Fotografía: Paul Barbera

“Somos descubridores de nuevos continentes”

Mientras me interno en el edificio que alberga las oficinas de la legendaria revista The Paris Review, las galerías de arte que pueblan el barrio de Chelsea parecen homenajes a Edward Hopper: luces rutilantes de la soledad urbana. Lorin Stein, el tercer director de la revista, es heredero de una prosapia que incluye a George Plimpton y Philip Gourevitch. Ex editor literario de Farrar, Straus and Giroux, Stein parece diseñado para dirigir una revista que cumple 62 años y conserva su vigencia: es un ávido lector preocupado por dar a conocer el talento literario –sin importar en dónde se encuentre– y también un ubicuo animador de tertulias. Stein me recibió en su oficina, cuyas paredes guardan buena parte de la historia literaria de los últimos años. Nuestra conversación nos llevó a un periplo fascinante por la historia de la revista y de la cultura contemporánea.
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¿Cuál es el legado de The Paris Review desde su fundación en 1953?

Dos cosas. La primera es que The Paris Review tiene una misión que ha cumplido por más de sesenta años que consiste en descubrir nuevos escritores. Philip Roth, Jack Kerouac, David Foster Wallace son algunos de los autores que hemos descubierto y a quienes publicamos cuando aún eran jóvenes. A algunos de ellos seguimos publicándolos durante toda su carrera. Se trata de autores marca Paris Review.

La segunda es formar el canon de la literatura contemporánea, especialmente con la publicación de entrevistas. Las dos cosas van juntas porque las entrevistas y las obras poseen la misma sensibilidad.

Por un lado está el descubrimiento y por otro la consagración.

Nuestro propósito consiste en señalar a los lectores sendas literarias por las cuales caminar. Intuimos que les gustará la travesía. Aunque transmitimos un gusto personal, sabemos que la literatura es un diálogo de almas.

Usted es el tercer director de The Paris Review, después de George Plimpton y Philip Gourevitch. Este último es un extraordinario periodista que abrió la revista a piezas periodísticas. Sin embargo, usted ha regresado a la tradición de publicar cuentos y poesía.

Es cierto. Una de las razones para este regreso a la tradición es que soy un editor de ficción. Hay muchos editores de periodismo que son mejores que yo. Gourevitch acertó al publicar piezas periodísticas. Todo editor debe imprimir su personalidad y gusto en las revistas que dirige. Gourevitch hizo un espléndido trabajo al publicar reportajes sobre partes del mundo que no son muy conocidas en Estados Unidos. En la revista uno podía leer una pieza interesante sobre Siberia o China. Sin embargo, ahora hay más espacio para una revista puramente literaria que cuenta con un buen número de lectores y la atención del mundo editorial dedicado a la ficción. Un amigo fundó una revista de crítica, siguiendo el modelo de Policy Review y Commentary. Como en la vieja escuela, la revista publicó en su primer número una crítica extensa que fue comentada por el mundo editorial y académico. Este éxito me hizo pensar que lo mismo puede hacerse con la ficción y la poesía: generar discusión entre mucha gente. Creo que hasta el momento hemos tenido éxito, tanto es así que en los últimos cinco años nuestro tiraje se ha triplicado.

Otra revista literaria prestigiosa es The New Yorker, aunque es muy distinta a The Paris Review.

Me encanta The New Yorker, pero el contexto literario de sus piezas es secundario. Esto funciona si estás publicando para un millón de personas. Nosotros tenemos la ventaja de poder concentrarnos en la literatura para un público conocedor. Tomé la decisión de que no tenía sentido competir con Harper’s o The Atlantic en la publicación de reportajes.

Hay muchas revistas que publican reportajes, pero no muchas dedicadas a la literatura con la circulación de The Paris Review.

Nuestra circulación es de veinte mil ejemplares. Sin duda se debe aprovechar este mercado para divulgar literatura, poesía y ficción. Ahora hay una proliferación de agentes literarios que no asumen ningún riesgo cuando representan a un escritor. Hoy en día un escritor con un solo poema publicado puede tener un agente literario. La pila de papeles que ves en mi escritorio son piezas que me enviaron agentes y no escritores.

