Ilustración: Martín Elfman

Reformas posibles en nuestros impuestos

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España no tiene realmente un sistema fiscal, sino más bien un conjunto deslavazado de impuestos. Además, tenemos unos niveles de fraude superiores a los de los países a los que nos gustaría parecernos. La prueba más palpable de ambas cuestiones es que con unos niveles de impuestos similares, sobre el papel, a los de nuestros vecinos europeos, recaudamos menos que ellos. No solo eso, sino que después de múltiples subidas de impuestos, la recaudación es claramente inferior al gasto público que tenemos que financiar.

Las subidas de impuestos que el Estado ha implantado desde 2010 suman, solo en el ámbito de la Agencia Tributaria, es decir, de los grandes impuestos estatales, 37.500 millones de euros, aproximadamente un 3,5% del Producto Interior Bruto. Aun así, y como, entre otras cosas, no hemos conseguido recaudar estas cantidades en su totalidad, seguimos teniendo un déficit público importante. 2014 cerró con un desfase entre ingresos y gastos públicos de unos 60.000 millones de euros, alrededor de un 5,7% del Producto Interior Bruto. Como la economía no está creciendo a este ritmo, nuestra deuda pública como porcentaje del pib sigue aumentando y pronto superará el 100% del pib, todo lo que producimos en un año.

La palabra reforma ya no es popular ni cuando hablamos de economía en general ni cuando hablamos de impuestos y gasto público. Todos estamos hartos de que la palabra reforma sea un sucedáneo de recortes indiscriminados de gastos austeridad, o bien de subidas de impuestos. Sin embargo, necesitamos cerrar la brecha del déficit, aunque solo sea porque nuestro nivel de deuda pública no puede seguir elevándose indefinidamente. Por otra parte, la llamada “reforma fiscal” del Gobierno ha sido fundamentalmente una pequeña rebaja de impuestos; y, tristemente, si queremos mantener el Estado del bienestar, necesitamos recaudar más y no menos.

Por otra parte, España es el segundo país de la Unión Europea donde más se ha incrementado la desigualdad después de Dinamarca. Además, esto ha supuesto que, según los datos oficiales de Eurostat (la agencia estadística europea), España sea el segundo país más desigual de Europa, solo superado por Letonia. Esto no se ha debido esencialmente a razones fiscales sino laborales: las empresas españolas han recuperado competitividad, es decir, capacidad de competir, despidiendo a empleados temporales. Sin embargo, según los informes de Eurostat, el sistema de ingresos y gastos públicos es uno de los que menos reduce la desigualdad. Entre las razones de esta situación está que las rentas del trabajo aportan más de la mitad de la recaudación pública. Esto significa que las rentas del capital y actividades económicas, a menudo más elevadas, tributan en la práctica mucho menos. Si estos problemas fiscales los podemos corregir, reduciremos la desigualdad.

¿Cómo se puede recaudar más sin poner en peligro el crecimiento económico? En primer término, es necesario que los impuestos vuelvan a formar un sistema coordinado que acabe con la caótica situación actual. Pongamos un ejemplo: el impuesto de sucesiones. España tiene ahora mismo diecinueve impuestos de sucesiones distintos, quince en las comunidades autónomas de régimen común, otro más en Navarra, y uno distinto en cada territorio histórico vasco, exigido por su correspondiente diputación foral.

Antes teníamos veinte sistemas, pero como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea consideró que España discriminaba a los no residentes, ahora a estos se les aplica el régimen de una comunidad autónoma con la que tengan conexión. Existen diferencias de 100 a 1 entre comunidades autónomas. Así, un heredero en Extremadura podría pagar cien mil euros por una sucesión, mientras que en Madrid, al aplicarse una bonificación del 99%, el mismo heredero solo pagaría mil. Con esas diferencias escandalosas, lógicamente, recaudamos poco y hay deslocalizaciones, reales y también ficticias, para pagar menos. Además, hay una bonificación, esta sí general para todos los territorios, del 95% para las “empresas familiares”, que hace que las grandes herencias apenas paguen. En resumen, hemos pasado de veinte a diecinueve formas de equivocarnos con el impuesto de sucesiones.

En el impuesto de patrimonio pasa algo parecido, ya que formalmente es muy elevado, pero apenas recauda y no aporta toda la información que debería para la gestión de los demás impuestos. Las razones son las mismas que en sucesiones: diferencias territoriales (en Madrid no existe) y exención de las “empresas familiares”. Traduciendo: fuera de Madrid se paga en patrimonio por tener tres pisos, pero puede no pagarse por una participación del 5% en una empresa del Ibex-35.

Si queremos rebajar la enorme presión sobre las rentas del trabajo y queremos que el Estado del bienestar se siga financiando hay que reformar a fondo el sistema, o lo que queda de él. Esto pasa por reducir las diferencias entre comunidades autónomas, que impiden a casi todas obtener recaudación, y racionalizar los impuestos que gravan la fortuna: patrimonio y sucesiones.

