadísticas oficiales afirman que sólo un 3,1% de la población rural se encuentra por debajo del umbral de pobreza, y la mayor parte de los pobres pertenecen a las minorías mayoritariamente musulmanas de las provincias occidentales (en Estados Unidos, las estadísticas oficiales a la par de semicreíbles indican que son un 12,7% de la población general, entre ella el 24,4% de afroamericanos y el 21,9% de niños). Adicionalmente, el 6% está en la lista de “renta inferior”, un poco por encima del umbral de pobreza. Según la unicef, la participación en la educación básica es del 93% (al igual que en Estados Unidos). En 1990, el 43% de las aldeas tenían teléfono, en la actualidad el 92%: China debe de ser el único lugar del mundo donde los teléfonos móviles operan en los remotos fortines de las montañas. La tasa de alfabetización es del 90%; en la India, del 57%. La esperanza de vida para un recién nacido es en la actualidad de 71 años; en Estados Unidos, de 77; en la India, 64. Las aldeas que llegamos a ver en las provincias de Sichuán y Yunán parecían comunidades agrícolas autónomas, sin el evidente sufrimiento de parecidos caseríos en la India o América Latina. Los tibetanos en estas provincias, a diferencia de los residentes en Tíbet, según casi todos los testimonios, parecían prosperar –sin duda porque se trata de una minoría no amenazante en regiones de chinos “han”– y estaban construyendo intrincados templos y estupas.
Todos los sitios se encontraban repletos de turistas chinos de clase media; la gente de las ciudades cuenta ya con la libertad absoluta de viajar sin autorización. Se nos había avisado que el festival nos organizaría un viaje de cuatro días en un todoterreno a las apartadas montañas, y me había preparado con todos mis pertrechos groenlandeses. La expedición resultó ser una caravana de cinco autobuses con ciento cincuenta personas que habían participado en un festival de arte en Chengdu y nuestro destino no fue una tienda de campaña más allá del límite forestal sino el Balneario Vacacional Paraíso de Jiu Zhai, una versión a la Disney de una aldea de la minoría qiang bajo una enorme cúpula imperial de recreo, indudablemente copiada de Biosphere –y, al igual que Biosphere, con la mayoría de los árboles secos– rodeada por mil cien habitaciones para huéspedes. Una visita al parque nacional próximo fue como una película de terror producida por el Sierra Club al quedarnos atrapados, inmóviles y sin salida, en un estrecho sendero de montaña con otros diez mil caminantes. La mera numerosidad de seres humanos en China es inabarcable, como las distancias en el universo. El índice relativamente bajo de pobreza equivale a cien millones de personas. Mi dato curioso favorito –tal vez apócrifo, pero aún creíble– es que si China se convirtiera enteramente en un país de clase media, y cada chino decidiera pasar sólo una semana de su vida de visita en París, habría unas cuatrocientas mil personas adicionales intentando entrar en Les Deux Magots todos los días.
Es inexplicable por qué el gobierno, mientras cientos de millones están inmersos en una orgía de capitalismo laissez-faire, aún se ocupa de la poesía. Bei Dao, el poeta chino más reconocido, es buen ejemplo de ello. Después de las masacres de la Plaza Tiananmen en 1989 se exilió en el norte de Europa y en Estados Unidos, viajando con documentos de “ciudadano sin Estado” (lo cual exasperaba a los funcionarios de inmigración, pues no había nada que sellar). Durante nueve años no se le permitió a su mujer e hija salir del país para visitarlo, y sus libros, por supuesto, estuvieron prohibidos. Hace unos años se le consintió, ya como ciudadano estadounidense, visitar a su padre agonizante siempre que se quedara en su casa de Pekín y no apareciera o hiciera declaraciones en público. Se le permitieron unas cuantas visitas más, nunca de más de un mes, y en alguna ocasión se le permitió viajar a Shanghai. Uno de sus poemarios fue publicado, se agotó una primera edición de cincuenta mil ejemplares y luego no se autorizó su reedición. Se ha vuelto a casar con una mujer que vive en Pekín, y a la que había conocido en Estados Unidos. Pudo volver a China una semana en diciembre pasado por el nacimiento de su hijo, pero se le ha denegado el visado desde entonces. Su mujer puede viajar sin restricciones, pero al bebé no le han otorgado sus documentos de identidad deliberadamente, y no puede viajar al extranjero. La familia sigue en el vilo de un limbo burocrático.
