Se ha publicado la traducción de un libro enormemente interesante para quienes gustan de bucear en la historia de la vida cotidiana en México. Me refiero a los artículos que Friedrich Ratzel escribió durante su viaje por México en la segunda mitad del siglo XIX [Desde México. Apuntes de viaje de los años 1874-1875, Herder, México, 2009]. La lectura de este libro me atrapó desde sus primeras páginas, no solamente por el gran atractivo del recuento de su viaje por México, sino también por un motivo personal. Ratzel inicia su viaje por una región en la que yo trabajé como investigador unos noventa años después (en 1966-67) del paso del geógrafo alemán: la cuenca del río Balsas. Ratzel llega a Acapulco en barco desde San Francisco y para llegar a la ciudad de México, en lugar de tomar el camino real que pasa por Chilpancingo y Cuernavaca, se dirige por una ruta muy accidentada y arriesgada hacia el norte por la costa, para llegar a Tecpan y Petatlán. Cruza la sierra pasando por Real de Guadalupe y llega a la cuenca del Balsas, en la Tierra Caliente. No se dirige a la desembocadura, sino que sigue el río Mezcala (afluente del Balsas) hacia el interior, para después dirigirse a Morelia. Observa que “todo el terreno que corre a lo largo de la costa, desde Acapulco hasta Colima, pertenece hasta muy adentro de la montaña a un número muy reducido de propietarios” (p. 85). A pesar de la fertilidad de esta región, no se produce nada para el comercio: “De esto no sólo tiene la culpa la indolencia y la desmoralización de la población, sino, en igual medida, la forma sumamente desventajosa en que está distribuida la propiedad de la tierra” (p. 85).
Cuando yo hice trabajo de investigación en la zona de la desembocadura del río Balsas (trabajo que terminó en mi tesis de maestría) ya había habido una profunda reforma agraria decretada por Lázaro Cárdenas en los años treinta. De hecho yo trabajaba en la Comisión del Río Balsas, una organización encabezada por el propio expresidente Lázaro Cárdenas, responsable de los formidables cambios. Y sin embargo, la región seguía siendo extremadamente pobre, violenta y marginada. Al leer a Ratzel me di cuenta de que yo me había hecho preguntas similares a las que él se hacía: ¿cuáles son las causas del atraso y la miseria de México? Aunque había transcurrido casi un siglo, y a pesar de los grandes cambios, la vieja pregunta seguía flotando en el aire y en las aguas del Balsas. No deja de ser profundamente inquietante que aún hoy, al leer a Ratzel, reconozcamos que algo de lo que describía aún persiste. En la introducción a su libro, Ratzel justifica sus reflexiones sobre México, un país en aquella época marginal y carente de interés, por el hecho de tratarse de un fenómeno histórico notable, pues lo ve como “uno de los ejemplos más acabados de este extraño estado de transición, que alberga en su seno el surgimiento de nuevas naciones”. Además le atrae el formidable espectáculo de una naturaleza grandiosa a la que describe en forma admirable. “Y, por suerte, su maravillosa naturaleza siempre se eleva con inmutable grandeza sobre el caos de los volubles seres humanos, que dirimen a sus pies minúsculos intereses” (pp. 49-50).
El naturalista y el historiador queda fascinado por México. Pero como etnógrafo se decepciona cuando, desde la perspectiva de los Estados Unidos y Europa, contempla a la sociedad y a la gente: “lo que nosotros llamamos la vitalidad de un pueblo, ciertamente no lo encontramos en México”–nos dice. “Aquí nos hacen falta el crecimiento, la renovación vigorizante y enriquecedora, el incremento en todas direcciones. Es una escala de vida inferior, un vegetar que sirve para mantenerse” (p. 49). Las incisivas y penetrantes descripciones de Ratzel son muy atractivas, a pesar de que las salpica con caracterizaciones racistas y despreciativas que suenan muy mal a nuestros oídos actuales. Estas caracterizaciones, sin embargo, son significativas y podemos reconocer sus huellas todavía hoy en sectores de las clases medias acomodadas en México.
