No voy a hablar de la escritora sino de la persona.
Conocรญ a Silvina Ocampo en 1961. Ella tenรญa 58 aรฑos, yo 22. Aun hoy me resulta difรญcil describir el impacto que recibรญ: nunca habรญa conocido a una mujer que se le pareciera, ni siquiera lejanamente. No me refiero solamente a su carรกcter inasible. Su rostro โsolรญa decirse con timidez o reservaโ “no era convencionalmente bonito”, pero sus piernas eran espectaculares y sabรญa lucirlas, doblรกndolas con frecuencia sobre el sillรณn donde se sentaba. Su elocuciรณn temblorosa, vacilante, muy rรกpido se imponรญa como el รบnico instrumento posible para articular las paradojas que regalaba sin รฉnfasis, con un humor oscilante entre lo faux naรฏf y lo juguetonamente perverso. Solรญa poner un jazmรญn en el primer ojal desprendido de su blusa o su vestido; esa flor anunciaba el perfume que usaba.
Yo cumplรญa por ese entonces funciones mรกs que humildes en una editorial venerable: en general se trataba de dar la cara para rechazar originales que me parecรญan dignos de publicaciรณn; ocasionalmente, de redactar alguna solapa para libros que consideraba deleznables. Silvina iba a publicar allรญ Las invitadas y mi entusiasmo, sรณlo compartido por Miguel de Torre Borges, compaรฑero de infortunio, me llevรณ ante ella. Ya la habรญa leรญdo, por supuesto: un aรฑo antes, La furia me habรญa ganado para el grupo, por aquel entonces casi confidencial, de sus lectores incondicionales; en esa ocasiรณn Alberto Tabbia, amigo de ella y de Wilcock, me habรญa prestado varios de sus libros anteriores.
Superadas las primeras invitaciones a comer en la calle Posadas, empezamos a encontrarnos en otros lugares, generalmente inesperados para mรญ, y que suscitaban en ella no sรฉ quรฉ asociaciones: por ejemplo en el rosedal de Palermo. Allรญ lleguรฉ una tarde de primavera, a eso de las seis, y la vi charlando animadamente con un hombre enfundado en un impermeable sucio y gastado. Vacilรฉ en acercarme, pero al verme ella me saludรณ con una sonrisa y me llamรณ con un gesto: me presentรณ como “un joven escritor”; el hombre, que no tardรณ en retirarse, fue presentado como “el exhibicionista del rosedal”. Una vez solos, Silvina me explicรณ que รฉl le tenรญa miedo: “la primera vez que se abriรณ el impermeable, le pedรญ que esperara un momento y me puse los anteojos”.
En aquellos (para mรญ encandilados) aรฑos sesenta, Silvina me enseรฑรณ a apreciar la lectura de la sexta ediciรณn de La Razรณn, cuya llegada esperaba impaciente para abordar directamente las noticias de policรญa. Saboreaba golosamente los eufemismos entonces usuales: “torpe atropello” o “incalificable atentado” por violaciรณn, “amoral” por homosexual, mujer “de vida liviana” por sexualmente activa. Me daba como ejemplos de economรญa narrativa y elipsis las volantas que seguรญan al tรญtulo: por ejemplo, bajo “Masacre en un cumpleaรฑos” podรญa leerse “Vicente no quiso descorchar la sidra, dos muertos, siete heridos”. No sรฉ si conocรญa las historias en dos lรญneas de Fรฉlix Fรฉnรฉon; supongo que le hubiesen parecido pรกlidas al lado de ese periodismo que alimentรณ indirectamente muchos de sus cuentos.
A menudo Silvina no acudรญa a la cita, o hacรญa esperar largo rato en uno de los salones de Posadas hasta que Jovita aparecรญa para decir que la seรฑora habรญa tenido que salir imprevistamente, o que no se sentรญa bien. Estoy convencido de que estas tรกcticas tradicionalmente asociadas con la seducciรณn eran en Silvina una expresiรณn entre otras de su miedo a sentirse atada por un compromiso que ella misma habรญa elegido. Un domingo en que Enrique Pezzoni me llevรณ a San Isidro (Victoria tenรญa invitados extranjeros y necesitaba figuras de nรบmero “que hablaran idiomas”) asistรญ en el jardรญn a la recepciรณn de tres mensajes, como en las fรกbulas tradicionales, que Pepa acercรณ a la patrona. El primero: “Llama la seรฑora Silvina y pregunta quรฉ hay de comer”; respuesta cortante: “Dรญgale que no anunciamos el menรบ”. El segundo: “Llama la seรฑora Silvina y pregunta quiรฉn va a estar”; la respuesta, no menos cortante: “No damos lista de invitados”. El tercero y รบltimo: “Llama la seรฑora Silvina y dice que se le descompuso el coche”; respuesta: “Dรญgale que se tome un remise, que para eso tuvo la Guggenheim”. Silvina, desde luego, no fue esperada ni apareciรณ.
