Preguntas del intelectual cubano

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Cuando hace algunos años Rafael Rojas se atrevió a colocar la pregunta por el intelectual cubano frente al bivio “comprometido” o “disidente”, varios escritores de la isla se revolvieron, incómodos, ante lo que consideraron una perspectiva demasiado politizada. El tiempo —y el “affaire” Rivero— acabaron por darle la razón a Rojas: quien en Cuba pretenda defender hoy la tradición del intelectual público se arriesga a pasar una buena temporada en la cárcel.
     Sobreviven, entonces, el espacio de la literatura pero también las suspicacias del exilio ante la estatura intelectual de quienes todavía escriben y publican “allá”, salen y entran, de una forma u otra. Queda también la pregunta por los “espacios alternativos” más o menos permitidos: un lugar de reunión, una editorial decorativa, algunas páginas en internet; tres o cuatro excepciones que mal disimulan la miseria de una cultura cuya necesidad de rituales está garantizada con una efectiva política de censura interna y la ausencia de conexión con el resto del mundo.
     Cuba es un caso curioso pero no exclusivo. En casi todos los países totalitarios la censura y sus derivados han ido acompañados de una permanente simulación de vida intelectual. De hecho, el ejercicio sistemático de la censura sólo puede tener lugar allí donde aún no ha desaparecido del todo el andamiaje, donde siguen existiendo libros, revistas y premios, en esa “tierra de nadie” donde los amagos de polémica ocultan el meollo de eso que Czeslaw Milosz llamaba un “pensamiento cautivo”.
     El título de Milosz alude a las vicisitudes del intelectual comprometido, a esas pequeñas tragedias del pensamiento acorralado entre la utopía y el oportunismo. Recordemos que en su ensayo, Milosz clasifica a sus colegas en cuatro categorías: “el trovador”, simple apologeta del cual los cubanos padecemos una encarnación demasiado literal; “el moralista”, aquél que, movido por razones éticas y exonerado de escrúpulos, sostiene la supremacía del colectivo sobre el individuo y defiende que el fin justifica los medios; “el amante desdichado”, categoría que abarca a los colaboradores arrepentidos, un rubro en permanente expansión; y por último, “el esclavo de la historia”, ese ser bonachón que, astutamente, se deja acunar por las circunstancias y permite que la política lo use a su libre arbitrio mientras le conserve ciertos privilegios.
     No afirmo que todo el panorama intelectual de la isla se reduzca hoy a estas cuatro figuras. Resultaría demasiado simple. Pero en El pensamiento cautivo se menciona un concepto, el ketman, que tiene especial interés para analizar la situación cubana. Ketman sería la dinámica de esta puesta en escena, el montaje de unos intelectuales que, por razones políticas, no consiguen serlo. Una ilusión de rol que subsiste en dos frentes: allí donde la voluntad de pureza y de utopía ya han sido sustituidas por el descreimiento y el franco oportunismo, pero también entre escritores y pensadores con preocupaciones legítimas y con una necesidad, cada vez más imperiosa, de reconocimiento.
     El cambio más importante en la cultura cubana de los últimos diez años es que sus mecanismos de legitimación intelectual cada vez están más organizados desde y para el exilio. Nadie duda de que escapar de la isla se ha convertido en el sueño semisecreto de las últimas generaciones de escritores cubanos. Pero no siempre se trata de una salida sin regreso. Porque afuera, ya se sabe, es difícil vivir. Más allá de las becas, de los tupidos cortinajes de las subvenciones oficiales y las prebendas académicas, se abre el espacio angustioso de la vida real, de la supervivencia pura y dura: la ruda disyuntiva entre el Dinero y el Tiempo. Una vez afuera es muy probable que el intelectual habanero de última generación sienta nostalgia de aquella vida amputada en la que podía dedicarse a escribir sin preocuparse por el pan cotidiano. Su viaje a Citerea suele ser una mera exploración que se interrumpe abruptamente con la pregunta “¿qué voy a hacer yo aquí?”. Y entonces regresa. La supervivencia dentro de esa campana de cristal, los pensamientos que lo asaltan dentro de su reducto doblemente insular, acaban marcando, de manera más o menos sutil, toda su obra. Que muchas veces, por una curiosa paradoja, está obligada a hacerse sitio en editoriales extranjeras.
