Como es lógico, el mayor mal es un conjunto bien trabado de males diversos que colaboran entre sí con esa simbiosis que los empleados llaman “sinergia”. El conjunto, en cualquier caso, supera a la suma de los factores.
Podría resumirse llamándolo “el ancestral desprecio de la inteligencia” que distingue a las clases dirigentes españolas debido a la debilidad del intelecto frente al monopolio del alma. Quizás en la actualidad la desprecien con mayor inocencia o barbarie, pero insisten en ello. Éste debe de ser el último lugar de Europa en donde las mayores responsabilidades recaen sobre gente sin estudios medios o superiores. Si las clases dirigentes desprecian la universidad, ¿qué van a hacer los súbditos?
Durante unos cuantos años las familias pobres creyeron en la universidad como sistema de ascenso social. Duró poco. En nuestros días, para ser un buen español es un inconveniente haber acudido a la universidad en lugar de hacerlo a un estudio de televisión. Las mejores carreras los pobres las hacen en los sindicatos. Los ricos, como decía el consejero áulico de Jordi Pujol, en las alcantarillas.~
– Félix de Azúa
Esta universidad no tiene males sino problemas. El primero es la tendencia a la minorización de sus estudiantes, palpable en el dominio de los ideales de la “evaluación” –plasmada en ránkings– impuesto por la casta tecnopedagógica de las agencias oficiales y que nuestras autoridades a su vez imponen a programas, materias y asignaturas. Si se entra a un descriptor de grado o de máster se encontrará un léxico que mezcla términos legítimos de la psicología evolutiva (“competencias”, “aprendizaje”, “habilidades”) habitualmente aplicado a la descripción del desarrollo intelectual de los niños, con la jerga pseudocientífica de la autoayuda (“inteligencia emocional”) e incluso con la desfachatada exhibición de aspiraciones de playa californiana (“coaching”). Los estudiantes se transforman así en tutelados permanentes cuyas disposiciones y actitudes psicológicas y sociales –no su estudio– deben ser vigiladas y orientadas.
La segunda consecuencia del ideal burocrático y nihilista de la evaluación es una inquietante reducción de la perspectiva social. Nuestras autoridades esgrimen las necesidades de la “sociedad” para celebrar la utilización del léxico de las “habilidades” y “competencias” y proclaman el abandono o relegamiento del exigente mundo de los “contenidos”. Sólo que “sociedad”, en este caso, equivale a “empresa”.
A esa grotesca reducción se debe el abandono de términos como “saber” y “estudio” entre nuestras autoridades universitarias, desde la izquierda hasta la derecha. De allí que ellas subrayen la innovación docente como mera innovación técnica de la transmisión. Ese es su peligro, porque garantiza la entrada al mercado no de ciudadanos sino de súbditos vigilados. La misión de la universidad, si tiene alguna, es resistir esa tendencia. ~
– Nora Catelli
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Lo sorprendente sería, bien mirado, que andando mal tantas cosas fuera la universidad una excepción. El sistema de la Transición que rige todo en España vaga a trompicones de beodo. Y aunque la universidad tiene uno de sus mitos más sagrados en su autonomía, es otra institución pública del sistema –o más bien de la inmisericorde maraña– alojado en gobiernos, parlamentos, diputaciones, ayuntamientos, hospitales, escuelas, comisarías, cuarteles, juzgados, miles de oficinas de todo tipo de empresas, consorcios, observatorios y objetos administrativos no identificados e incluso desconocidos.
Las universidades públicas españolas pueden imaginarse al margen de este embrollo pero, como es inevitable, están enredadas hasta el fondo. Y como el resto de las instituciones, padecen ineficacia, ineficiencia, burocratismo, gestión opaca, multiplicación de entes superfluos y problemas de escala entre la elefantiasis y el minifundismo. Pero sobre todo de falta de sentido de la realidad y de sentido común. Reparemos por ejemplo en la autonomía universitaria: dependiente en un altísimo porcentaje del dinero público –y por mucho que se invoque a Bolonia eso no cambiará nunca en muchas áreas, salvo que se decida liquidarlas–, la autonomía económica es pura falacia. Y la académica más o menos igual, adulterada como está por el sindicalismo y la esclerosis administrativa de un Estado intervencionista. Pues si está regulado al detalle desde la actualización de los curricula hasta la compra de bolígrafos, es impensable contratar profesores o becar investigadores con base en criterios puramente académicos, es decir, el objetivo implícito de esa autonomía.