Se podría escribir un cuento cómico sobre un escritor sin obra que tuviera varios agentes literarios.

Ese es el mundo literario de hoy. Nosotros existimos porque no hay sustituto de una revista literaria que tenga la confianza de las editoriales. Sé que editores de ficción de varios sellos leen la revista con lupa. Ayer me llamaron de una editorial británica para decirme: “probablemente es demasiado tarde, pero queremos publicar lo antes posible a cierto escritor que apareció en tus páginas recientemente”.

The Paris Review sirve como el intermediario que conecta al escritor con la editorial, funciona un poco como agencia literaria.

Solo que nadie nos da un porcentaje de las ganancias. Lo hacemos, por así decirlo, pro bono. Nuestra función principal es colocar en el mercado global de habla inglesa el talento que de otra forma estaría perdido. Somos como Cristóbal Colón, descubridores de nuevos continentes. En la revista coinciden el escritor, sus lectores y el mundo que está en medio. Espero que contribuyamos a que ocurra el milagro erótico del encuentro entre el artista y quien contempla su obra.

Pero tampoco olvidamos la labor más prosaica de intermediarios. Una revista como The New Republic –al menos antes de que cayera en desgracia– tiene su nicho en lectores que viven sobre todo en Washington, d. c. y Nueva York, y debe apelar a este núcleo. Nosotros intentamos hacer lo mismo en otro mercado: la constelación de amantes de la literatura en Nueva York y el mundo. Por cierto, hace poco se publicó un artículo sobre la rivalidad entre el escritor que se educa en la calle (nyc) y el escritor que se educa en la universidad (Master of Fine Arts, mfa). Yo estoy del lado de la calle.

El año pasado apareció en Letras Libres una entrevista con Robert Boyers, donde decía que el mfa es la razón principal de que la poesía está viviendo una de sus épocas de oro en Estados Unidos.

Es una tesis interesante y es posible que sea cierta en el caso de la poesía. En los sesenta y setenta la poesía y la ficción, hasta cierto punto, estaban conectadas con el mfa. No se podría escribir la historia de la ficción o la poesía sin tomar en cuenta el mfa. Gracias al máster un poeta puede vivir como profesor. En lo que respecta a la ficción hay tres maneras de vivir: como profesor, en Hollywood o con lo que recibes de regalías. Me aventuro a pensar que la mayor parte del dinero que ganan los escritores en Estados Unidos proviene de la enseñanza. Alguien escribió un ensayo hace poco diciendo que Jonathan Franzen era un traidor o un vendido porque escribía ficción popular en Harper’s. No sé si es una crítica honesta, pues el tipo que lo escribió lleva diez años dando clase en la Universidad de Columbia. En cualquier caso, el individuo en cuestión estaba defendiendo el mfa, que es, digamos, el establishment. Es cierto que Franzen vive, en buena medida, de lo que escribe para revistas populares, pero no se puede decir que las revistas populares sean el establishment. Además, Franzen escribe realismo y no ficción de vanguardia.

Ahora, vivir de enseñar y no de escribir puede ser contraproducente para la creación literaria. La enseñanza es por lo general un sistema donde no hay respeto por los estudiantes, la mayoría de los cuales desafortunadamente no lee mucho y tiene problemas con la gramática. Lo que está en crisis es la educación literaria en sí misma. Alguien que sale de una licenciatura enamorado de ciertas maneras de escribir que podemos considerar inmortales, o que entra a un mfa pensando que los escritores son semidioses, tiene un porvenir como lector y escritor. Pero lo que veo es gente incapaz de imaginar la literatura más como un destino que como una carrera profesional. Se trata de gente que nunca se deja infectar por el sentido de lo maravilloso que solo entrevemos cuando nos dejamos llevar por el eros literario. Lo que se necesita ahora es recrear el aura de misterio del escritor. Hemos prometido durante cincuenta años que, como en El mago de Oz, quitaríamos el velo y revelaríamos el misterio del escritor, pero uno necesita creer en la existencia del mago antes de poder revelar el secreto.