No ve con malos ojos el mestizaje y denuncia como un prejuicio que “se considere a todos los productos de la mezcla de razas como absolutamente malos” (p. 345). Pero señala que los mestizos tienen una fuerte tendencia “a convertirse en blancos, sólo que empeorados”. Y aclara: “A los mulatos y a los mestizos les hace falta ese saludable sentimiento de inferioridad que convierte al negro y al indio promedio en seres provechosos y disfrutables”. El mestizo, para Ratzel, es un “advenedizo”, y dice que como “en todas las razas inferiores lo que le falta no es tanto inteligencia como carácter” (p. 346). Podemos apreciar en el amargo sabor de este tipo de discusiones sobre las razas y sus mezclas el embrión de lo que en el siglo XX serán los debates sobre el carácter del mexicano. Incluso Ratzel menciona a los lazzaroni mexicanos, los famosos léperos, antecedentes del estereotipo del pelado del que la llamada “filosofía de lo mexicano” tanto discutió. Recordemos que Ratzel tuvo como alumno a Franz Boas, quien a su vez tuvo como discípulo a Manuel Gamio, según me hizo notar Leif Korsbaek, antropólogo y traductor de otro interesante libro de viajes que también acaba de aparecer: Anáhuac o México y los mexicanos antiguos y modernos [1861] de Edward Tylor, el gran antropólogo inglés [UAM/Juan Pablos, México, 2009].
Si hacemos un esfuerzo (un gran esfuerzo) por hacer a un lado la terminología racista, podemos adivinar que Ratzel está tocando un problema complejo. Detrás del concepto de raza se agazapa la noción de cultura. Para Ratzel las características biológicas de lo que en aquella época se llamaba raza no son verdaderamente determinantes. Por ello, una raza como la española puede cambiar y, en el caso mexicano, degenerar. Sobre los criollos afirma: “La falta de una verdadera cultura, de un espíritu y un carácter genuinos […] nunca ejerció una venganza tan amarga contra un pueblo como con esa rama del español que, por la constante emigración, fue trasplantada a América. Los hijos dilapidaron lo que los padres habían ganado, adquirieron costumbres y formas de pensar que para éstos debían ser un horror y, en cuanto se levantó la bandera de la revolución, se levantaron en armas contra ellos. Así como la ventajosa condición económica del México virreinal descansó en el empeño y la ahorratividad de los españoles, así también, la posterior decadencia tuvo como causa principal la indolencia y el derroche de los criollos” (p. 348).
La confusión entre raza y cultura tiñe la visión de Ratzel, lo que hace que su lectura sea al mismo tiempo atractiva y repelente. Atractiva porque describe costumbres y hábitos sociales con una vivacidad y una maestría no desprovistas de ingenuidad. Repulsiva porque a cada paso revela una inquietante veta racista que ya sabemos que puede llegar a extremos catastróficos. Recordemos que la idea de “espacio vital” desarrollada por Ratzel fue retomada por el nazismo para justificar su expansión territorial.
Conviene hoy ver en Ratzel su énfasis en la dimensión cultural y no el peso de una herencia biológica sobre los individuos. Por ejemplo, Ratzel concluye que la historia de Centro y Sudamérica posterior a la independencia revela “a la capacidad colonizadora de los españoles bajo una luz muy mortecina. Más que a la incapacidad individual […] esto debe atribuirse al bajo nivel cultural que tiene el pueblo como tal, a la excesiva inclinación por el comercio y el mal gobierno” (p. 349).
Las descripciones de Ratzel son sabrosas y vívidas, llenas de anécdotas y de apreciaciones que retratan tanto lo que ve en México como el talante cultural de un europeo de la segunda mitad del siglo XIX. Admira mucho a Benito Juárez y denuncia el papel opresivo del clero, desgraciadamente apoyado por lo que llama un “pueblo inmaduro”, que sin embargo derivaría hacia la barbarie y el desenfreno si no fuera por la presión religiosa (p. 149).