Añadamos a esos males la importación de modelos de gestión y enseñanza que ya han fracasado estrepitosamente en la escuela secundaria y en muchas empresas: el “aprender a aprender” y la “gestión de calidad” (promovidas ambas por gentes que ni parecen haber aprendido nada ni han llegado al mando por su especial cualificación, sino por enchufes o carambolas políticas). Sin olvidar los estragos fatales del nacionalismo y de lo políticamente correcto, tan típicos de una buena universidad como la castidad de una casa de citas.
Cambiar todo esto requerirá de más o menos lo mismo requerido para cambiar las cajas de ahorros que no son tales o las onerosas televisoras públicas que no ve nadie. Se trata de erradicar la conversión de la universidad en cualquier otra cosa ajena a sus fines originales: enseñar e investigar. Evitar que sirvan para suplir a las empresas formando especialistas, a los hogares para custodiar jóvenes desorientados, a los ministerios para alojar burócratas, a los “pueblos sin Estado” para conservar lenguas en retirada y, en fin, evitar convertir los departamentos universitarios en refugio blindado de nulidades y viveros de títulos extraviados, que es lo que se ha venido haciendo con la universidad española en los últimos decenios. Lo extraño es que la universidad siga cumpliendo una función propia insustituible… Eso mismo permite algún optimismo sobre su futuro. ~
– Carlos Martínez Gorriarán
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Los elementos más invisiblemente deficientes del sistema universitario tienen que ver con la rentabilidad de la investigación. Los últimos veinte años han visto un crecimiento insólito de los becarios de investigación y del dinero público destinado a esa formación sin que los buenos resultados de esas investigaciones hayan permitido estabilizar carreras de investigación suficientes. Las condiciones objetivas han sido netamente favorables y sin embargo cuando los resultados empiezan a ser palpables el sistema no encuentra la vía para rentabilizar la inversión realizada: demasiadas veces el joven investigador ha de encontrar su lugar fuera de la universidad española, mientras que el regreso en condiciones es casi utópico y en todo caso complicadísimo. ¿Fallan los sistemas de selección del personal en los niveles iniciales, en los primeros contratos, en las primeras ayudantías? Sin duda, ése es uno de los problemas centrales, y tiene que ver con la falta de convicción con la que buena parte del profesorado aprecia el valor de la investigación. La universidad española sabe desde hace muchos años que la mejor docencia suele estar respaldada por una suficiente investigación, regular y sostenida, y sin embargo sigue siendo alto el porcentaje de profesores que desconfían de la investigación como método fundamental de mejora de la docencia. Sin duda importa el diseño de nuevas técnicas y la habilitación de herramientas modernas, pero en niveles superiores de educación debería ser mucho más relevante y decisiva la capacidad de innovación intelectual de la docencia que el instrumental con que se imparte. ~
– Jordi Gracia
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Utilicemos la clásica imagen de las muñecas rusas, en las cuales cada cuestión incorpora a otra quizá más pequeña y que se ve menos, pero más profunda. En el primer plano hay que denunciar una terrorífica burocratización. Y esta burocratización ha provocado una cierta fosilización de la creatividad entre los profesores y los alumnos. Para definir esto utilizaría una expresión un poco heterodoxa: “ausencia mutua de ósmosis pasional”. El profesor no logra implicar pasionalmente a los estudiantes, con lo que se carece de algo básico en la paideia, que es la seducción, y –sea dicho en descargo de los profesores– los estudiantes que llegan a la universidad lo hacen contaminados de una enorme apatía intelectual, de un enorme desinterés cultural.
Sin embargo, la universidad, en lugar de reaccionar y tratar de combatir eso ha entrado desde hace años en un proceso de dejadez. Y lo que es peor: la universidad pública española es mejor que la privada en casi todos los campos, pero en los últimos años ha incurrido en ese grave error de la mala izquierda que es el igualitarismo por abajo. En medio de eso, se ha producido el miedo del profesor al estudiante, del mismo modo en que el padre tiene miedo del hijo, el político del ciudadano y el periodista del lector. Esto rompe toda idea de calidad educativa por su grado de eficiencia, por su grado de estímulo, por la petición de esfuerzo, de riesgo y de aventura.