Asรญ como a la hermana menor le divertรญa irritar a Victoria, cuyas opiniones tajantes percibรญa como agresiones indirectas, cuya vocaciรณn cultural le resultaba ajena, a la mayor le repugnaba la tacaรฑerรญa de Silvina y juzgaba indecente que siendo rica se hubiese presentado a una beca, y se la hubieran concedido. Silvina practicaba, ya instintivamente, ya con habilidad consumada, ese never explain, never apologize que es signo distintivo de las personalidades fuertes, aun cuando exhiban su parte de fragilidad. Solรญa, por ejemplo, no anunciar sus viajes. Partรญa hacia Mar del Plata o Europa sin una palabra y sรณlo al llamarla me enteraba de que se habรญa ido.
Cuando fue mi turno de partir, por tiempo indeterminado, en 1974, Silvina me puso en el bolsillo una hoja de papel de la que no me he separado, donde habรญa copiado uno de sus poemas. Durante mi visita no hablรณ del viaje ni de ese mensaje; sรณlo recuerdo que me sorprendiรณ haciรฉndome escuchar un reciente LP de Ike y Tina Turner, cantante que admiraba y habรญa conocido por Marta Bioy. Cuando volvรญ por primera vez de visita a Buenos Aires, en 1985, la encontrรฉ disminuida, sus olvidos y distracciones discretamente, risueรฑamente disimulados por Bioy en la conversaciรณn. De lejos me iba a enterar, gracias a Alejo Florรญn, mรฉdico de cabecera de los Bioy y amigo mรญo, de su ausencia mental, al principio intermitente, luego definitiva. Una noche de diciembre de 1992 o enero de 1993, mientras comรญan en el difunto restaurante de la Biela, Alberto Tabbia le recordรณ a Adolfo cuรกnto le gustaban a Silvina los Liebesliederwalzer de Brahms y sugiriรณ que podrรญa ser una buena idea hacรฉrselos escuchar. Dรญas mรกs tarde le preguntรฉ a Bioy por el resultado de esa experiencia; no habรญa habido signo alguno de reconocimiento por parte de Silvina.
Silvina, solรญa repetir Beatriz Guido, era “un ser mรกgico”. Aplicada a ella, la palabra puede ser entendida en un sentido nada banal; por eso estoy seguro de que Silvina debe de haberse enterado, de algรบn modo que no puedo imaginar, de la protecciรณn pรณstuma que me brindรณ. Un mediodรญa de diciembre de 1993, Tabbia me llamรณ desde Buenos Aires para anunciarme su muerte. Recuerdo que abrรญ una botella de vodka y en su compaรฑรญa pasรฉ la tarde en casa, releyendo cuentos y poemas suyos. A eso de las siete la botella se habรญa vaciado y yo me dispuse a acudir a la cita que tenรญa con una relaciรณn, llamรฉmosla sentimental, que se arrastraba, de mi parte, en la vana espera de una ocasiรณn de herir como yo habรญa sido herido. Apenas nos encontramos, ayudado por el vodka, empecรฉ a ventilar resentimientos, agravios impagos, desprecio llano; en algรบn momento sentรญ que iba a vomitar y aprovechรฉ para interrumpir la escena, que percibรญa vagamente como lamentable. Al dรญa siguiente me despertรฉ con un borroso dolor de cabeza pero tambiรฉn con un sentimiento inรฉdito de alivio, incluso antes de recibir por correo la convencional nota de ruptura. Silvina, comprendรญ, me habรญa sido fiel.
Estas visiones fugitivas, y muchas otras, intransferibles, son parte del bagaje con que los aรฑos nos van cargando. La memoria las recorta y ordena segรบn leyes no demasiado diferentes de las del montaje cinematogrรกfico, hasta convertirlas en una especie de literatura vivida. Por suerte tambiรฉn estรกn los libros, que son propiedad comรบn, que nuevos lectores no cesan de hacer vivir, y en ellos viven. ~