Redescubrir el aura del escritor requiere quizá reinventar el mito del talento salvaje.

Emerson habla en “The poet”, su ensayo sobre la figura del poeta, de la felicidad que se experimenta al descubrir el gran talento en otro escritor. Hace poco tuve esa sensación al leer el ensayo que un poeta escribió sobre su renuncia a un puesto en The Wall Street Journal. El escritor es un socialista cuya familia perdió su granja en el Medio Oeste norteamericano, vino a Nueva York y consiguió trabajo en la sección literaria de The Wall Street Journal. Ahí leyó mucha poesía y al final decidió convertirse en escritor independiente y abandonar su trabajo en el periódico. Hace poco publicamos sus poemas en The Paris Review. El gran escritor puede salir de cualquier lado. De los barrios populares, por ejemplo.

Un periodista deportivo argentino predijo en los setenta la llegada de un pibe extraído de un barrio pobre de Buenos Aires que revolucionaría el futbol. Maradona fue inventado y deseado antes de patear el primer balón. También Nietzsche decía que el próximo gran filósofo sería feo y pobre.

En el primer número de The Paris Review que edité aparece la pieza de un escritor desconocido que me envió su texto y una carta. Así como un gran poeta puede venir de un barrio bajo, también puede venir de la élite. Pienso en el caso de Ben Lerner, un escritor de Kansas de 36 años que ha escrito tres libros, uno de ellos nominado para el National Book Award. Me envió unos paquetes que contenían su primera novela. Abrí uno de los paquetes, leí la primera página, cerré el libro y le pedí a uno de los editores de The New York Review of Books escribir la reseña del libro. Para cuando mi reseña fue publicada, James Wood ya estaba escribiendo sobre él. Venga el gran escritor de un barrio bajo bonaerense o de los círculos privilegiados, lo único que podemos saber es que su llegada será inesperada. Es una idea romántica pero cierta.

¿Cuál es la diferencia entre su trabajo en Farrar, Straus and Giroux y el de The Paris Review?

Cuando eres editor de libros debes encontrar a un escritor poco valorado y buscar la mayor cantidad de lectores posibles. Aunque dejé la edición de libros cuando el libro electrónico entraba en escena, creo en el futuro del libro impreso. Ahora bien, es debatible que la revista literaria siga teniendo valor en el mercado literario. Me explico: una gran editorial publica a Stephen King, mientras que una revista literaria como la nuestra publica a autores desconocidos. Esto me hace pensar en las buenas razones por las cuales tomamos prestado dinero de gente con recursos y lo gastamos en esta empresa: hay quien debe salvaguardar al genio literario que nunca venderá bestsellers. Otra diferencia es que cuando era editor de literatura para Farrar, Straus and Giroux publicaba novelas –que para mí es el género literario dominante– y en The Paris Review publico principalmente relatos. La cuestión que es interesante no es si los relatos son buenos o no, sino si cuentan historias que cambian la vida de los lectores.

George Plimpton, el primer director de The Paris Review, era un hombre peculiar: practicaba un tipo especial de periodismo y eso lo llevó a jugar con los Detroit Lions, a entrenar con un equipo de hockey, los Boston Bruins, e incluso a jugar tenis contra Pancho Gonzales. ¿Qué puede decir de él?

Plimpton era muy atlético y lo aprovechaba para jugar con profesionales con la idea de perder y luego escribir sobre ello. Solo lo vi unas pocas veces, de la manera en que todos lo conocían: en las fiestas que organizaba en su departamento en el Upper East Side, que también eran las oficinas de The Paris Review. Varias generaciones de escritores tienen alguna anécdota de las fiestas de Plimpton, quien era un gran anfitrión. Una vez, por ejemplo, conocí ahí al arzobispo de Nueva York.