Sin embargo, a diferencia de la China maoísta, la censura es en la actualidad aleatoria y descentralizada. Determinado libro será prohibido en una editorial y aparecerá en otra. En cuanto a nuestro festival de poesía, simplemente se cambió la sede y los actos se declararon “privados”, aunque todos podían participar. En cualquier caso, unos treinta poetas del país se presentaron: todo había sido sufragado por el propietario del Hotel California, el Paraíso de Ju Zhai y una decena de rascacielos en diversas ciudades, al parecer copiados de Metrópolis y de The Jetsons (un presunto amante de la poesía que nunca se presentó y cuyo nombre nunca supe). Así que sostuvimos algunos debates en la universidad de la localidad y una lectura hasta el amanecer en un bar de moda cuya dueña era Zhai Yongming, “la mujer más hermosa de Sichuán”.
Como en todos los festivales de poesía, fue difícil recordar después lo que cualquiera hubiese dicho en los debates, pero los tipos son conocidos: el poeta profesor, en extremo complacido de sus pertinentes citas de Mark Twain y Thomas Hardy; el joven apasionado que no quiere leer nada para que sus emociones y pensamientos permanezcan puros; el poeta tímido y espiritual que cuando se le preguntó cómo el budismo influía en sus poemas, respondió: “me gustan los silencios”; el dinámico y encantador joven en pos de becas; las dos o tres mujeres que con razón se enfadaban por la escasez de mujeres; el poeta no traducido que sostenía que la poesía no podía traducirse; el polígrafo, a sus anchas debatiendo sobre la más reciente poesía estadounidense o la numismática de la dinastía Shang; el poeta veterano, demasiado ebrio para decir algo. El escritor más mencionado fue Borges y hubo unas cuantas referencias a Harold Bloom, el cual había sido recientemente traducido al chino. A todos les sorprendió que Forrest y yo fuéramos tibios respecto del Canon occidental; suponían que se trataba de las Sagradas Escrituras Universales y no alcanzaban a creer nuestra explicación de que se trataba de un culto en extinción en New Haven. Recientemente les cautivaba asimismo la versión de la “angustia de las influencias” de la historia literaria, aunque en buena medida sea inaplicable a la tradición china: quizás el drama edípico encontrara algún eco en una nación de hijos únicos. Con todo, cabía preguntarse por qué la policía se había molestado en anular todo aquello.
Resulta extraño que los artistas visuales al parecer pueden hacer lo que les venga en gana. En Pekín, el grupo “Post-sentido” está acrecentando el accionismo vienés de los años sesenta: se clavan a sí mismos en ataúdes llenos de entrañas de animales, recortan trozos de su propia piel y la zurcen a un cerdo vivo, etcétera, etcétera, y –nadie sabe si es o no es cierto, pero figura en todos los portales del fundamentalismo cristiano en internet– cocinan y devoran un feto humano abortado. Me reuní con uno de ellos brevemente, una jovencita guapa y sonriente llamada Peng Yu, la cual, con su marido Sun Yuan, sobre todo trabaja, como suele decirse, cabezas humanas decapitadas y cadáveres infantiles. La pareja provocó un escándalo en el canal cuatro de la bbc al derramar sangre sobre el cadáver real de unos gemelos siameses. Una obra más reciente es un pilar de grasa humana de cuatro metros de altura, recogida de las clínicas que realizan liposucciones. Infortunadamente no se titula “¿La acompañamos con patatas fritas?”.
