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Desde hace algunas semanas acampa en el Zócalo de la ciudad de México Ashes and Snow, una muestra de fotografías y videos de Gregory Colbert en las que niños, mujeres y el propio artista se nos ofrecen posando cuerpo a cuerpo con elefantes, jaguares, cachalotes, águilas, orangutanes y otros animales salvajes que la lente transfigura en dóciles colaboradores del autor.

Se trata de una exposición desconcertante, de una invitación a la humildad envuelta en un palacio inmenso, un “museo nómada” que se ostenta como ejemplo de arquitectura sustentable, patrocinado por The Rolex Institute.

Las imágenes aspiran a una autenticidad (la del buen salvaje) que no está hecha más que de artificios, pero lo gastado del cliché no merma su efectividad, pues ésta no depende de la consistencia de su planteamiento sino de la lógica mercadotécnica de su estrategia: un despliegue espectacular de recursos deliberadamente dispuestos para lograr un efecto, para producir la ilusión de una experiencia —consumir el paraíso.

Los de Colbert son retratos de una naturaleza ornamental, sin acechos, sin dientes, sin sangre, en la que el éxtasis contemplativo excluye el instinto de supervivencia. Sus criaturas no temen, no atacan, no huyen, no se devoran las unas a las otras; yacen plácidamente, en un lugar fuera del tiempo, sólo para deleitar al ojo que las mira.

Asistimos, pues, al espectáculo de una idealización que encubre triunfalmente la agresión que ejerce sobre aquello mismo que idealiza, que ve “armonía”, “magia”, “paz”, “serenidad” en la violencia que convierte a una fiera en mascota. Para Colbert, la naturaleza es sublime en la medida que se somete a sus fantasías.

– Carlos Bravo Regidor

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es historiador y analista político.


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