Plimpton se dio cuenta del poder de la televisión en un momento en que los estadounidenses abrazaban la nueva tecnología. The Paris Review se mudó de París al final de la década de los cincuenta, cuando los intelectuales y escritores empezaban a aparecer en televisión. Fue varias veces al show de Dick Cavett. Cavett me dijo una vez que la mejor entrevista que había hecho fue con Plimpton. Era telegénico y tenía algo de aristocrático. Un aspecto interesante es que, en el momento en que todos los escritores competían por escribir la gran novela americana, Plimpton se hizo a un lado y en su lugar escribió pequeñas historias sobre el fracaso. (No era competitivo, lo opuesto a Norman Mailer, quien tenía un gran ego, tan grande que apuñaló a su mujer.) Hay que ubicar a Plimpton y The Paris Review en su época: el comienzo de la Guerra Fría.

Una época llena de conspiraciones. Se ha dicho que The Paris Review se fundó como una pantalla de la cia.

El papel de la cia en la fundación de The Paris Review es material de discusión pública y no tengo problema en platicar la historia. Ese era un momento en el que la literatura se encontraba en el centro de atención de la sociedad en Estados Unidos. El gobierno pensaba apoyar económicamente a escritores de la época y la cultura era percibida como una forma de adquirir poder. La cia, en ese momento, era más bien de tendencia de izquierda. Sus jerarcas compartían las opiniones de Kennedy y varios de sus agentes simpatizaban con la Unión Soviética. Peter Matthiessen, uno de los fundadores de The Paris Review, compañero de colegio de Plimpton, vivía en París mientras trabajaba para la cia. Matthiessen necesitaba una pantalla y decidió fundar una revista literaria, pero no se lo dijo a los demás. Nombró como editor de la revista a Plimpton, quien estaba entonces en Inglaterra. Matthiessen, dice él mismo, renunció a la cia después de tres años.

La cia fundó el Congreso por la Libertad de la Cultura (Congress for Cultural Freedom) y le dio dinero a The Paris Review. La cuestión a debatir es si hubo un quid pro quo. Yo no lo creo, pues no hay evidencia de ello. Tampoco creo que Plimpton y los demás editores lo supieran. Mucho tiempo después de la fundación de The Paris Review, Matthiessen les confesó a los demás la verdad. Plimpton, se dice, se enojó bastante. La verdad es que Plimpton, e incluso Matthiessen, fueron muy críticos con la cia cuando empezaron a conocerse detalles de su papel en la política internacional. Matthiessen luego se convirtió en un famoso ecologista y siempre se sintió apenado de haber sido parte de la agencia.

Para mí la simple idea de que Plimpton pudiera haber sido un espía me parece cómica y divertida. Cuando le dije a Plimpton que no creía que hubiera sido un espía, me contestó indignado: “¿Qué te hace pensar que no pude haber sido un gran espía?”

¿Qué debe tener un cuento para que sea publicado en The Paris Review?

Comienzo con lo que no me gusta de un cuento. Como editor, uno tiene que olvidar lo que un escritor quiere de ti. Tú quieres que el diseño del narrador en un cuento se imponga sobre los deseos de quien lo escribió. Cuando lees no quieres escuchar el sonido de las teclas de una computadora en un Starbucks. Tomemos el ejemplo de “Últimos atardeceres en la Tierra”. Lo que importa es la relación entre el narrador y su padre, y no lo que Roberto Bolaño piense. El autor tiene que desaparecer porque los personajes están persiguiendo sus propios intereses. El mundo descrito por el autor palpita de realidad. Por otro lado, a mí me basta leer las primeras líneas de un cuento para saber si el escritor tiene experiencia como lector y, lo sabemos bien, no hay un buen escritor que no sea un buen lector. Es como en el ajedrez: un buen jugador reconoce a otro en la apertura.