     Casi por inercia sigo asistiendo a estos encuentros con mis “colegas”: escritores cubanos que vienen “de visita”, que han conseguido salir pero prefieren regresar a Cuba porque allí disponen de tiempo para escribir. Nadie excluye que en tales condiciones puedan culminar alguna obra maestra. Está el archicitado ejemplo de Lezama, que los inspira a todos. Lezama: el genio altivo que, abroquelado en Trocadero 162, confía ciegamente en la Posteridad. Pero no hay que olvidar un dato: Lezama (y Piñera) vivieron la mitad de su vida intelectual fuera de la Revolución; tenían una reserva ante la devastación espiritual que los corroía. Un intelectual nacido con la Revolución carece de tales reservas; está amenazado por riesgos que deforman, no sólo su comportamiento público sino también su coartada privada: esa eventual defensa de lo libresco como la única justificación de una vida dilapidada en un ambiente mediocre.
     En esta tarea, tan hercúlea como vana, en este trabajo de salvación por vía letrada lo asalta muchas veces la tentación del atajo, del reconocimiento fácil. Basta un premio. Basta un espacio en una de las revistas locales o una conferencia en un aula abarrotada de oyentes con el estómago vacío. Con eso es suficiente porque en ausencia de una verdadera vida intelectual, donde la legitimación no se establezca por decreto de mediocres, un artículo, un premio y una conferencia producen la ilusión de haber alcanzado la meta.
     Incluso para alguien que intuye el estado de miseria reinante en su país, no resulta fácil aceptar que sus posibilidades de convertirse en un verdadero intelectual radican fuera de éste. Emigrar de Cuba no es cuestión de quererlo, y la razón de ser del intelectual es el libre albedrío, la libertad de escoger. El mecanismo ético se reduce entonces a un simple truco del ello gratificador: elijo quedarme, ergo, existo como intelectual. Tal elección es falsa, como la del espectador embaucado por el trilero, que al levantar su chapa ignora que es víctima, también, de una ley de la percepción.
     Durante mucho tiempo varios intelectuales de la llamada generación de los 80 creímos que era posible paliar la “marcha hacia la desintegración”: el trabajo de los artistas era, como había escrito Lezama, otra manera, “secreta y profunda”, de regir la ciudad. El exilio masivo de los 90 disipó esa ilusión cívica, clausuró la oportunidad de que Cuba se convirtiera en el mejor escenario de su propia cultura. Desde entonces, muchas personas “de dentro” han seguido trabajando de buena fe y han dado forma a varios proyectos de valía. Sabiendo las condiciones en que lo hacen, esas revistas, esos libros, esas conferencias en una azotea son dignos de un doble reconocimiento. Pero ese trabajo admirable, casi de miniaturista, no debería fomentar la ilusión de una verdadera vida intelectual. No se vale suplantar el original por un sucedáneo con buenas intenciones. De lo contrario llegará el día en que se juzgue la triste situación del intelectual cubano como una especie de melancolía colectiva, el síndrome de Julián del Casal alegremente extendido por decreto.
     Veamos, por ejemplo, a los críticos cubanos, anclados en la indolencia que brota de la radical inutilidad de su tarea. ¿De qué sirve el reseñismo allí donde campea el dogma político? Mutuas celebraciones, intriguillas de salón. De un lado el provincianismo puro y duro de escritores sesentones. Y del otro, la lucha (igualmente provinciana) de los jóvenes críticos por ver quién consigue estar más à la mode. Lo cual acaba en pseudoerudición: se habla de oídas, se cita de segunda o tercera mano. Boqueando. Así están casi todos los ensayistas que viven hoy en Cuba. En un país donde la política se ha vuelto omnipresente, escribir de política los dejaría petrificados. Para participar en otros debates intelectuales llegan tarde. Desde hace al menos veinte años, los intelectuales cubanos llegan tarde a casi todos los debates. Sólo les queda la patria, un canon amañado, para entretenerse en interminables ejercicios autorredentores.