Si las empresas son la principal fuente de riqueza, no se puede establecer una imposición sobre la riqueza que no grave a las empresas. El impuesto que más les afecta es el impuesto sobre el beneficio de sociedades. En 2015 estrenamos una nueva ley completa del impuesto. Hay varias cuestiones que esta ley no aborda. En primer término, hay muchos ciudadanos de gran capacidad económica que canalizan su actividad a través de sociedades, beneficiándose de un tipo menor, ahora el 28%, y además, deduciéndose gastos que no se pueden deducir los trabajadores por cuenta ajena. Esta actuación ha generado múltiples actas de la Inspección de Hacienda, que en algunos casos han sido noticia en los medios de comunicación. La reforma fiscal debía haber dejado claro en qué condiciones fiscales –qué impuestos hay que pagar– y cuándo se ejerce la actividad a través de una sociedad.

Otra cuestión clave es limitar las deducciones y beneficios fiscales. La nueva ley ha limitado algunas deducciones pero ha establecido otras. Es necesario simplificar los impuestos; y hay que reconocer que, después de la última reforma fiscal, los impuestos son aún más complicados. Además, son las grandes empresas las que más se benefician de la maraña de deducciones e incentivos.

Por último, y todavía más importante, no está nada clara la utilidad de los beneficios fiscales. Mientras las subvenciones tienen, con razón, muy mala fama, los incentivos fiscales no. Sin embargo, seguimos sin saber si una deducción fiscal, que parece loable sobre el papel, como por ejemplo la de Investigación y Desarrollo, consigue sus objetivos. Dicho de otra forma, ¿los impuestos que dejamos de cobrar a las empresas han servido para potenciar la investigación, o tendríamos la misma investigación si no hubiese deducciones? Habría que limitar deducciones e incentivos fiscales, que los impuestos de las empresas fuesen más transparentes, y sobre todo evaluar sistemáticamente para qué sirven los beneficios fiscales que se conceden.

Por otra parte, una cuestión que habría que abordar a nivel europeo, e incluso mundial, es la referente a los bajísimos impuestos que pagan las multinacionales. Esto se da en casi todo el mundo, pero con especial virulencia en Europa. Las grandes empresas llegan a acuerdos con algunos países para, a cambio de instalar allí alguna sede, o realizar alguna inversión, pagar muy pocos impuestos. El esquema de desviar los beneficios de donde realmente se obtienen hacia territorios de baja tributación y paraísos fiscales está, desgraciadamente, muy extendido entre las empresas más grandes. Un punto clave de reforma es incrementar la presión política y ciudadana para acabar con esta situación. Esto no es algo que podamos hacer solo desde España, pero los modestos avances que ha habido en este terreno se han debido a la presión de la opinión pública en otros países: nosotros también deberíamos poner nuestro granito de arena.

La cuestión del fraude, y no solo el gran fraude y los paraísos fiscales, es uno de los retos más importantes de los que afrontamos en el ámbito económico. Evidentemente, nuestras leyes fiscales no son perfectas, como hemos visto, pero el punto clave es su cumplimiento. Para que los impuestos se cobren de forma más efectiva, eficiente, y sobre todo justa, hay que hacer varias cosas. En primer lugar, hay que reducir los agujeros. Algunos son muy obvios: por ejemplo, el régimen de módulos es un nido de facturas falsas. Si un empresario en módulos paga los mismos impuestos, independientemente de cuánto gane o cuánto venda, tendrá un importante incentivo para inflar facturas o incluso inventárselas. Esto supondrá que otros empresarios pagarán menos de lo que deberían. En el año 2015, el régimen de módulos debería ser ya una exótica forma de tributación del pasado, o como mucho, tener una importancia anecdótica.

Además, España debería ir incrementando sus escasos medios materiales, presupuestarios y humanos en la lucha contra el fraude fiscal. Los impuestos son obligatorios, a casi nadie le gusta pagarlos, y muchos no están dispuestos a hacerlo si no perciben el control y la amenaza de las sanciones. En estas condiciones, por cada seis euros que invierten los alemanes en lucha contra el fraude, nosotros invertimos uno. Además, solo tenemos la cuarta parte o menos de efectivos que Gran Bretaña o Francia. Si queremos recaudar cuantías similares a las de los países de nuestro entorno no solo hay que tener impuestos parecidos, sino también medios de control similares.

Por último, hay que convencer a los españoles de que deben pagar sus impuestos, la medida antifraude más importante de todas. Aunque haya que incrementar los medios de control, no se puede poner un inspector de Hacienda detrás de cada español. Si lo primero que se deja de pagar cuando hay dificultades son los impuestos, toda la sociedad tiene un problema. En esas condiciones, como el gasto público no se puede financiar, entramos en una espiral de impopulares recortes de gastos e injustas subidas de impuestos de la que no se puede escapar. Para romper ese círculo, es esencial que los impuestos no sean el precio del despilfarro público y la corrupción, sino que se perciban como el precio del bienestar, la solidaridad, y en una palabra, la civilización. ~

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Es inspector de Hacienda y autor de Hacienda somos todos; Impuestos y fraude en España (Debate, 2014)


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