El talento es la cosa más transparente del mundo. Como editor lo reconoces después de haber leído cientos de primeras líneas. Así se endurece el callo del editor. La cultura literaria no se puede esconder: es la materia de la que está hecho un escritor. Su marca registrada. Luego le puedo hablar de mi interés personal. Me han dicho que tengo un gusto por lo depravado, pero dejemos eso para mejor ocasión. La ficción se encuentra ahora en la situación de la pintura de finales del siglo XIX. Con la llegada de la fotografía, que prometía superar a la pintura en su propio terreno, los pintores se vieron obligados a repensar la esencia de la pintura. De ahí el nacimiento de la vanguardia. Los que estamos interesados en la ficción tenemos que repensar su esencia ante el desafío de la no ficción. Algo que la ficción puede hacer y que la no ficción no puede es hablar de la idea de la vergüenza. Si me cuentas la historia del fracaso de tu matrimonio probablemente eres un sociópata. Pero si lo cuentas en forma de ficción tiene la cualidad de una fórmula matemática. Dadas ciertas variables, esto es lo que podría pasar. Tu historia es un argumento con múltiples posibilidades. En ese sentido, no soy de la escuela de la revista Granta, que por mucho tiempo privilegió la publicación de ficción que ilustraba a los lectores sobre otros lugares. Si querías saber cómo era vivir en Serbia podías leer un cuento en Granta. Hay algo extraño en obligar a la ficción a competir con la no ficción en condiciones de desventaja. A mí no me interesa este modelo de ficción cosmopolita o lo que podemos llamar “literatura pastoral”. Se trata de una literatura escrita para un grupo sofisticado alejado de la experiencia descrita. La ficción que me gusta es aquella donde los personajes pueden representar al lector, casi como un diputado representa a un electorado. Me gusta la literatura donde los personajes de un cuento o una novela son más intuitivos que los lectores.

¿Cuál es la entrevista de The Paris Review que más recuerda?

Es difícil decidirse por una. Recuerdo ahora la de Philip Roth, en parte por su respuesta a la pregunta de cómo escribe: “no puedo decirte cómo escribo porque entonces dejo de escribir”. La entrevista que más recuerdo desde que soy director es con el psicoanalista y ensayista Adam Phillips. Organizamos cuatro sesiones públicas y dos sesiones privadas. Fue la primera vez que entrevistamos a un psicoanalista y lo hicimos porque tenía curiosidad por entender mejor lo que escribe, que no siempre es claro.

En un número reciente publicaron la entrevista con Matthew Weiner, el creador y guionista de Mad men. Es interesante que The Paris Review preste atención a la escritura para televisión como género literario.

Ya era hora de entrevistar a un guionista de televisión. Podríamos haber elegido a otros, como David Chase, guionista de Los Soprano, o David Simon, creador de The wire. Algunos han comparado las series de televisión con la novela, pero más bien estaba intrigado por cómo Weiner presentaba una historia y sus paradojas. Más que una novela, Mad men es una tesis sobre la historia. De cualquier manera me parecía que Weiner tenía cosas interesantes que decir sobre el arte de la escritura.

Leon Wieseltier le escribió un correo cuando asumió la dirección de The Paris Review donde le aconsejaba no pasar demasiado tiempo en fiestas. Pero ser animador de la vida nocturna de Manhattan es parte de su trabajo.

Parte del trabajo es ser un anfitrión y, cuando se requiera, un invitado. Disfruto siendo anfitrión. Nos mudamos a estas oficinas recientemente: The Paris Review estuvo primero en el Upper East Side, luego en TriBeCa y ahora en Chelsea, centro de la escena artística en Nueva York. La mayor parte de las noches tengo eventos sociales. Me gusta estar rodeado de gente, conversar y escuchar lo que se dice. Al mismo tiempo uno tiene que leer mucho, no solo para el trabajo, sino sobre lo que ama. Normalmente estoy leyendo alguna novela del siglo XIX. Como Nietzsche prescribía en Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, el sentimiento de estar lejos de la moda es importante. Nunca sabemos si nuestra época es buena o mala, pero uno puede tener una buena idea de cosas que eran posibles y ya no lo son. La ficción que me gusta es la que te enseña lo que ya no es posible aunque alguna vez lo fue. En mi mochila ahora tengo un libro de Anthony Trollope que me envía a otro mundo de posibilidades inéditas.