Pasé un día y una larga noche en Da Shan Zi, un distrito pekinés de pequeñas fábricas y talleres, la mitad aún operativas y las otras transformadas en enormes y atractivos estudios, galerías y los inevitables cafés y restaurantes, muy parecidos a los que se encuentran en Berlín oriental. Por fortuna, los artistas que visité estaban en el extremo más estrafalario del arte y de la acción artística. Ye Fu había construido un enorme nido en el extremo de una torre y vivió allí sin abandonarlo durante un mes. A Cang Xin le gusta lamer cosas y se ha fotografiado lamiendo la Gran Muralla, la acera de la Cámara de los Comunes y las estatuas de Roma. Chen Wenbo pinta en grandes lienzos páginas de papel en blanco. Muchos pintores parodiaban sin ambages a Mao y la propaganda maoísta. Cundo pregunté cómo es que los artistas eludían la censura mientras que la poesía aún era prohibida, me respondieron: “Ah, es que a nadie le importan los artistas”.
Es casi imposible comprender lo que está ocurriendo en China, y no obtuve respuesta de aquellos a quienes pregunté. La gente del medio rural y la del urbano parecen vivir bajo dos gobiernos distintos. En las ciudades el dinero es la ideología única. La gente casi puede hacer libremente lo que le apetece, aunque no siempre pueden decirlo por escrito o en internet. (Me sorprendió la franqueza con que se expresaban las opiniones en una conversación, incluso en grupos nutridos en los cuales la gente no se conocía entre sí. En Albania, el invierno pasado, era destacable cómo en las cenas casi nadie decía muy poca cosa sobre casi nada, aunque habían transcurrido muchos años desde la dictadura: se pasaban la noche contando larguísimos chistes). Salvo en la Plaza de Tiananmen, la policía y el ejército son invisibles en las ciudades –desde luego que allí están, pero su discreción resultó inesperada. El último baluarte del maoísmo parece ser una telenovela sobre la Larga Marcha que se emite todas las noches por televisión –inundada de vídeos musicales y concursos–, y que presenta a un Mao bonachón y amistoso ayudando a viejos soldados a cruzar arroyos y compartiendo su arroz con niños campesinos. Salvo esto, lo que solía denominarse el “pensamiento marxista-leninista-maoísta” es ya un ardid para hacer ricos a los miembros del Partido.
En las aldeas los desplazamientos están rigurosamente supervisados para evitar que las ciudades se conviertan, como México o Lagos, en vertederos de desarraigados. Sin embargo, las revueltas campesinas siempre han causado la caída de imperios en China y el gobierno está aplicando apósitos desesperadamente: eliminación de los impuestos agrícolas, construcción de carreteras, infraestructura energética, escuelas y hospitales. Las políticas respecto de las minorías parecen estar cambiando al fomentar la identidad cultural en lugar de subsumirlas en la nación. En las regiones de la Provincia de Yunán que visité, los naxi y todo lo relacionado con lo naxi era ubicuo: el idioma naxi con su escritura verdaderamente pictográfica se enseña en la actualidad en las escuelas, y Joseph Rock –el primer erudito naxi de Occidente y cuyos escritos acechan los últimos Cantares de Ezra Pound– ha sido canonizado como un santo de la localidad. El caso en el que el gobierno sigue siendo obstinadamente poco acomodaticio es el de Falun Gong, una práctica espiritual muy popular en las aldeas que los funcionarios tienen por una fuerza subversiva y que está siendo totalmente reprimida, aunque el martirio sea siempre el mejor reclutamiento. Esto parece inexplicable sobre todo porque templos taoistas y budistas se están construyendo o restaurando por doquier y están llenos de fieles.
Quizás la mayor sorpresa para mí fue que el centenario complejo de inferioridad chino respecto de Occidente parece superado. Han pasado de desear los objetos de Occidente a fabricar los objetos para Occidente, y a apropiarse de las compañías que fabrican esos objetos (entre ellos la computadora ibm en la que estoy escribiendo). China es el único lugar del mundo en el que la Pax Americana parece muy lejana, donde casi nadie pregunta acerca de Bush. Posee los vales de buena parte de la billonaria deuda estadounidense; en China, Estados Unidos es el Hermano Pequeño. En el cancelado Primer Festival Internacional de Poesía Ciudad del Siglo, nunca averigüé dónde estaba la Ciudad del Siglo, pero quedó claro hacia dónde se dirigía este siglo. ~
– Traducción de Aurelio Major