Réquiem por los teléfonos públicos

 Es un lugar común escuchar que la tecnología que ahora nos rodea y nos aligera el peso de lo cotidiano está siendo rebasada por nuevas versiones de sí misma. En este ciclo de progreso se nos van quedando en el camino ciertos enseres y aparatos que definieron nuestro presente. Para esos avances tecnológicos que ya han sido superados pero que por algún azar no han desaparecido del todo va esta serie de réquiems prematuros.
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Hace mucho tiempo que no uso un teléfono público. Hay uno en la esquina, en la cuadra en la que vivo. Su función –llamar desde la calle– ha sido reemplazada por los celulares cada vez más nuevos, más baratos, más comunes. Sin embargo, sigue de pie. Igual que siempre, donde siempre. Al margen de la vida diaria. Sus días y sus noches son, en su mayoría, tiempo libre. Cuando mucho sostiene alguna fotocopia, alguna tarjeta. Allí está. Firme. Independiente. Altivo. Inútil. Hubo otros tiempos, tiempos en los que era útil.

Hace mucho tiempo que no uso un teléfono público. Hay uno en la esquina, en la cuadra en la que vivo. Su función –llamar desde la calle– ha sido reemplazada por los celulares cada vez más nuevos, más baratos, más comunes. Sin embargo, sigue de pie. Igual que siempre, donde siempre. Al margen de la vida diaria. Sus días y sus noches son, en su mayoría, tiempo libre. Cuando mucho sostiene alguna fotocopia, alguna tarjeta. Allí está. Firme. Independiente. Altivo. Inútil.

Hubo otros tiempos, tiempos en los que era útil. Cumplía con la misma función de los teléfonos fijos: acortar distancias, de una forma rápida. Así, en 1953, lo dice un personaje en los cuentos de Juan Rulfo: "Está bien. Te voy a dar un papelito pa nuestro amigo de Ciudá Juárez. No lo pierdas. Él te pasará la frontera y de ventaja llevas hasta la contrata. Aquí va el domicilio y el teléfono pa que lo localices más pronto." No tengo razones de fondo para decir porque imagino esa llamada desde un teléfono prestado. Poco más adelante, en Final del juego de Julio Cortázar, de 1956, figura un teléfono público en Buenos Aires: "Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido." El verbo informar se entrega, entero, al teléfono público. De modo que acortan distancias de una forma rápida y cumplen justamente con la función de informar.

En la ciudad de México se instalaron los primeros diez teléfonos públicos a inicio de los sesenta. Lentamente se hicieron populares, se instalaron en más sitios. Eran cada vez más accesibles. Gabriel García Márquez: "Este era el símbolo más explícito de la pobreza, porque muchas cosas básicas de la vida cotidiana, además del periódico, costaban cinco centavos: el tranvía, el teléfono público, la taza de café, el lustre de los zapatos." Se multiplicaban en las calles; el acceso a los teléfonos públicos fue creciendo. Cada vez más integrados a la vida diaria, cada vez más conocidos, se fueron haciendo explícitas sus debilidades. En Viajes en la América ignota, de 1971, Jorge Ibargüengoitia: "No sé quién es el que determina dónde y cómo se han de instalar los teléfonos públicos, pero según todo parece indicar, esta persona tiene la impresión de que por teléfono nunca se dice nada serio, ni confidencial, porque los teléfonos públicos lo son, no solo porque cualquiera puede usarlos, sino porque cualquiera puede oír lo que dice el que los está usando –excepto, en muchos casos, el que está del otro lado de la línea, porque la transmisión suele ser defectuosa. Esta persona también tiene la impresión de que los camiones no hacen ruido, porque los teléfonos están a los cuatro vientos." Por otro lado están los teléfonos que no sirven. De vuelta a Ibargüengoitia: "En muchos estanquillos hay teléfonos trampa, que probablemente no tengan línea, y probablemente, también ni sean teléfonos. Son unos aparatos muy parecidos a los teléfonos que tienen la particularidad de producir el sonido llamado línea, y cuya función termina en el momento en que el veinte desaparece por la rendija." El ruido, la comunicación defectuosa, las monedas de baja denominación que desaparecen, los teléfonos que no sirven. Explícita su popularidad, explícitas sus fallas, explícito su carácter.

Entremos en un detalle, el sonido del auricular de un teléfono público. Piel Divina le hace una llamada a su antiguo amante en las páginas de Los detectives salvajes (1998): "Luego se calló, yo me callé y durante un rato ambos permanecimos en silencio escuchando las vibraciones y los restallidos en sordina de los teléfonos públicos del DF." Piel Divina normalmente espera hasta agotar las monedas antes de terminar una llamada: "Sentí cómo la última moneda entraba en la panza del teléfono público, un ruido de hojas, de viento levantando hojas secas, un ruido como de llamas subiendo por el tronco de un árbol, un ruido de cables enredándose y desenredándose y después deshaciéndose en la nada."

Estos ejemplos deliberadamente en español, estos teléfonos, pues, han envejecido. Van desapareciendo. Quizá sea un rumbo paralelo el de los teléfonos públicos en otros idiomas, otras ciudades. Se han dejado, igualmente, de hacer llamadas en las cabinas rojas, inglesas, quizá las más emblemáticas. Se dejaran de recibir llamadas, en los teléfonos públicos de Estados Unidos, que creía como una de sus virtudes insuperables. Al final de la cuenta los teléfonos públicos han sido remplazados por los celulares. Quizá otros, como el de la esquina de esta cuadra, tampoco desaparezcan. Quizá en nombre de pocos peatones, sin celular o sin celular a la mano, sobrevivan algunos. Esa condición de inutilidad me gusta, creo que lo inútil tiene un aura de irrealidad. De ficción. Quizá ahora solo timbren en los libros y en algunos rincones. Al teléfono público de la esquina, algo vandalizado, no le importa ser el lugar adonde hablan las mascotas en primera persona. No le importan los rayones. Ni el tiempo. Es viejo. Libre.

– Brenda Lozano

 

 

 

(Imagen tomada de aquí)

 

 

Otros textos de la serie:

 

Requiem por el cassette: un mixtape, de Emilio Rivaud

 

 

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