     Pero, ¿puede haber un verdadero debate sobre el canon literario allí donde al crítico se le han extirpado previamente otras motivaciones intelectuales?
     Hay un razonamiento de Adorno en Minima moralia que analiza la función de la crítica dentro del magma de unas condiciones adversas: “El rechazo de la confusión reinante en la cultura —dice Adorno— presupone que se participa de ella lo suficiente como para sentirla palpitar, por así decirlo, entre los propios dedos, mas al propio tiempo presupone que de dicha participación se han extraído fuerzas para denunciarla”.
     La insistencia moral del exilio a la hora de criticar a los intelectuales cubanos que se creen los únicos dioses de su parcela no es un problema de rencor personal o generacional, sino la evidencia de que bajo una sociedad totalitaria bien cabría esperar de esos intelectuales reacciones algo más inquietantes que tres o cuatro polémicas inocuas. Desde el exilio llega a los críticos cubanos el molesto recordatorio de que, como intelectuales, también podrían desenmascarar las coartadas del nacionalismo y rebelarse contra las perversiones que ha sufrido el lenguaje de la crítica.
     Así como el fascismo echó mano de un amplio repertorio de contenidos mitológicos, el régimen cubano utiliza una dosis ingente de malinterpretaciones y medias verdades sobre la tradición y la historia cubanas para armar su discurso. Y en ello cuenta, muchas veces, con el silencio cómplice de unos intelectuales incapaces de opinar sobre aquello que tienen cada día ante sus ojos. Cualquiera sabe lo que hay detrás de esa cortina de humo que son las publicaciones literarias de la Habana. Y más en un Estado que usa todos los recursos posibles para fomentar la miopía o el estrabismo ideológico, para convertir en ignorantes a sus escolares sencillos, para divulgar el chovinismo y la ordinariez. Los políticos cubanos siempre han usado la tradición como un belvedere desde donde arrojar su propaganda. Me cuesta trabajo aceptar que en ese “mundo feliz” nuestros críticos literarios puedan ejercer su oficio con pericia y objetividad ejemplares. A menudo, eso sí, hacen esfuerzos por disfrazar su indigencia de fría argumentación: en un país donde no hay verdadera vida intelectual la peor de las academias es el cómodo refugio de los aspirantes a sabio. Pero también en la academia hay reuniones del núcleo del Partido, y muchos vigilantes dispuestos a denunciar a quienes se pasen de la raya.
     El canon cubano, por ejemplo, se ha convertido así en un campo de pruebas para unas prácticas que ocupan el lugar del ejercicio crítico del presente. Pura retórica, peleas de archivo, subjetivismos baratos. En el país de Jerarca, nadie se atreve a marcar jerarquías. En ese frágil equilibro entre memoria e imaginación, los críticos cubanos están imposibilitados para escoger. Les queda la dusosa virtud de las notas al pie.
     También la crítica que se hace en el exilio adolece de errores y parcialidades diversas. Pero cumple con ciertas “normas de juego”: aquí a nadie le cambia la vida por publicar una opinión que vaya contra el discurso de algún ministro de cultura. En vez de ofenderse porque no hay una comunicación fluida con sus colegas del exilio, los escritores cubanos deberían empezar a preguntarse por qué les importa tanto que se les cite en publicaciones tan lejanas de su ciudad natal. ¿Qué extraño mecanismo de legitimación pública los obliga a sobrevivir en el medio que los rodea al tiempo que en privado reconocen la absoluta indigencia de éste?
     Esas preguntas y esos gestos (no un fácil y vocinglero victimismo) es lo que se espera de unos intelectuales que viven en Cuba —sin renunciar a serlo—. –

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(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).


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