Volviendo a la imagen inicial de las muñecas rusas: cualquier diagnóstico sobre la universidad que no tuviera en cuenta el clima general en la sociedad española, y casi diría de la época, sería erróneo. Sería muy casual que en una sociedad que ha tendido al nuevo riquismo, una sociedad en la que el capitalismo especulativo incluso ha destruido la raíz ética del capitalismo tradicional, hubiera un islote de aristocracia cultural, o tan siquiera de excelencia, en medio de una sociedad que no lo pide. Estamos en un momento en el que los canales de acceso al prestigio no pasan precisamente por la idea de que hay que adquirir un tesoro cultural. Todo esto repercute en la falta de estímulo general que rodea a la universidad. ~
– Rafael Argullol
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El primer problema de la universidad española son los escasos niveles de conocimiento y el nulo espíritu de trabajo de los estudiantes que ingresan en la misma a consecuencia del erróneo modelo pedagógico de primaria y secundaria. Respecto al modelo universitario, hay importantes enfoques equivocados, agravados por reformas recientes: la falta de planificación general en la creación de nuevas universidades, un pésimo sistema de selección de profesorado y el sistema corporativo de gobierno universitario.
Todo ello empeora con el peculiar desarrollo del plan de Bolonia. En primer lugar, el modelo pedagógico fracasado en primaria y secundaria se pretende introducir en la enseñanza universitaria. Ello conducirá probablemente, por lo menos en el ciclo de grado, a un superficial conocimiento de las materias y a un mal aprendizaje de la carrera escogida. Asimismo, el sistema de evaluación continuada que estimula dicho plan, además de seguir contribuyendo a la mala preparación de los estudiantes, absorberá todas las energías del profesorado, quienes no tendrán ni el tiempo ni la tranquilidad suficiente para dedicarse a la investigación científica y a la producción cultural.
Otro error del plan Bolonia, tal como se quiere aplicar en España, es que la enseñanza no va encaminada al conocimiento de los distintos saberes en sí mismos sino al aprendizaje de un oficio. Ello puede ser adecuado en carreras cuyo objetivo es la enseñanza de una profesión (por ejemplo, dirección de empresas, gestión pública, turismo, enfermería, publicidad, periodismo o relaciones públicas, entre otras), pero no en otras cuya finalidad es el estudio de una ciencia o un saber específico (por ejemplo, matemáticas, física, química, derecho, filosofía, medicina, historia, economía, entre otras) para después darle el enfoque profesional que se desee. La uniformidad de los estudios de grado (el mismo número de cursos, los mismos ciclos y las mismas condiciones para la confección de los planes de estudio) impide que las distintas titulaciones se adecuen a la naturaleza –profesional o científica– de cada una de ellas.
El modelo pedagógico predominante en la universidad actual es obvio que necesita cambios; por ejemplo, que la enseñanza no pivote alrededor de la clase magistral. Ahora bien, sustituirla por un sinfín de trabajos individuales y colectivos, además de otros controles varios, que quizás permiten aprender habilidades y destrezas pero que subestiman el conocimiento de las categorías básicas, constituye un grave error. El máster, por su parte, es indispensable para especializarse en una materia, o para iniciarse en la práctica de una profesión, que permitan al alumno la inserción en el mercado laboral. Ahora bien, si la universidad pública –como es previsible– se muestra incapaz de ofrecer másters de calidad, su función social habrá quedado gravemente deteriorada: no sólo disminuirá la igualdad de oportunidades sino que se impedirá que las élites futuras estén bien capacitadas. Sólo aquellos estudiantes con altos medios económicos podrán financiarse buenos másters en universidades privadas. Como lo decisivo en el futuro será la calidad de los másters, la decadencia de las universidades públicas será irreversible a menos que se reforme el modo de selección del profesorado, la forma de gobierno y el modelo de financiación.
