Sombreros para decapitados

La estética del sombrero se apodera de la ética de la cabeza. Los sombreros de ahora son sombreros para decapitados.
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El infeliz que le cortó la cabeza a Miguel Hidalgo y Costilla se llamaba Salcedo. Era tarahumara, le pagaron veinte pesos por el vil servicio. Hidalgo había sido emboscado en las norias de Acatita de Baján, en Coahuila, al borde de la frontera con Texas, al igual que  Allende, Aldama, Jiménez y Abasolo, entre otros cabecillas. No se sabe si fue el mismo Salcedo quien decapitó a los primeros tres. ¿Les habrá hecho precio de mayoreo a los realistas? ¿Habrá sido de un solo tajo de diestro machetazo como al cura? ¿En que habrá gastado su bonificación? Tal vez compró un par de ovejas y un chivo, pensando en su familia y en los próximos fríos. Tal vez se lució con sus compinches, disparando varios litros de tesgüino. El movimiento independentista quedaba sin cabeza, literalmente, mientras las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez colgaban de las jaulas dispuestas en las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas.

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La cabeza es una de las partes del cuerpo humano que más simbología genera y ofrece a través de la historia. Es el principio activo, la fuerza motriz. Encabeza la jerarquía de organizaciones sociales desde gobiernos hasta la familia. En la cabeza se conjuga la materia para labrar y razonar el espíritu. Para Platón, su forma esférica la asimilaba al universo. Conjuga la Unidad, el sol, la fuerza suprema. En este sentido también se dice que cada cabeza es un mundo. En el caso de Indra, rey de los dioses en la antigua religión védica, sus tres cabezas representaban los tres mundos que gobernaba. Las cuatro cabezas de carnero del dios egipcio Amon-Ra simbolizaban los cuatro elementos. En la iconografía cristiana los santos mártires degollados a menudo son representados cargando su propia cabeza, denotando que la vida y obra espiritual continúa a pesar de su destrucción material. Mucho más cercano, en teoría, a la estética occidental contemporánea, en la cabeza reside el coco de los fenomenólogos, que desesperadamente intentan franquear sus barreras para acceder a la experiencia plena.

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En la familia todo mundo sabe que el abuelo usaba sombreros Tardán. Eran a la vez comunes y elegantes. Los hermanos Tardán fueron los primeros en fabricar fieltro en México. Por un lado, esto contribuyó a que se extendieran y popularizaran las modas europeas que imperaban durante el porfiriato. Por otro, dio cierto carácter nacionalista a las cabezas bien cubiertas de la época posrevolucionaria. El abuelo tenía muchos sombreros, a todos los nietos les queda uno. Ninguno lo usa. Yo tengo uno rojo, de corte andaluz, que me regaló en vida. Tampoco lo uso. Pero lo usé mucho de niño para completar mi improvisado traje de paisano cuando toreaba a un noble gran danés que teníamos. Me lo quitaba para saludar a la plaza llena, que había acudido a mi cabeza para verme torear.

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Parece humillante para Manuel Santa María, fusilado al mismo tiempo que Allende, Aldama y Jiménez, que no le cortaran la cabeza. Mucho más humillante debe haber sido para Abasolo, a quien ni siquiera fusilaron sino que se lo llevaron a morir unos años después en una prisión de Cádiz con todo y su cabeza insignificante.

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Para las mujeres el sombrero realmente nunca dejó de ser un accesorio socorrido. Sombreros de sol, sombreros de ala ancha; sombreros para la playa, sombreros para un bautizo… Los hombres, sin embargo, lo habían abandonado casi por completo. En años recientes se ha vuelto a poner de moda, principalmente entre un grupo de gente llamada hipster. Nadie sabe bien a bien cómo definir esta categoría, pero la reconoce cuando la ve. Un verdadero hipster, además, como el alcóholico, niega su condición. No obstante, entre sus atributos figuran prominentemente los sombreros; casi siempre son “fedora”, pero también incursionan en el “catrín” y el “panamá”.  Si usa cachucha, no es hipster. Lo que no ha vuelto son las convenciones que antaño gobernaban el sombrero. La repetición cotidiana de ciertas prácticas en cuanto al sombrero y la cabeza, materializaban el orden de las cosas. Pero ya nadie se toca la punta del sombrero para dar cuenta de la presencia de un conocido. Nadie se lo quita para saludar a una señorita, ni cuando entra a un lugar techado, ni para mostrar respeto por un muertito. Ni siquiera han vuelto las convenciones más charras, como echárselo un poco hacia atrás, descubriendo la frente para abordar una situación complicada o seria. Más sorprendente aún resulta el hecho de que no haya surgido un nuevo juego de prácticas en torno a la cabeza y el sombrero que denote su valor de una manera más afín a nuestros tiempos. Sin duda este nuevo uso del sombrero resulta en un paradójico reverso simbólico, en que el sombrero surge como elemento de separación de la convención pero que, al no generar su propia convención, se vuelve instrumento de aquello de lo cual buscaba separarse inicialmente. Sin tecnología del cuerpo que lo acompañe, el uso del accesorio no puede ser más que un fallido intento de atribuírle gravedad a la cabeza. Lo que es más, el sombrero, en cuanto capricho estético, se vuelve sinónimo con la cabeza.
 

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Hace unas semanas apareció, como si nada, un cuerpo colgando de un puente en Interlomas. La cabeza yacía en el puente, envuelta en un saco, acompañada de un mensaje estúpido. Unos días después apareció otra cabeza reposando sobre una cabina telefónica, su cuerpo anónimo en la calle, en frente de la cabecera municipal de Huixquilucan. La acompañaba otro mensaje estúpido. Estos sucesos son inumerables; en Durango, en Guerrero, en Michoacán, en Chihuahua, en Nuevo León, en Tamaulipas, en fin. Decapitaciones sin pies, violentamente democráticas, sin más historia que “se metió en lo que no debía” o una leyenda en una manta que nos pone a temblar y dudar con mala ortografía. No es la cabeza del rey galés, Bran, cuyos seguidores enterraron en una colina blanca para que su tierra no volviera a ser invadida. No es la cabeza de San Juan Bautista en elegante charola. No son las cabezas de los héroes que nos dieron patria. ¡Qué absurdo que hasta las decapitaciones provoquen nostalgia! Pero no hay que perder la cabeza.

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El refrán comercial de sombreros Tardán es bien conocido desde hace muchos años: “De Sonora a Yucatán se usan sombreros Tardán”.  Parece más apropiado, ahora: “En todos los estados, sombreros para decapitados”.

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¡Pero no hay que perder la cabeza!
                                                                 

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Antropólogo. Doctorando en Letras Modernas. Autor de dos libros de poesía. Bongocero. Nace en 1976. Pudo ser un gran torero pero...


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