Antonio Alatorre nació en Autlán de la Grana, Jalisco, el 25 de julio de 1922. Fue el sexto de diez hermanos. Su padre tenía una tienda de abarrotes, “La Reforma”, en uno de los portales del jardín principal. Como su adorada sor Juana, aprendió a leer antes de los cuatro años, acompañando al jardín de niños a su hermano Carlos (dos años mayor que él). Poco después entró a la Escuela Primaria Superior para Niños. Esta primera escuela lo acompañó hasta el final. Ahí la maestra Mariquita Mares le descubrió sus ganas de saber cosas. Ahí supo de la Ilíada, de la Odisea, de la Primera Guerra Mundial, de la locomotora, de las vacunas, de la electricidad, etc. Dos cosas lo enorgullecían especialmente de esta escuela: una, que era totalmente laica; otra, que jamás fue rehén de ningún tipo de propaganda política. He aquí la génesis de su lúcido escepticismo.
En 1934 su padre fue estafado por un socio y la familia quedó arruinada: tres hermanos consiguieron acomodo en un orfelinato; Carlos logró un descuento en una secundaria. A Alatorre le tocó lo que él llamaba el “encierro monástico”: entró con los Misioneros del Espíritu Santo. Ahí estuvo de los doce a los veinte años, sin ninguna vocación, pero con los ojos, la mente y el corazón bien abiertos: aprendió latín, griego, francés, inglés y, sobre todo, música.
Después de su renuncia a la vida eclesiástica, donde habría tenido segura su manutención, tuvo que buscar trabajo. Lo primero: un cura le ayudó a conseguir, por trescientos pesos, un certificado de secundaria, medio fraudulento, y lo colocó como maestro de primaria. Luego consiguió algunas horas como profesor de secundaria y preparatoria. Gracias al certificado pirata de secundaria, pudo inscribirse en la Preparatoria Nacional, en Guadalajara. La hizo en dos años y se inscribió en la Facultad de Derecho de la Universidad de Guadalajara. Lo suyo era estudiar y durante el primer año fue un alumno modelo; pero entre ese primer año y el segundo de la carrera conoció a Juan José Arreola: todo se echó a perder. No más apuntes de derecho civil, no más dieces, a echar a volar mente y corazón con Neruda, García Lorca, López Velarde, Proust, Valéry, Rilke, Kafka, Dostoievski, Whitman: ningún método, ningún sistema en las lecturas, todo lo guiaba el gozo.
En 1945 Juan José Arreola se fue a París con una beca; sin su cómplice, Guadalajara se le hizo insoportable a Alatorre y se fue a la Ciudad de México a comienzos de 1946, prácticamente con lo puesto y sus pocos libros. Vivió con su hermano Moisés que estudiaba violín en el Conservatorio y trabajaba de policía de esquina. Volvió a inscribirse a la carrera de derecho, esta vez en la unam, pero también en la Facultad de Filosofía y Letras. Por ese entonces, conoció a Cosío Villegas, quien lo invitó a trabajar en el Fondo de Cultura Económica, como traductor y editor, con un sueldo decente. Poco después, en 1948, conoció a Raimundo Lida, cuyo magisterio complementó el de Arreola: el amor de Lida por la lengua y la literatura era igual que el de Arreola, lo nuevo fue el método, la conciencia de que el estudio de la lengua y la literatura no solo era cosa grata, sino muy seria.
Alatorre fue editor de varias revistas: con Juan José Arreola fundó y dirigió la revista Pan en Guadalajara; en la Ciudad de México, con Tomás Segovia, la Revista Mexicana de Literatura. Fue también un traductor muy activo. En 1950, tradujo del latín, para la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum, las Heroidas de Ovidio. Del inglés tradujo, por ejemplo, El lenguaje de Edward Sapir y La tradición clásica de Gilbert Highet. Del francés, entre otras cosas, el justamente famoso Erasmo y España de Marcel Bataillon, del que el mismo Bataillon decía que prefería leerlo en español, porque era mucho mejor la versión de Alatorre que la suya propia. Del alemán, junto con Margit Frenk, Literatura europea y Edad Media latina de Ernst Robert Curtius. Del italiano La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica, de Antonello Gerbi. Del portugués la obra de Machado de Assis, traducción por la cual recibió la medalla al mérito del gobierno brasileño.
