Recuerdo de Jesús Moncada

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En la mañana del pasado martes 14 de junio, el trabajo que actualmente tengo entre manos me condujo a unas breves líneas de Borges que hablaban de la mitología como un eterno hábito de las almas, de todo lo poético que atañe al agua y nunca deja de inquietarnos, de cómo dos ríos que se juntan son, de algún modo, dos númenes antiguos que se confunden. Poco después, supe del fallecimiento de Jesús Moncada. Anduve luego extraviada en recuerdos de lecturas, de dibujos, de gestos…, la mirada anclada en un cruce entre dos calles, el punto donde nos encontrábamos Jesús Moncada y yo, siempre sin citarnos. En las horas siguientes, leí más prensa de la habitual y lamenté que del escritor catalán sólo hablasen otros escritores catalanes-catalanes, como si la obra de él fuese sólo cosa de por aquí y no hubiese superado —¡y cómo!— el marco geográfico y lingüístico en que se inspira y expresa.
     Es cierto que Mequinenza-Moncada son un tándem tan inquestionable como imperecedero, pero también universal, porque estamos ante uno de esos autores, cada vez más escasos, de cuya obra puede afirmarse que encierra “un mundo de escritor”, en el sentido que dio a esta expresión Ferrater Mora en su ensayo El mundo del escritor (1983): un mundo propio fundamentado en el real, pero que no resulta de una derivación inmediata de éste sino de un meditado proceso de construcción artística y, por consiguiente, ese “mundo de escritor” constituye en sí mismo una realidad autónoma e independiente, distinta ya de la “real”, no contrastable con ésta, dado que no surge de la fidelidad ni obedece al prurito de la mimesis sino que es resultado de un impulso o anhelo de creación. Ese mundo artístico no es reflejo o pintura hecha “a semejanza de”. Es en sí mismo imagen: imagen creada. Y exige un trabajo de la mirada porque surge de una peculiar perspectiva y tiene que ver más con la intensidad y la calidad de los detalles que con el abigarramiento o la exactitud respecto del referente real.
     Mequinenza —”una vila d’aparenca tan esquerpa“— es el mundo del escritor Jesús Moncada: ambos son ya los términos inseparables de una magnífica ecuación literaria. Como le sucede al joven abogado Mallol Fontcalda —el narrador de Calaveres atònites (1999), última entrega narrativa del autor, donde se reúnen una gavilla de historias mequinenzanas “hilarants, melanconioses i tenuement desesperades“—, si nos guiamos por la cartografía, Mequinenza tan sólo se nos representará mediante un “signe convencional més aviat anodí, una minúscula rodona fosca situada a la confluència del Segre amb l’Ebre“. Y sin embargo, de la Mequinenza de Jesús Moncada sale un mundo pletórico y bullente, poblado por infinidad de personajes (algunos transitando de una obra a otra) portadores, cada uno, de una historia o una aventura singularísima. Moncada sabe (y lo ejecuta literariamente) que “l’única eternitat creíble i a l’abast és la vida quotidiana“, como escribe el narrador de su último libro. Son esas vidas las que inspiran su impar trilogía novelesca: Camí de sirga (1988), Galería de les estatues (1992) y Estremida memòria (1997).
     En la primera, Camí de sirga, Mequinenza aparecía como un núcleo narrativo muy potente: un lugar mucho más poderoso que el mero escenario o paisaje donde situar historia y vidas, pues no es sólo el marco del acontecer, ni un decorado de fondo que sirva a pintoresquismos nostálgicos, ni un elemento pasivo; Mequinenza es un principio de acción, una fuerza genésica que alumbra espacios físicos, históricos, sociales y humanos. Y no es irrelevante el modo en que ese mundo se va configurando en el discurso narrativo de Jesús Moncada. Nunca tenemos de Mequinenza una imagen total; jamás aparece entera, al modo, por ejemplo, como nos era presentada una ciudad por los escritores del realismo decimonónico. No, Moncada enfoca un elemento —trátese de un objeto, un espacio, un suceso o un personaje— que irradia sobre la totalidad. En Camí de sirga son justamente los restos de la antigua villa —los distintos objetos que van apareciendo durante el vaciado de las casas o bajo las ruinas de las demoliciones, cuando Mequinenza es destruida y queda sumergida bajo las aguas de un pantano—, lo que aviva la memoria de los últimos habitantes y va haciendo aflorar otros tantos fragmentos de ese mundo, fragmentos que, en su conjunto, trazan un siglo de vida en Mequinenza, desde las viejas campañas de Marruecos, en 1860, hasta la desaparición definitiva de la vieja villa en la primavera de 1970, pasando por los grandes acontecimientos del pasado siglo. Domina aquí la visión panorámica de la ciudad, con su intenso tráfico fluvial, las minas de lignito, una fábrica de extractos de regaliz, las atarazanas, los cafés, el casino, espacios todos ellos a los que el autor sabe sacar excelente partido y por donde bulle un sinfín de atractivos personajes —los miembros de la familia Segarra y los de Torre, beatas, navegantes, mineros, cupleteras, arrieros, burgueses— que conforman una vasta radiografía histórica y social.
