Señales de tránsito contra el acoso

El sexo, el género, la edad y la sexualidad comprometen la promesa de movilidad.
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Algo de lo que pensamos acerca del espacio público se desprende de las señales de tránsito. Insurgentes Sur, próxima salida. Eje 5 Sur cerrado por obras. Radar en operación. Casi todas dirigen la circulación, ordenan el movimiento –no rebase los límites de velocidad–, nos interpelan como si en verdad fuéramos individuos de una ciudad moderna, ciudadanos libres que van de un lugar a otro y sin restricciones, casi partículas. Solo un choque podría interrumpir el movimiento, ¿no es cierto? Algunos letreros reconocen que este diario ir y venir podría verse afectado por algo que rebasa el esquema del asfalto y los semáforos. No maneje si está cansado. Esta simple advertencia basta para poner en duda la utopía de la movilidad: a pesar de que las vías estén bien trazadas, las ocho, diez, doce horas de jornada podrían hacer que alguno de nosotros cerrara los ojos, provocara un accidente y echara al traste la circulación.

El tráfico, como tema clásico del small talk, revela otros obstáculos contra el movimiento: el bache imprevisto, el coche descompuesto, el trailer que atascó un paso a desnivel como un trozo de pan seco en la garganta, la lluvia que pretende regresar a la Ciudad de México a su vocación lacustre y la esperada rutina de chistes sobre Tláloc. Hay quien redacta ensayos largos sobre la resignación y los recita, puntualmente, al llegar a casa, oradores perfectos del embotellamiento, mientras los peatones torean camiones y hacen crónicas de las banquetas.

El small talk del tráfico y las señales viales parecen agotar los temas sobre la movilidad (como si nada más ocurriera). De pronto, una cifra en México, que parece mal calculada: 31.8% de las mujeres han sido víctimas de alguna agresión pública, desde insultos hasta violaciones. En cambio, 65% de las mujeres estadounidenses han experimentado diferentes formas de acoso callejero (23% han sido tocadas con fines sexuales, 20% han sido seguidas y 9% han sido obligadas a llevar a cabo un acto sexual en contra de su voluntad). Por su parte, 7 de cada 10 peruanas, de entre 18 y 29 de edad, informaron haber sido acosadas entre la fecha en que se levantó la encuesta realizada por el Observatorio Paremos el Acoso Callejero y seis meses antes ¾si bien, en Lima la proporción sube a 9 de cada 10 mujeres.La contraparte de esta organización en Chile reporta que la cifra alcanza el 85% en ese país.

Estos porcentajes dejan en evidencia que somos algo más que individuos asexuados que van de A a B. Andamos por calles, avenidas y cruces peatonales con cuerpos específicos, cargados de significados culturales (hombres, mujeres, niños, miembros de la comunidad LGBT, y no solo peatones). De acuerdo con la organización Stop Street Harrasment, la mejor definición de acoso sexual callejero es la siguiente: “comentarios, gestos y acciones dirigidos a una persona en un espacio público sin su consentimiento”. El sexo, el género, la edad y la sexualidad comprometen la promesa de movilidad.

