Prego no pão: la historia con sangre entra

Este no es un cuento sobre la política del resentimiento sino la receta de un sandwich que necesita sangre para saber bien.
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Cynthia lleva en el vientre una niña que nacerá en un país roto pero lleno de gente que ya la quiere. Mientras hablamos por teléfono la puedo adivinar tocándose la panza con un gesto de amor y desconcierto por ese cuerpo reconvertido en placas tectónicas inquietas. La vida es luminosa en estos tiempos, aunque francamente asquerosa cuando tienes un amigo torpe como yo.

 

Y entonces el pancito se empapa de sangre con sabor a ajo y, mira, Cynthia, en serio esa vaina es milagrosa.

 

Chamo, para. En otro momento me encantaría escuchar ese cuento, lo que pasa es que ahora me da como vaina, ¿sabes?

 
 

Pero Cynthia es de las buenas y sé que apenas pase el mareo, el vértigo de ser madre no le ganará a la certeza de que pocas veces amamos más que cocinando y que enseñarle a un hijo a usar sartenes y ollas, a elegir verduras y romper huevos es, en buena medida, enseñarlo a dar amor. A ella, que sabe todo eso mucho mejor que yo, le quiero terminar de echar el cuento.

 

Érase una vez un imperio empujado por la tierra al mar. Bartolomeu Dias y Vasco da Gama arriaban velas para que el mundo se hiciera más grande, hasta que un día encontraron en el sur de África un atajo hacia el poder. Y por poder quiero decir dinero, Cynthia, y con el dinero ya sabes lo que viene.

 

El imperio tomó tierras, jugó al dueño y al esclavo con los negros de esas tierras, hizo edificios pensados por blancos europeos para llenarlos con blancos europeos llenos de poder empapelado y así por los siglos de los siglos amén, pensaron ellos. En el camino se entrometieron ingleses, franceses, holandeses, españoles, belgas, alemanes y a veces, incluso, algún brote de sentido común, así que el imperio llegó al siglo pasado con la dignidad rota. No hay animal más peligroso que el animal moribundo, Cynthia, díselo a tu hija para que aprenda a diferenciar compasión de estupidez.

 

Entonces apareció un señor gris que gritaba “dios, patria y familia” mientras se ponía una cruz oxidada en el pecho. Salazar, le decían los suyos, Salazar el imbécil, le decían los de Mozambique, Angola y Guinea, las tierras que aún creía suyas. Así que poco a poco un coro preguntaba desde África “¿Por qué aquí los blancos son tan pocos y tienen tantas ventajas y tanto poder?” Y la gente que dice dios-patria-familia no se lleva bien con las preguntas: les llenó de plomo y fuego los campos y las casas, escribió reglas de mentira para darles igualdad de mentira y el poder, que es una hojilla en forma de bumerán, regresó con guerrillas de negros armados que al final gritaron libertad. La cosa estuvo muy fea durante todos esos años y tardó en mejorar a pesar de la independencia, pero este no es un cuento sobre la política del resentimiento sino la receta de un sandwich que necesita sangre para saber bien. 

 

Llámalo casualidad, pero el mejor prego no pão que comí en Lisboa queda precisamente frente al Parlamento que sostuvo a Salazar y destinó 40% del presupuesto nacional a bombardear gente. Cuando vayas al Café São Bento tal vez no repares en eso, distraída por el olor a mojo picante y ajo del bife à portuguesa que llevan preparando desde 1982. No te culparé si pides uno, pero guarda ánimos porque el prego de ese lugar es imbatible.

 

A ver, retomo la conversación de la última vez. El prego no pão, o simplemente prego, consiste en bistec de res, ajo, sal y pan de costra dura. Las buenas tradiciones culinarias son las de la sencillez y los portugueses conocen de qué va eso que llamamos comer bien. En castellano “prego” significa “clavo” y el nombre viene de lo que hacen con el bistec: cortan en tajos gruesos cada diente de ajo, los colocan encima de la carne y empiezan a martillar hasta que ambos se convierten en una unidad maravillosa de olor, músculo y grasa. Si afinas el oído escucharás los golpes desde la cocina y tal vez le puedas explicar a tu hija que esa es la única forma de violencia que tiene algún efecto positivo. De este lado de la acera están los buenos, de aquel estuvieron los malos. Díselo también, por favor, que sepa que la maldad no está solo en los cuentos de hadas que leerá en el iPad.

 

La carne ajada va al sartén y aquí ya sabes que el mundo se divide en dos. Están los que respetan las vacas y piden un término medio para que en el ensamblaje con el pan tostado algo de sangre moje la miga cada vez que aprietan el sandwich con las manos. Y luego están los demás, los confundidos.

 

Si este fuera un plato normal respetaría lo de la cocción completa, el problema es que esos dos panes tienen memoria. 

 

La cocina es un árbol genealógico que da cuenta de todos los mestizajes del mundo y no es casualidad que también se hagan pregos en Sudáfrica. La diferencia está en que suelen llevar peri peri, un mojo picante portugués hecho con chiles de Mozambique. Esa colonia se independizó en 1975 y los nuevos gobernantes obligaron a todos los portugueses a salir del país. Lo hicieron por ley. Les dieron 24 horas de plazo. Tuvieron que dejar sus casas y llevar consigo solo 20 kilos de equipaje. Los más desesperados condujeron hacia la frontera inmediata con Sudáfrica y varios echaron raíces sobre la tierra roja afrikaans. 

 

Es fácil imaginarlos preparando ese plato elemental en el comienzo de una vida nueva sin techo ni país. Un poco de pan con costra –bolo do caco si eran madeirenses–, el bistec más económico del mercado, ajo y sal. Martillaban la carne para rendirla, echaban un toque de peri peri para ejercer el derecho a la nostalgia y entonces mordían. Era el primer bocado caliente de los últimos días.

 

Y Cynthia, te lo repito, el pancito que se empapa con sangre sabor a ajo es una vaina milagrosa no solo por el sabor sino por la historia que lleva esa carne. Sin sangre pierde toda la gracia porque el pasado se vuelve aséptico y ya es bastante con que casi ningún restaurante lisboeta sirva prego con peri peri. Sabes que la memoria pasó de moda hace rato. 

 

No te voy a decir que guardo un minuto de silencio siempre que hago pregos y tomo cerveza en casa, al fin y al cabo en la cocina hay reconciliación sin necesidad de olvido, pero estoy seguro de que esta historia te puede servir para explicarle a tu hija que a menudo el bien y el mal están separados por un calle angosta. Que dios, patria y familia son palabras peligrosas cuando la gente que las dice no sabe hacerle el almuerzo a sus hijos. Que solo esa gente le tiene miedo a la sangre en su pan.

 

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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