¿Cómo era santo Tomás? Encuentro un retrato de Aquinas (acuáinas, como le dicen los ingleses) en un libro de Geach y su esposa, la señora Anscombe, me apoyo en él pero quito, añado y cambio según se me va ocurriendo. El retrato es breve, trata de individualizar al personaje, como pedía Schwob, al modo de las vidas breves de John Aubrey.
Nace de familia noble en 1225 en el castillo de Roccasecca. Como Talleyrand fue destinado a carrera eclesiástica por cojear de una pierna. Disponían sus padres que se hiciera monje benedictino y llegara con el tiempo a ser abad de Monte Cassino (donde en la Primera Guerra estuvo preso Wittgenstein). Tomás, sin embargo, ansiaba ingresar en una orden de reciente creación, los dominicos. Los padres raptaron y encerraron al santo en una torre para evitarlo. Dice la tradición que aprovechó esta prisión para aprender de memoria la Biblia. Escapó en una canasta con ayuda de sus hermanas.
Estudió filosofía y teología bajo Alberto el Magno, quien no tardó en advertir el genio del muchacho. Muy joven, a los veintiún años, terminó sus estudios. Las órdenes mendicantes estaban proscritas. Tomás viajó a Roma a defender la causa de los hermanos mendicantes ante el papa. San Buenaventura fue con él representando a los franciscanos. No cuesta trabajo entender que un equipo con estos jugadores tuviera éxito.
El propósito esencial de Tomás fue hacer una teología fundada en Aristóteles, no en Platón. No solo él, la ambición de Moisés Maimónides, el gran médico y filósofo judío, y la de Averroes, el maestro árabe, fue idéntica. Aristóteles acababa de conocerse, a través de lo árabes (la Guía de los perplejos, obra maestra de Maimónides, está escrita en árabe), y su influencia fue decisiva.
Ahora, la filosofía de Aristóteles era perseguida por las autoridades universitarias por ser sospechosa de averroísmo, es decir, de herejía. Esta calificación obedecía al entendimiento agente. Aristóteles observó en su De anima que si el alma es inmortal solo el entendimiento sobrevive, no la imaginación ni la memoria, ligadas al cuerpo y destinadas a morir con él. Pero la individualidad humana no muere porque reside en el intelecto (única parte del alma no ligada al cuerpo). La intelectiva facultad que opera los conceptos, con la que se hace por ende la ciencia, es común a todos. Luego el alma sobreviviría integrándose a un intelecto común universal, el intelecto agente, pero perdiendo su identidad. Esta tesis, común en el Indostán, no puede admitirla la Iglesia. Tomás zanjó la cuestión con el expediente de dudosa legitimidad de la doble verdad (que no podemos exponer aquí).
Fue el Aquinate alto y corpulento, de hablar pausado. Habitualmente distraído: “Mira, un buey volando”, le dijo otro monje, él miró hacia arriba y todos se rieron.
Aquino fue amado por su invariable cortesía, espíritu de servicio y buen temperamento. Trabajó incesantemente, no solo en las miles de páginas de sus escritos, sino enseñando y predicando. Fue muy escrupuloso en la observación de sus deberes religiosos.
Los últimos años del maestro fueron empleados en escribir su obra maestra, la Suma teológica, una especie de catedral de palabras, enorme, luminosa, inabarcable. La teología, observó mi maestro Gaos, tiende a producir obras muy voluminosas, no dijo por qué y nadie se atrevió a preguntar (se precisaba una valentía considerable para interrumpir al maestro).
La Suma quedó inconclusa: pocos meses antes de morir, mientras decía misa, el santo fue favorecido con una visión en comparación a la cual toda su labor teológica era paja y ya no tuvo corazón para seguir escribiendo. Es fácil entender por qué lo abrumó de esa forma la visión: no se mueve ni la hoja de un árbol sin la participación del Señor. Luego se puede suponer la complejidad maravillosa, infinita y a la vez precisa, que Tomás vislumbró en su experiencia mística.
El santo murió cuando se dirigía al Concilio de León, el 7 de marzo de 1274.
Séneca, pródigo y afortunado aforista, formula esta estoica defensa del orgullo: “Ninguna cosa se compra más cara que la que se compra con súplicas.”
Esta observación no la leí en ningún tratado del romano, admirablemente traducido, por cierto, por su paisano, Gallegos Rocafull, mi maestro, de Córdoba como él. Córdoba, en Sénecas fecunda, dice el verso de Lope.
Digo pues que no hallé el aforismo en Séneca, sino en el Tratado de la oración de la Suma teológica del Aquinate. Santo Tomás fue un grande y perspicaz pensador moral. …
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.