En todo caso, a pesar de la mala dirección emprendida, el modelo está todavía bastante abierto. Ello puede permitir que los principios del plan de Bolonia sean aplicados con flexibilidad y sentido común, rectificar a tiempo y encontrar una salida. ~
– Francesc de Carreras
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Es habitual escuchar y leer toda clase de quejas sobre la enseñanza universitaria en España. La pauta que se repite en estas jeremiadas es que las universidades españolas no llegan a los niveles de calidad técnica y de formación que se sue-le encontrar en países como Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, o incluso Bélgica y Holanda, que cuentan con algunas universidades célebres y con los que inexplicablemente España insiste en compararse, aunque dicha pretensión sólo se justifica por mera proximidad geográfica. Digo “inexplicablemente” porque cabe recordar que España es un país desvertebrado nacido de una guerra secular de reconquista en la que los bárbaros se impusieron sobre la nación árabe civilizada y que, acto seguido, expulsó a sus judíos y emprendió la conquista y el expolio de las Indias occidentales creando un Imperio que habría de perder al cabo de dos siglos a manos de aquellos mismos que había expulsado. Entretanto acunó la Contrarreforma (que, por cierto, no se caracterizó por ser una cruzada espiritual modernizadora y librepensante), fue reacia a la Ilustración y sorda al liberalismo hasta el punto de que libró una guerra nacional contra el ejército invasor napoleónico, pese a que éste fue un inequívoco factor de modernidad en la primera mitad del siglo xix, y acabó un siglo después sumiéndose en una guerra civil fratricida que desembocó en una dictadura fascista de cuarenta años de la que no fue capaz de librarse sino por la muerte natural del dictador… ¿cabía esperar que esa sociedad produjera una cultura técnica, científica o humanística relevante o una comunidad instruida en los valores del saber y las artes? Por supuesto que no. Sólo en
el caletre de los pedagogos y los burócratas programadores de la educación cabe la idea de que si “mejoramos” nuestras universidades mediante planes que se suceden a razón de uno por lustro, conseguiremos desasnar al personal para así codearnos con Oxford, Stanford, Lovaina o el mit. No son las instituciones las que forman a las sociedades sino que es al revés: son las comunidades humanas las que se dan a sí mismas unas instituciones acordes con sus virtudes ciudadanas. Así pues, la universidad española es tan mediocre e intrascendente como su cultura, sus editoriales, su prensa, sus librerías, su cine o su televisión, dicho esto sin intención de descalificar a nadie puesto que, en medio de la mediocridad general, es obvio que, aquí y allá, se dan las excepciones del caso. Son los lectores los que hacen al éxito de un género o de un autor o los que producen medios como el Times Literary Supplement; y son los espectadores los que cualifican un teatro, así como las exigencias del público son los factores que legitiman el prestigio de una sala de conciertos. Los medios y los recursos técnicos y de investigación y las bibliotecas universitarias españolas son harto suficientes para las finalidades para las que fueron pensados y, de acuerdo con mi modesta experiencia personal, lo mismo puede decirse de los profesionales que trabajan en ellas, que no son ni más endogámicos, ni más ideológicamente prejuiciosos o incompetentes que los de cualquier otra universidad del mundo sino, cuando mucho, un tanto renuentes a hablar o leer otra lengua que no sea la suya. Si hay un mal que aqueja a la universidad española, entonces hay que reconocerlo en la cultura española en su conjunto y, puesto que remonta a varios siglos de atraso espiritual, no parece que pueda hallarse para él una solución a corto plazo ni que esta dependa de una decisión política y educativa gubernamental. ~
– Enrique Lynch
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España está entre las diez mayores potencias científicas del mundo. Su universidad, no obstante, goza de una frágil salud minada por distintos lastres. Uno de ellos –aunque haya a quien le cueste creerlo– es el gran número de horas lectivas que debe impartir en general un profesor universitario español, en comparación con otros países. Los profesores de fuera se quedan asombrados cuando les decimos las horas que dedicamos a la docencia y nos preguntan: “¿Pero vosotros cuando investigáis?”. Porque a esas horas hay que sumar las que se destinan a la gestión. En este contexto, para ganar una cátedra –concedida únicamente en virtud del currículo investigador– sólo existen dos vías legales: trabajar durante años de sol a sol o bien sacar provecho del trabajo de otros, no siempre mediante prácticas éticas.
Por otro lado, nuestra época padece una obsesión por el cambio rayana en la manía, que ha derogado decretos de educación antes de ponerlos en práctica. Esto supone, entre otras cosas, una enorme pérdida de tiempo. Cada vez que un político ocupa un cargo se siente en el deber de cambiarlo todo. Si con ello se pierde eficiencia, calidad o se malgastan recursos, es algo que no le incumbe, porque en ese momento está en otro lado inaugurando un nuevo ministerio. De este modo, y aunque no nos va del todo mal, tampoco se vislumbran en un futuro próximo visos de mejora. Cada vez que alguien pregunta si la educación universitaria va a cambiar con los nuevos títulos de grado, es decir, con la adaptación al modelo europeo de Bolonia, pienso en la misma evidencia: no disponemos de nuevos recursos –a nadie se le ha ocurrido invertir un euro en la reforma– y, sobre todo, somos los mismos profesores con mayores obligaciones (hemos de crear planes de estudio y seguir investigando) y un sueldo más bajo. Así que, ¿qué esperan cambiar? Lo más delirante es que mientras tanto se siguen proponiendo medidas para incentivar la investigación, sin querer ver que la única solución es pagar un sueldo decente a los investigadores. Y dejarles tiempo para investigar. Así de simple, así de lejano. ~
– Javier Ozón