No es cosa menor, quienes pertenecemos a uno o varios de estos grupos evitamos ciertas calles y colonias, limitamos nuestros horarios, preferimos no salir solos. A pesar de la democracia, el liberalismo y la modernidad, no disfrutamos del espacio público en pie de igualdad. Ya se han implementado políticas al respecto. Ahí están los camiones del Programa Atenea, los vagones para mujeres del metro, los cinco módulos de atención a víctimas en las estaciones de Pino Suárez, Balderas, Hidalgo, Pantitlán y Guerrero, las Zonas Libres de Violencia para las Mujeres ­–aunque la última noticia al respecto se haya publicado en el 2013. Al respecto, leo: “se identifican calles, plazas, puentes, callejones, mercados y canchas deportivas con mayor incidencia de violencia contra las mujeres para recuperarlos de mano con las delegaciones políticas”. Suena bien (en principio). Sigo: “[…] con acciones como poda, luminaria y vigilancia”. ¿Acaso no son estas las obligaciones que de cajón tienen las delegaciones?, ¿no son gastos en los que incurren más allá de la perspectiva de género?, ¿dónde está el enfoque distinto? Regreso a la dudosa cifra: “31.8% de las mujeres han sufrido agresiones”. ¿Será que las mujeres (todavía) no identifican a los indeseados piropos como agresiones?, ¿será que muchas se resignan a que les griten, las toquen, les impidan el paso y las sigan? ¿Será que nos limitamos a torcer los ojos cada vez que alguien nos asegura que el chiflidito y el albur son parte del folklor mexicano o de la identidad nacional? ¿Será que no hablamos suficiente del tema y por eso apenas el 31.8% identifica estas conductas como expresiones de la violencia de género?

A sabiendas de que somos algo más que los muñequitos de palo de los anuncios peatonales, Ilona Granet diseñó una serie de señales de tránsito contra el acoso sexual callejero. Mejor aún, se acercó al Departamento de Transporte de la ciudad de Nueva York para colocarlas en diferentes barrios de la metrópoli, donde estuvieron por más de un año. Intuyo que intervenciones como ésta ayudan a poner el debate en boca de todos.[1] Quizás podrían hacer que el acoso callejero se volviera un tema más entre los tantos que afectan el tráfico.

Leo, de un reportaje del 2012, CNN la siguiente opinión: Los hombres cazan a las mujeres: ellas tienen algo que ellos quieren.

Recupero este comentario porque lo he escuchado de varios, palabras más, palabras menos. ¿El instinto sexual es realmente incontrolable o solo pensamos que lo es? Me inclino por lo segundo. Lo cierto es que nuestra cultura regula, y de manera muy efectiva, cuándo, con quién, cómo y dónde tenemos sexo. La sociedad y el derecho sancionan algunos deseos sexuales, promueven otros. No importa qué tan excitados estemos, no solemos coger en el trabajo o en la escuela, ni siquiera en las calles. Efecto, todo ello, de normas culturales que se imponen sobre el instinto, y ya se advierte que éste no tiene tanto de irrefrenable.

Tampoco es cierto que, esclavos del mandato de la reproducción de la especie, tengamos que diseminar nuestra carga genética a cada paso. Se nos imponen, en cambio, otras normas: la monogamia, por ejemplo, o ciertas convenciones sociales de belleza. No somos títeres del sexo. Por si lo anterior no bastara, pensemos en otra necesidad física, la de orinar. A pesar de tener la vejiga llena, la mayoría de nosotros nos aguantamos. Si estamos en carretera, le pedimos al conductor que se detenga en una gasolinera o una tienda de autoservicio. Cruzamos las piernas en espera de un sanitario y, de nuevo, se nos hace evidente que obedecemos más a los mandatos culturales que a la “llamada de la naturaleza”.  Por eso, entre las señales de tránsito de Granet, el letrero que reza Curb your animal instinct (controla tu instinto animal) pone el dedo sobre la llaga: podemos controlarnos. El problema es otro: nuestra cultura nos anima a pensar que los hombres no pueden hacer otra cosa más que ceder a las pulsiones sexuales cada vez que una mujer se atraviesa en su camino. De ahí que sigamos necesitando intervenciones como las de Granet que confronten las ideas que legitiman el acoso sexual callejero. Insisto: no es cosa menor. Son este tipo de prácticas –que solo el 31.8% identifica y que no entran al small talk– las que provocan el acceso desigual al espacio público y restringen el movimiento de más de la mitad de la población.


[1]Ver Holly Kearl, Stop Street Harrasment. Making Public Places Safe and Welcoming for Women, Praeger, abc, clio, llc, Santa Barbara, Californa, 2010, pp. 180-181.

 

 

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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