En abril de 1962, con John Fitzgerald Kennedy en su apogeo y Washington convertido en Camelot, John Ford estrenรณ su รบltima gran pelรญcula: El hombre que matรณ a Liberty Valance. Quien no la haya visto estรก perdiendo el tiempo, pero para los olvidadizos: Ransom Stoddard, un joven abogado, llega a un pueblucho del Oeste justo cuando se ha de votar si el territorio apoya convertirse en un estado o prefiere mantenerse al margen, opciรณn preferida por los poderosos ganaderos y su sicario, Liberty Valance, que mantiene atemorizada a la poblaciรณn. El รบnico que le planta cara es Tom Doniphon, un rudo pero honesto vaquero, que ve con tristeza como su novia, la guapa Hallie, desplaza sus afectos hacia el abogado. Stoddard logra ser elegido representante del pueblo en la convenciรณn territorial, pero cuando Valance le reta a un duelo se ve obligado a recurrir a las armas contra sus principios; para sorpresa de todos, logra matar al forajido. Ese asesinato es la base de su brillante carrera polรญtica posterior, pero lo que revela al final de la pelรญcula, que es un largo flash back, es que รฉl no matรณ a Liberty Valance; fue Doniphon, que estaba apostado en un callejรณn, y que le salvรณ la vida en un รบltimo gesto de amor hacia Hallie. De hecho, Stoddard solo aceptรณ su primera nominaciรณn al congreso cuando Doniphon se lo confesรณ. El periodista que escucha esta declaraciรณn muchos aรฑos despuรฉs de los hechos termina diciendo: “en el Oeste, cuando las leyendas se convierten en hechos probados, hay que publicar las leyendas”, y rompe las notas que habรญa tomado su ayudante.
Es una pelรญcula fascinante, en no pequeรฑa parte porque serรญa imposible rodarla hoy. Mรกs allรก de encontrar sustitutos a John Wayne, James Stewart o Lee Marvin, el problema es cรณmo hacer verosรญmil una historia de buenos y malos. El cinismo acumulado en los รบltimos cincuenta aรฑos hace muy fรกcil una relectura desmitificadora de la pelรญcula en la que Stoddard, un miserable leguleyo, juega con Doniphon y su nobleza para quitarle su novia, su estatus como hรฉroe local y su dignidad. Es un polรญtico, al fin y al cabo, y ya sabemos cรณmo son y cรณmo han sido retratados por gente tan dispar como Garcรญa Mรกrquez (los decrรฉpitos abogados de negro de Cien aรฑos de soledad), James Ellroy en LA Confidencial o David Simon en The Wire.
Y sin embargo, en 1962, en Hollywood, todavรญa se podรญa hacer un retrato de un polรญtico sincero. Al aรฑo siguiente, el asesinato de Kennedy puso fin a Camelot y pronto el Watergate enlodรณ la polรญtica para siempre. Entre tantas mentiras la verdad parece inconcebible. Ese cinismo inducido se propagรณ por todas las esferas. En la ficciรณn, quien mejor analizรณ esa deriva fue David Foster Wallace:
La ironรญa y el cinismo fueron la rรฉplica necesaria a la hipocresรญa dominante en Estados Unidos en los cincuenta y los sesenta […] El problema es que una vez que desmontas las reglas del arte, y una vez que la desagradable realidad que la ironรญa destapa ha sido destapada y revelada, entonces, ¿quรฉ hacemos?
El cinismo y la ironรญa posmodernos se convirtieron en un fin en sรญ mismos, una medida de la sofisticaciรณn contemporรกnea y el talento literario. Pocos artistas se atreven a intentar hablar sobre cรณmo arreglar lo que no funciona, porque a los ojos de todos los desengaรฑados ironistas parecerรกn sentimentales e ingenuos. […]
El problema es que, mรกs allรก de que haya sido malinterpretado, lo que nos ha llegado del auge de la posmodernidad es sarcasmo, cinismo, un ennui permanente, recelo de toda autoridad, recelo de toda restricciรณn al comportamiento y una terrible tendencia a hacer diagnรณsticos irรณnicos de lo que nos desagrada, en vez de la ambiciรณn no solo de diagnosticar y ridiculizar, sino de solucionar. Hay que entender que esto ha permeado nuestra cultura. Se ha convertido en nuestro idioma; estamos tan metidos en ello que ni siquiera percibimos que es una entre muchas maneras de ver. La ironรญa posmoderna se ha convertido en nuestro hรกbitat.
Para David Foster Wallace, como dijo Sam Adler Bell, “la ironรญa se ha convertido en una enfermedad que nos impide escribir ficciones que traten las verdades, los miedos y los deseos, viejos y pasados de moda, que han unido a la humanidad en temores y esperanzas compartidas”.
Una cita tan larga y en principio extravagante sobre los problemas de la literatura estadounidense contemporรกnea se justifica porque es perfectamente aplicable a la polรญtica espaรฑola. En Espaรฑa, en los setenta, un polรญtico podรญa decir frases como “hay que elevar a la categorรญa polรญtica de normal lo que en la calle ya es normal” o “la Constituciรณn no resolverรก todos nuestros problemas, pero todos seremos protagonistas de nuestra historia” o “el futuro no estรก escrito porque solo el pueblo puede escribirlo” y la gente le creรญa aunque no le votara. Hoy miramos con las gafas de la ironรญa posmoderna y no nos creemos nada. Durante mucho tiempo, es cierto, aplicamos la regla de los periรณdicos del Far West y publicamos la leyenda, pero cuando hemos decidido buscar la realidad no nos vale con que Doniphon fuera quien matara a Valance. Nuestro cinismo nos hace ver a Stoddard como un manipulador y a Hallie como una trepa que prefiere al futuro senador que al campesino. Asรญ, hemos convertido a la Transiciรณn en el gran engaรฑo, y bien provistos de sarcasmo, ironรญa y cinismo procedemos a invalidar cualquier versiรณn de nuestra historia que considere que sentimientos nobles y principios รฉticos jugaron un papel. ¿Para enfrentarlos con quรฉ?
En la manifestaciรณn pรบblica de dolor por la muerte de Adolfo Suรกrez cupo ver una nostalgia por esa ingenuidad perdida, por el tiempo en que se podรญa hablar de un proyecto comรบn ilusionante sin provocar sonrisas condescendientes. La admiraciรณn por un tipo listo y hรกbil que acabรณ creyรฉndose su personaje. Como era de prever, fue un fogonazo. Enseguida el debate se enfangรณ y entre medias verdades y mentiras enteras logramos hundir otro poco un momento brillante de nuestra historia, y no hay tantos. Es un pequeรฑo consuelo, pero al menos treinta mil personas hicieron cola en las calles de Madrid. Puede que fueran los รบltimos ingenuos, como seguramente pensarรกn los descreรญdos; tambiรฉn puede que fueran conscientes que Adolfo Suarez contribuyรณ a que la vida de todos fuera mejor. Y, mรกs allรก de cualquier leyenda, eso merece un agradecimiento. ~
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.