     En Estremida memòria, el autor se centra en un único episodio cuya duración no sobrepasa los tres meses, a través del cual articula también una prodigiosa visión de ese mundo. Ahora, Moncada utiliza preferentemente el gross-plan. No estamos ante una novela histórica, aunque los sucesos que conforman el hilo narrativo de Memoria estremecida sean reales: el asalto y posterior asesinato de un recaudador de impuestos y su escolta —compuesta por dos guardias civiles y un arriero y guía de la localidad— en el camino de Mequinenza a Caspe el 25 de agosto de 1877, la detención de los cuatro sospechosos, su traslado a la cárcel de Caspe, y la muerte durante el mismo de Genís Borbón, al que se le aplica la ley de fugas, la farsa en que se convirtió el proceso judicial, el retorno de los culpables a Mequinenza en noviembre de ese mismo año para ser ajusticiados públicamente a modo de escarmiento y lección colectiva, constituyen el entramado argumental de esta novela en la que Jesús Moncada recompone un episodio trágico de nuestra historia, falseado en la crónica oficial, tergiversado por intereses espurios, olvidado deliberada o inconscientemente, y del que una memoria colectiva cada vez más confusa y endeble había ido transmitiendo de generación en generación retazos sueltos y versiones contradictorias, impregnadas de temor, culpa o vergüenza. Todo ese vaivén polifónico queda recogido en la novela, y a él se suma una nueva voz que procede del hallazgo fortuito, hace unos pocos años, de un manuscrito obra de un escribano del juzgado de Caspe —el personaje de Agustí Montolí— que había participado personalmente en la investigación del caso. Es este documento el que le proporciona al autor una base sólida para proceder a la reconstrucción novelada de esos sucesos y escribir así esta deslumbrante Memoria estremecida. (Y conste que, por más fabuloso y novelesco que parezca, no estamos ante el característico recurso del “manuscrito hallado”).
     Porque el poderoso designio narrativo que aquí se percibe, unido a una firme maestría en el oficio, transforman en literatura la relación de unos hechos que, por su naturaleza, fácilmente podrían haberse quedado en el peldaño inferior del tremendismo truculento, el maniqueísmo panfletario o el folletín sentimental, dado que ese “tema sangriento para un romance de ciego” ocurrió en un momento histórico particularmente turbio y enrevesado —el de la restauración borbónica, las últimas escaramuzas carlistas, la represión del republicanismo liberal y la formación de una conciencia obrera emergente— y el autor lo proyecta y lo hace repercutir sobre madres, esposas, hijas o novias de las víctimas, además del citado Agustí Montolí, y, simultáneamente, sobre toda Mequinenza: esa “red de parentescos, amistades y también odios, que se mezclaba con los hechos y los envenenaba”.
     Estructurada en cuatro partes más un epílogo, la novela se abre con la llegada a Mequinenza de la comitiva encargada de la ejecución pública de los condenados en los muelles de la ciudad. A partir de ahí, se reconstruyen los sucesos previos en una multiplicidad de escenas de perspectiva cambiante que hacen que este gran cuadro o escenario se presente ante el lector como si un potente foco fuese sucesivamente iluminando fragmentos o parcelas del mismo, creando así un movimiento que no es sólo estrictamente físico o espacial, sino también anímico y emocional; y por supuesto, de desigual intensidad y de muy diverso ritmo según sea la naturaleza de los hechos. Cuando antes hablaba de gross-plan quería subrayar la inmediatez, la gran cercanía visual desde la que se cuenta, el despliegue de una especie de retórica plástica que permite una deliciosa microscopia gestual además de un espléndido rendimiento de los detalles (son tantísimos los que se van engastando), sin por ello perder nunca de vista el gran fondo colectivo: el casino, el Café Varsovia, la fonda El Navegante o las calles y plazas de la ciudad son espacios que sirven a escenas vivísimas (algunas muy tensas) que van dando cabida a más y más personajes, algunos tan irrepetibles como Brumari Montornés (un vendedor ambulante de imágenes religiosas, que hace su entrada en la novela casi a modo de fantoche y va descubriendo un carácter y unos rasgos además de divertidísimos, imprevisibles).
     En medio de ambas novelas, y casi a modo de paréntesis, está La galería de les estatues, que, sin duda, pertenece también a ese mundo, forma parte de él y muestra muchos de sus rasgos, si bien éstos se representan con un trazado grueso, a menudo rozando lo grotesco, a pesar del dramático desenlace. Aparte de la variación en el registro, lo más interesante es cómo en Galería de les estatues Moncada nos lleva fuera de la demarcación física de Mequinenza para verla desde la distancia, como en una especie de desparramamiento, y cómo en esa expansión simultáneamente se amplía la visión del anterior mundo a la par que la mirada se abre a otro nuevo: Torralba, una “apacible” capital de provincia, en los años cincuenta, donde un episodio sangriento sirve para cuestionar el silencio impuesto por el orden de los vencedores, representado aquí en las esperpénticas figuras de militares, beatas, policías o capellanes.
     Espacios, tiempos y personajes muy distintos apuntalan el mundo literario de Jesús Moncada. Un mundo, Mequinenza, que inspira un relato de signo épico en Camí de sirga, una comedia en La galería de les estatues y una tragedia en Estremida memòria. A los lectores nos queda ese mundo (en castellano, las novelas de Moncada están en Anagrama). A mí, además, un montón de dibujos, fruto de una imborrable amistad que nació en forma epistolar y un día, azarosamente, se hizo presencia en el cruce Aribau-Diputación, cuando el semáforo nos detuvo a una y otra orilla de esta calle. Después verificamos que momentos como ese ya habían sucedido antes: en la calle Aribau está mi casa, mi facultad y la librería Muntaner, a donde él acudía en busca de libros y discos raros o descatalogados. Por allí volvimos a encontrarnos a menudo. Charlábamos y reíamos, parados o caminando, en busca de algún café. Sigo subiendo y bajando la calle de Aribau varias veces cada día. En ocasiones, sobre todo si el semáforo vuelve a detenerme, me arrepiento de no haber subido por la otra acera. Otras, no. Otras sonrío al recordarlo. Con gratitud y alegría. –

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