Por último quiero invitar a los lectores a comparar el relato de Ratzel con el Manual del viajero en México, publicado en 1858 por el veracruzano Marcos Arróniz [hay una edición facsimilar publicada por el Instituto Mora en 1991]. Acaso Ratzel usó esta guía para orientarse en la ciudad de México, aunque lo dudo. Allí hubiese encontrado una exaltación romántica de la ciudad de México, un interesante panorama de la literatura mexicana y muy pintorescas descripciones de las calles y los habitantes de la ciudad. Arróniz, un melancólico poeta ultrarromántico, no hace ninguna crítica a la ciudad. Ratzel en contraste, detesta la arquitectura barroca, las calles le parecen demasiado estrechas y llenas de holgazanes. Observa con curiosidad a las mujeres que van a las misas de la Catedral, muy religiosas y fieles al clero. Pero no deja de darse cuenta de que los caballeros jóvenes aprovechan la oportunidad “y especialmente los domingos y días de fiesta […] montan literalmente guardia en las cercanías de la Catedral. En la calle de los Plateros [hoy Madero], por la que pasa la mayoría de la feligresía femenina, se paran hombro con hombro, apoyados con la espalda contra la pared, y las damas tienen que pasar muy cerca de ellos, porque la banqueta es muy angosta. Entonces alguno aprovecha la oportunidad para susurrarle a la destinataria de su admiración un saludo o un piropo. Es una práctica tradicional. Si como hombres estos jóvenes fueran tan gallardos como las mujeres, esta no sería una escena desagradable; pero la mayoría se ven bastante ridículos y se comportan con una petulancia que justamente hace resaltar lo femenino de su naturaleza. ¡Una gentecita poco edificante!” (p. 150-51).
En cambio, el poeta Arróniz, quien sin duda fue uno de los galanes que piropeaban a las muchachas, describe la misma escena, que llama el “paseo de las cadenas” en torno de la Catedral, en un tono extasiado y cursi: “Cualquiera que las ve [a las damas] de lejos y con fantasía de poeta, creería que eran bellas ninfas, que habían bajado curiosas a la tierra en los rayos de su luz” (162). En este tono –que a Ratzel le parecería afeminado– describe el escritor mexicano cómo las mujeres “se mecen con graciosa coquetería, bañadas con esa luz aperlada y misteriosa”. En el paseo observa “las miradas furtivas y la inteligencia entre los amantes; allí la presión de mano bajo los pliegues de la capa o de la seda, sin que lo sospeche siquiera ni el malaventurado marido, ni el pobre papá. Allí se escuchan palabras misteriosas, las flores a oscuras de una poesía de romance personificado” (163). Y continúa inflamado con una advertencia que podría haber dirigido a Ratzel: “Cuidado, señor viajero, con ir desprevenido a este paseo, ufano de la libertad, y sin ir armado, mejor que de pistolas, de la razón y la filosofía; si no tal vez volveréis a la posada con unas ligaduras más fuertes e indestructibles que esas cadenas en que se mecen las mejicanas, y que con una mirada magnetizadora, y una sonrisa coqueta, las arrojarán al corazón para que ya no salga del círculo de sus encantos” (165).
Acaso por ello el viajero Ratzel establece en su relato que las mujeres mexicanas son el género mejor, que están por arriba de los hombres y cumplen mejor sus tareas. No deja de despreciar la indolencia de las mexicanas, de observar su temprana sensualidad y el hecho de que viven, ya casadas, en un terrible encierro. Sin embargo, observa que “un número desproporcionado de hombres en México está dominado por sus mujeres”, lo que explica por el carácter afeminado, acomodaticio e indeciso de los varones (353). Las páginas que dedica a este fenómeno son graciosas y significativas. En realidad, todo el libro de este viajero alemán esta lleno de detalles de este tipo, siempre en busca de una explicación del atraso y la pobreza de México, siempre comparando explícita o implícitamente con Europa y con los Estados Unidos. La lectura del libro resulta fascinante y estimulante. Es una impresionante inmersión en la vida del siglo XIX mexicano.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.