Entre sus libros, el más famoso es su insuperable Los 1,001 años de la lengua española; pero ahí están también sus lúcidos e indispensables Ensayos sobre crítica literaria; su divertidísima cuasi novela picaresca El brujo de Autlán; sus olvidados pero inolvidables relatos para los libros de español de la sep; su muy gozoso y erudito recorrido El sueño erótico en la poesía española de los siglos de oro; la hermosa antología Fiori di sonetti, reunión de sonetos españoles e italianos; la exhaustiva y fascinante recolección de noticias sobre sor Juana (de 1668 a 1910), Sor Juana a través de los siglos; los trabajos filológicos que se convirtieron en hitos en los estudios hispánicos, como Cuatro ensayos sobre arte poética; o su cuidada y propositiva edición de la Lírica personal de sor Juana. Por supuesto hay que mencionar sus libros disfrazados de artículos (Gabriel Zaid dixit): trabajos extensísimos de más de cien páginas, que Alatorre publicaba en diversas revistas especializadas, sobre todo en su queridísima Nueva Revista de Filología Hispánica, de la cual fue director de 1959 hasta su muerte en 2010. Como director de la revista su trabajo incluía desde la traducción hasta la corrección de estilo, de contenido (con la adición de sus notas eruditas), y la elaboración de reseñas, a veces con seudónimo, para que no pareciera que un solo autor las hacía: trabajo hormiga, trabajo invisible, porque lo que debía brillar era la revista, no el director.
Toda esta obra ahí está, estará para siempre y le valió, con toda justicia, la entrada al Colegio Nacional en 1981, el premio Jalisco de Literatura en 1994 y, en 1998, el premio Nacional de Lingüística y Literatura. Lo que ya no tenemos es al profesor, a ese muy sui géneris profesor que fue Alatorre. Nada convencional, en clase leía en voz alta; de cuando en cuando se apartaba de la lectura, disertaba, evocaba; la evocación podía ser un recuerdo infantil de su pueblo o unos versos de Villamediana. La poesía era tan íntima parte de su vida como su infancia o su pueblo. Cada comentario era una sorpresa: noticias eruditas, impensables comparaciones, figuras retóricas, todo engarzado con emoción y deleite contagiosos. Nada sobraba; no escatimaba ni la lágrima ni el chiste. Conducía la clase con la discreción de la verdadera inteligencia. Hablaba de poesía con seguridad, sin prisa, sin los aspavientos del que no dice nada, sin “palabrotas” (como llamaba a los términos de las jergas teóricas). Su glosa resaltaba la importancia del poema, no lo sustituía. Con él se aprendía a leer otra vez: en voz alta, en grupo, haciendo elementales acotaciones léxicas, estilísticas y gramaticales, escandiendo los versos y redescubriendo su prosodia, su música.
Se valía disentir; lo que era admirable era su completa independencia respecto de los compartimentos teóricos o de las modas culturales que nuestra época multiplica y reemplaza, para luego, la mayor parte de las veces, convertirlos en dogmas. Sus clases eran toda una lección de vida: el espíritu de la libre investigación exige paciencia, atención, respeto por su objeto de estudio, conciencia de la dificultad de comprensión y capacidad de someterse al trabajo necesario. Su obra era resultado de un amor crítico, de una pasión que, como cualquier pasión verdadera, hace más aguda y más severa la mirada dirigida a aquello que se ama. Su lúcido escepticismo frente al imperio de lo actual era una invitación al ejercicio serio, responsable, de la lectura, la reflexión y la crítica.
En estos tiempos en que la academia ha cedido a la tentación de la banalidad y de la inmediatez, la erudición de Alatorre era una ventana hacia el mundo y el ser humano; una forma de vivir; no era una colección estéril de noticias, sino una herramienta para el ejercicio de la sensibilidad, de la emoción estética. Su rigor filológico le permitía evitar y denunciar las chapuzas, las falsedades, los errores burdos, todo eso que confunde y mezcla todo en un engañoso montón de conceptos, que deforma la verdad. Alatorre fue un “cruzado de la verdad”, y lo asumió con una firme y generosa responsabilidad. Su discreción, su dignidad y su seguridad autosuficiente, a las que no les hacía falta exhibirse ni recibir aprobaciones, son una de sus lecciones más duraderas y dignas de atesorar; una lección moral que hoy, en que pandemia y malos gobiernos han menoscabado el sentido de nuestro trabajo, los académicos necesitamos más que nunca. ~
es profesora investigadora del Centro de Estudios
Lingüísticos y Literarios de El Colegio
de México, miembro nivel II del Sistema
Nacional de Investigadores y del Consejo
Asesor de la Cátedra Luis de Góngora de la
Universidad de Córdoba.