Reivindicación de Corto Maltés

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“Corto Maltés descansa perezosamente en el único mirador de la mansión ‘Java’, en Paramaribo (Guayana Holandesa). Al primer golpe de vista se aprecia que es un ‘aventurero’…”. Así comienza una de las primeras historias de Corto, “El secreto de Tristán Bantam” (1970), encuadrada dentro del álbum Bajo el signo de Capricornio. Pocas descripciones podrían ser más acertadas. Si algo consiguió Hugo Pratt (1927-1995), hombre de profundísimos conocimientos históricos y casi tan viajero como su personaje, fue crear el prototipo de aventurero de las primeras décadas del siglo xx, un digno heredero, o incluso inspirador, de la literatura de autores como Jack London, Joseph Conrad o el Saint-Exupèry de Vuelo nocturno.
     Sólo el injusto menosprecio de parte de la crítica hacia un medio de expresión como el cómic ha impedido su completo reconocimiento como legítimo continuador de tales nombres. Afortunadamente, la atención y amistad de figuras de primera línea del mundo intelectual como Octavio Paz o Umberto Eco vinieron a paliar, ya desde finales de los setenta y los ochenta, esa situación. Hoy, Corto Maltés se ha convertido en un icono objeto de tesis doctorales, exposiciones, centenares de páginas web y adaptaciones cinematográficas —¿cuándo se podrá ver por fin en España la versión animada de Corto Maltés en Siberia?—, y sus álbumes son de los escasos que aseguran ventas en el cada vez más mortecino panorama de la edición de cómics.
     ¿A qué se debe esa vigencia? Producto de la época dorada del cómic europeo, Corto Maltés hizo su primera aparición en La balada del mar salado, publicada por entregas en Italia entre 1967 y 1969. En este primer álbum se nos informa del origen de Corto, nacido en La Valetta de padre marino inglés y madre gitana con fama de bruja, La Niña de Gibraltar, así como del rasgo iniciático del que precisa todo héroe: en Córdoba, cuando era un adolescente, una mujer quiso adivinarle el porvenir leyéndole la mano; para su sorpresa, descubrió que le faltaba la línea de la fortuna; el joven Corto no dudó entonces en trazarse una a su gusto, larga y sin fisuras, con una de las navajas de afeitar de su padre. Un hecho que le convertiría en dueño de su destino, un destino que le llevará a recorrer el mundo entre 1904 y 1925 —periodo que ocupan sus álbumes publicados—: navegar el Pacífico Sur, Sudamérica y las Antillas; atravesar la Europa en guerra hasta la Irlanda en lucha por su independencia; trasladarse después al África colonizada, la China y la Rusia revolucionarias, y embarcarse en una expedición por la ruta de Samarcanda en busca de Mu, el mítico continente perdido.
     A través de los ojos de Corto o, mejor dicho, de los de Pratt, nos asomamos a una época fronteriza, veinte años vertiginosos en los que conviven un siglo xix en prolongada agonía con un xx que irrumpe, arrollador, a lomos de la revolución. Son años de cambios políticos, de muerte de imperios centenarios y, sobre todo, de una innovación científica y tecnológica que aún no se ha desbocado; una técnica a escala humana que permite la existencia de un personaje como el Barón Rojo quien, tras abatir un aeroplano, es capaz de aterrizar para poner un ramo de rosas silvestres sobre el cadáver de su enemigo. Una época en la que se acumulan los sueños utópicos. Corto Maltés conocerá personalmente a gente como Lawrence de Arabia o John Reed, hombres que, dueños también de su destino, dedicarán sus esfuerzos a cambiar la realidad, aunque muchas veces acaben aplastados por ella.
     Hugo Pratt dejó escrito un recuerdo de su infancia veneciana, anterior a su traslado a Etiopía junto con su familia: el relato de cómo su abuela le llevaba cada semana a visitar a una anciana judía que vivía en el antiguo gueto. Aquella mujer le contó historias de la tradición hebrea y le enseñó las llaves que los judíos sefarditas conservaban de las casas españolas de sus antepasados, colgadas ahora en medio de marcos venecianos. Este recuerdo no es vano, pues a él se aferró Pratt para construir su condición de apátrida que, sin embargo, no dudaba en reconocerse ciudadano de Venecia, aunque hubiese nacido en Rimini y viviera muchos años en América, Francia o Inglaterra, a pesar de elegir una casa de Lausana para morir y, sobre todo, pese a que de aquella ciudad de su infancia, en la que aún latían los ecos de la Serenísima, apenas quedara nada.
     No es casualidad, entonces, que, como única excepción al estilo sencillo y estilizado de su dibujo, hiciese una reconstrucción minuciosa de los edificios y plazas de Venecia al estilo Hergé, como si la ciudad de los canales fuese el único lugar físico que necesitara plasmar, y todos los demás no fuesen más que meras evocaciones, en las que, por ejemplo, una simple línea ondulada, salpicada aquí y allá de puntos y pequeños copos, revive en nuestra mente todo lo que contiene la palabra “Siberia”, un significado que va mucho más allá del lugar real. Porque, en definitiva, las viñetas de Corto Maltés despiertan escenarios que ya forman parte de nosotros, los intemporaliza y, por ello, los convierte en eternos, como la imagen que de Venecia evoca el marino mientras contempla, a lo lejos, las luces y el ruido lejano de la noche de Hong Kong.
     Como hemos dicho, las andanzas oficiales de Corto Maltés finalizan en 1925. Sin embargo, la pretensión de Pratt era extenderlas hasta hacerle combatir en la Guerra Civil española como miembro de las Brigadas Internacionales. De hecho, su rastro se perdería hacia 1936 o 1937 en medio de una ofensiva fascista, si bien en el primer álbum se hace alusión a un Corto anciano que pasa los días contemplando el mar en algún lugar de Sudamérica. Sea como fuere, nada más lógico que hacer desaparecer a su personaje en España. Aquella contienda, para el imaginario de muchos, fue la última de un mundo que definitivamente se moría, y con él la estirpe de los aventureros. Fuerzas demasiado poderosas comenzaban a actuar y, contra ellas, nada podría hacer la cicatriz de un niño llamado por el mar. ~

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