Siete genios proscritos

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Los autores reunidos aquí por el iracundo y resabiado pope de la crítica alemana, Herr Marcel Reich-Ranicki, ya transitaron de un modo u otro por su controvertido volumen de memorias, Mi vida (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2000), en su calidad de estímulos intelectuales y de fecunda influencia en el modo en que el joven crítico dibujaría su concepto de literatura. Así, el autor de Thomas Mann y los suyos (1987) confiesa cuánto les debe a estos autores en su formación personal, y cuánto le impactaron en la década de los treinta, cuando no era sino un ávido estudiante en Berlín, viendo en ellos un ejemplo de desaforado esfuerzo de creación, más allá de sus vidas torturadas, y al mismo tiempo de arte contradictorio y fragmentario, como contradictoria y fragmentaria es en realidad la realidad que los realistas desestimaron en beneficio de una realidad artificial —ordenada, lógica, objetiva— que sirviera sin rechistar a sus intereses totalitarios de cartógrafos de su tiempo.
     Las páginas de Mann, Kafka o Musil, por referir tres autores citados hasta la saciedad en su volúmen autobiográfico, compartían con los lienzos de Beckmann, Chagall, Grosz, Kokoschka o Kandinsky la condición de arte degenerado, de Entartete Kunst, y bien podrían haber integrado, para regodeo de censores del régimen nazi y burgueses pacatos, la exposición que, en julio de 1937, en un Munich rendido al nacionalsocialismo, reunió a lo más granado del arte moderno, esto es, del arte de la libertad del talento y de la conciencia individual, en detrimento del arte de la consigna estética y el compromiso social, esto es, del arte oficial, pues, como señaló Ionesco en Notes et contrenotes, “una forma de expresión establecida es también una forma de opresión”.
     Leído el personalísimo libro de Reich-Ranicki, resulta palmario que lo que en común tienen estos siete escritores en lengua alemana de la vanguardia histórica es que, como escribió su coetáneo Klee, sus textos no hayan sido concebidos para reproducir lo visible, sino, bien al contrario, para hacer visible lo invisible, de ahí que fuesen proscritos sin remedio de un establishment literario en el que no encontraron acomodo hasta que, pasadas algunas décadas, escritores de nuevas generaciones —léase Arno Schmidt, Grass, Bernhardt, por ejemplo— los reivindicaron. Los une su decidida ruptura con la obsesión realista por el retrato social y su inclinación a la autobiografía y la introspección, del mismo modo que comparten la tentación por la ciencia —Schnitzler o Döblin la medicina; Musil la matemática—, “la fusión de lo narrativo y lo ensayístico”, el relato intransitivo, fragmentario y digresivo, la duda autorial acerca de su propia capacidad narrativa, la irrupción de sus personajes en temáticas que, como el sexo, la enajenación del artista, la supremacía del lenguaje sobre la peripecia o la rebeldía frente al sistema, apenas si eran toleradas.
     Abre el volumen un comentario a la obra narrativa de Schnitzler, trufada de héroes enfermos de soledad y decepción, precursora de una lectura crítica de la sociedad burguesa sin la que hoy no se entiende buena parte del arte contemporáneo. A Thomas Mann le dedica el autor el capítulo más prolijo del volumen, que se inicia reclamando mayor interés por su novela El elegido, y aborda la cuestión del ensayo como integrante del estilo del autor, la controversia suscitada por la influencia de Adorno en la teoría del dodecafonismo incluida en el El doctor Faustus y el espíritu crítico que preside su monumental obra diarística, en la que llega a reprocharse su condición de tramposo creador de su propia leyenda. Un espléndido capítulo sobre “el frenético y genial” Döblin guía al lector por los entresijos estéticos del autor de Berlín Alexanderplatz, que reseñó la traducción alemana del Ulises de forma muy semejante a un manifiesto de la narrativa de vanguardia, con un ojo puesto en el lenguaje y el otro en la influencia del cine y otras disciplinas artísticas en la literatura. Destacan también sus agudísimos comentarios acerca del grafómano Musil y de la obsesiva y maniaca manera en que se consagró a la redacción de El hombre sin atributos, mítica y megalómana novela que entendió como su razón-de-ser-en-este-mundo y que, a la postre, como denuncia Ranicki, es citada y elogiada hasta la saciedad pero apenas si es leída por falta de ediciones abreviadas que hagan manejable un libro de extensión descabellada (que tiene, por cierto, desde 2001 y en dos volúmenes, una cuidada edición completa en español en Seix-Barral). Le falta tiempo al autor para apuntar que Musil, como Brecht, “no tuvo reparos en tomar incontables pasajes de otros autores sin citar las fuentes”, detalle que, como tantos en este ensayo espléndido, revelan al escritor de carne y hueso que late bajo el prestigio de su nombre.
     El capítulo más escueto es el dedicado a Kafka o, mejor: a su repulsión por el antisemitismo y su manifiesta discapacidad emocional, así como a la desconcertante paradoja que nace de su necesidad de diálogo con sus amantes y, a la vez, de su fracaso sentimental, convirtiendo su corresponencia con Milena, Felice, Grete o Dora en una extraña suerte de mecanismo redentor de su inabarcable miedo al fracaso, como amante y como escritor.
     Siguen páginas destinadas a recuperar del olvido al suicida Kurt Tucholsky, irónico y burlesco narrador urbanita que se mofa de las costumbres de una sociedad que se desmorona en cada palabra de sus folletines —y del que acaba de publicarse en nuestro mercado un título bien significativo, Entre el ayer y el mañana (El Acantilado, 2003)—, dedicando el capítulo de cierre a Brecht, cuya actitud como artista examina a la luz de los conceptos de lucha de clases, didactismo y efecto artístico, insoslayables si se trata de aprehender las virtudes más genuinas del autor de La ópera de cuatro cuartos, poeta enamorado y taimado creador del teatro épico.
     Ranicki advierte de cómo estos autores liberaron la literatura alemana de una deletérea lectura uniforme, ensancharon su horizonte estético, revelando de forma inequívoca que, en verdad, lo único que importa en el dominio del arte es el arte mismo.
     Este libro entronca con otros volúmenes de ensayos acerca de los más grandes autores del siglo XX. Como La verdad de las mentiras, de Mario Vargas Llosa (Alfaguara, 2002) o El mundo moderno. Diez grandes escritores de Malcolm Bradbury (Edhasa, 1998), Siete precursores ilumina con fuerza los textos de escritores imprescindibles. El ensayo de Ranicki, por decirlo a la brava, no repara en gastos a la hora de perderle el respeto al panteón de hombres ilustres, a sabiendas de que sólo así alcanzará el lector a entender la verdadera naturaleza de cada autor, su personalidad oculta, más allá de ociosas convenciones. La prosa contundente de Ranicki, su perfil de narrador netamente implicado en su propio discurso y su conocimiento de la petite histoire de cada autor hacen de este libro, asistemático pero muy goloso, un ejercicio estimulante de lectura crítica y competente que el lector quisiera ver continuado con capítulos dedicados a Broch, Hesse o Roth, autores que el crítico de origen polaco conoce también como la palma de su mano. ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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