“¿Qué les puedo decir a estos chicos que no sea insensato?”

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George Saunders responde como sus personajes hablan. Con pequeñas digresiones, frases ágiles y trucos como poner números entre paréntesis. O eso, por lo menos, parece cuando el escritor estadounidense comenta, por correo, sobre Diez de diciembre, recientemente editado en español por Alfabia (traducción de Ben Clark), libro que lo llevó a ser finalista del National Book Award y portada de New York Magazine con el título “George Saunders ha escrito el mejor libro que leerás este año”. Diez relatos en los que se explora qué significa vivir en una época globalizada y saturada mediáticamente como la nuestra; el poder que tienen las empresas farmacéuticas, la publicidad y los medios de comunicación; y qué sucede con las relaciones humanas en medio de ese cuadro. Sobre eso se explaya desde su hogar, en el estado de Nueva York, donde Saunders también trabaja: hace dieciséis años que es profesor en Syracuse, la misma universidad donde –en los años ochenta– cursó una maestría de escritura creativa al mando de Tobias Wolff.

La mayoría de los cuentos de Diez de diciembre parecen esconder un comentario sobre estos tiempos. ¿Cómo nacen sus historias?

Normalmente empiezo con una idea o una pequeña imagen, o incluso un par de líneas de diálogo, y de ahí trato de “crecer” hacia afuera –ver hacia dónde me lleva la energía natural de la historia–. Me gusta mantener las grandes ideas, temas o comentarios a raya (sabiendo que con el tiempo van a aparecer por su cuenta y de forma más auténtica). Así que me paso un montón de tiempo tratando de mejorar las frases; mantener la velocidad alta, cortar la grasa, mejorar el humor, aclarar la lógica interna del relato. Mucho trabajo en la edición, en el “línea a línea”. Pero nunca tomo notas ni nada de eso.

Su nombre se asocia a escritores como Kurt Vonnegut y Donald Barthelme, y usted los ha mencionado como influencias. ¿Recuerda cuándo los leyó?

Creo que leí a Vonnegut en la universidad, pero estaba demasiado enamorado del realismo como para entenderlo cabalmente. Como lector, en ese entonces era demasiado limitado. No me gustaba nada muy desordenado ni muy antiautoritario. A Barthelme lo leí luego de pasar una temporada en Asia. Estaba postulando a diversas maestrías en escritura creativa, y Barthelme vivía en Houston, enseñaba en uno de los programas que me interesaban, así que tomé uno de sus libros y lo leí. Además de esos dos autores, el descubrimiento de Isaak Babel y James Joyce –gracias a las clases de Tobias Wolff en Syracuse– fue algo muy importante para mí.

Con el éxito de Diez de diciembre le han pedido dar discursos de graduación en universidades. ¿Qué le puede aconsejar un escritor a una sala llena de jóvenes?

El primer discurso fue en 2005, para la graduación escolar de mis hijas. El público eran niños y niñas que conocía y les tenía cariño, así que me pregunté: “¿Qué les puedo decir a estos chicos que no sea insensato?” Y eran chicos muy astutos, mucho mejor educados que yo, y, como alguien que ha cometido su ración de errores a lo largo del tiempo, no me sentí en condiciones de darles “consejos”. A la hora de escribir, lo único que me vino a la cabeza fueron las veces que (por ansiedad o por descuido o por lo que fuera) había herido a alguien. Luego Syracuse me pidió que cerrara el año académico e hiciera lo mismo. Así que no fue tan difícil. Solo que el texto se me perdió, por lo que tuve que recordarlo y escribir una nueva versión.

David Foster Wallace, que también leyó un discurso de graduación en una universidad, dijo: “Hay una parte de la vida adulta que nadie habla en este tipo de instancias. Y esa parte incluye aburrimiento, rutina y frustración.” Me imagino que no es tarea fácil hablar de eso a un grupo de graduados.

Sin duda son tiempos difíciles para los que se gradúan. Hay cosas como la economía y el mercado de trabajo que siempre van a estar fluctuando. Pero lo que no cambia es la condición básica de las personas. Y ahora, en esta etapa del mundo, me parece cada vez más obvio que el ser humano está acá para desarrollarse, para volverse fuerte y lo más generoso posible. No creo que exista una verdad más grande que esa. O eso me parece a mí por lo menos. Así que mi intención fue decir a los graduados que se pusieran manos a la obra y buscaran eso, en vez de, tal como yo lo hice, desperdiciar varios años sin tomar aquello en cuenta.

Su primer libro de relatos, Guerracivilandia en ruinas, se editó el mismo año que La broma infinita. ¿Conoció a Foster Wallace?

Tuve la suerte de conocerlo, sí. Era un gran tipo, un gigante en todo sentido. Inteligente, sin duda, pero también muy tierno y divertido. La persona que uno lee en sus páginas; así era él (aunque la versión escrita, por supuesto, está refinada y perfeccionada). Creo que por eso los lectores lo aman tanto. Tenía ese raro don de crear una personalidad particular en la página, cosa que el lector sintiera que (1) está realmente escuchando al escritor y (2) también está escuchando a una parte de sí mismo, una parte un poco atemporal y que solo se manifiesta al leer a este escritor. Vonnegut tenía esta cualidad, al igual que Kerouac y Hemingway.

En 2007 publicó The Braindead Megaphone, un libro de ensayos en que critica el excesivo poder de los medios de comunicación sobre la sociedad estadounidense. Y algo de ese espíritu crítico se cuela en los relatos de Diez de diciembre. ¿Sigue manteniendo el mismo diagnóstico?

Creo que estamos peor. Nos hemos acostumbrado tanto a esa estúpida carita feliz que vocifera noticias que ya no se puede esperar demasiado de nuestros medios de comunicación. Por lo menos ahora el debate no es si ir a la guerra o no. Aunque que me temo que el tiempo vendrá otra vez, y no creo que estemos en mejor forma que cuando se decidió invadir Iraq. Por supuesto hay personas que van a contracorriente de eso, pero en general todo se está volviendo más reaccionario. Y me parece que finalmente se debe a la omnipresencia de las corporaciones y empresas transnacionales (es decir, la suposición tácita que hay entre estadounidenses de que si algo “sirve al accionista”, o sea, a la economía, entonces está bien). A eso hay que sumarle que las corporaciones se están convirtiendo en un ente sin fisuras –son algo así como esa cosa llamada “el Borg” en Star Trek– capaz de comprender, ingerir y neutralizar a cualquier cosa que pudiera oponerse a ellas.

¿Se considera, entonces, un pesimista?

Bueno, por otro lado trato de tener en mente la línea de pensamiento de Walt Kelly (el dibujante de tiras cómicas), eso de que la gente es la causante de esta situación, así que las mismas personas pueden sacarnos de ella (“Hemos encontrado al enemigo, y somos nosotros”). Ahora, ¿cómo puede suceder eso? Al ser conscientes del estado en que está nuestro país y trabajar por el bien del interior, es decir, si las personas que dirigen las empresas tomen conciencia de este tipo de cuestiones, y ajustan el rumbo de la nave. Poco a poco, creo, se forja una nueva conciencia en sintonía con aquello. Así que me siento optimista y pesimista a la vez. ~

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Temuco 1985, es narrador chileno residente en Nueva York. En 2011 Alfaguara publicó su novela La soga de los muertos.


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