Usted introdujo a Roberto Bolaño en el mercado de habla inglesa. ¿Sería justo decir que es el responsable del último boom latinoamericano –representado solo por Bolaño– en Estados Unidos?

Creo que habría sucedido de todas formas. Era una cuestión de tiempo que algún editor en Estados Unidos descubriera a Bolaño. Farrar, Straus and Giroux tuvo la suerte de ser la editorial que lo dio a conocer. Cuando lo leí me enamoré de su escritura. Él es el único escritor sobre el que he tenido un sueño: le decía que había leído todos sus libros, ante lo cual respondía con un gesto de indiferencia, lo cual es muy bolañesco. Para mí Bolaño es quizás un filósofo, en el sentido de que sus novelas pueden concebirse como máquinas de pensar. En Los detective salvajes está pensando en el destino de vivir para la posteridad. Sus personajes están imbuidos de inmortalidad pero él no cree en la inmortalidad. Su versión de la inmortalidad es la comunidad católica de los santos, aunque tiene una visión apocalíptica del futuro. David Foster Wallace, un héroe personal, escribe una escena en La broma infinita que sucede en el futuro: el momento en el que se hace una revisión de la historia presidencial de Estados Unidos desde 1995. Hay una frase fantástica y whitmaniana: estoy inscrito en mi tiempo pero escribo para ti. Tanto Bolaño como Foster Wallace escriben para el futuro, pero son escépticos sobre si habrá futuros lectores. Esto implica un cambio en la mentalidad. De acuerdo con Walter Benjamin, Baudelaire pensaba que la lectura estaba acabada. No había la mínima creencia en futuros lectores. Desde Bolaño no ha habido un escritor en castellano que haya llamado mi atención. Lo conocí por una amiga que me prestó uno de sus libros. Lo leí en el avión que me llevaba de España a Nueva York: era obvio que se trataba de la mejor novela que había leído en mucho tiempo. Inmediatamente le escribí a mi jefe diciéndole que estábamos extraviados como editores, pues si este escritor existía sin que nos hubiéramos dado cuenta había un problema muy grave. Sugerí que debíamos empezar a publicar ediciones en paperback con nuevos autores que descubriríamos no a través de la Feria de Fráncfort, sino usando otros contactos. Finalmente no publicamos esa serie, pero gracias a que abrimos un mecanismo alternativo descubrí a nuevos escritores en francés. El descubrimiento de Bolaño cambió mi orientación como editor y me enseñó sobre cómo descubrir gran talento.

Aunque New Directions ya lo había publicado.

Nunca hubo competencia con New Directions, con quienes llegamos a un acuerdo: ellos publicarían la ficción corta y nosotros dos de sus libros: Los detectives salvajes y 2666. Dado que teníamos más dinero pudimos promover mejor los libros de Bolaño en el mundo de habla inglesa. Los libros de Bolaño no habían vendido más de quince mil ejemplares, nosotros vendimos cuarenta mil de Los detectives salvajes y cien mil de 2666 en tapa dura y muchos más en paperback.

The Paris Review publicó una entrevista con Michel Houellebecq en fechas muy cercanas a los ataques contra Charlie Hebdo. ¿Qué opina de este autor y de Sumisión, que usted tradujo al inglés?

Aunque en Estados Unidos la relación del dinero con la política es turbia, el país tiene la virtud, desde hace tiempo, de abrir las puertas a grupos de inmigrantes que pelean por sus derechos políticos. En Francia, por otro lado, debido a que no existe esa representación política, los grupos de inmigrantes no adquieren poder como en Estados Unidos. Por eso sospecho que para los estadounidenses es muy difícil entender lo que está pasando en Francia. Entrevistamos a Houellebecq hace uno o dos años. Cerca de Navidad recibí un correo de un periodista francés diciéndome que tenía una entrevista exclusiva con Houellebecq pero que quería publicarla fuera de Francia. Por alguna razón la editorial de Houellebecq, Flammarion, le dio la exclusiva. Cuando el periodista leyó Sumisión la detestó y, en consecuencia, escribió una reseña demoledora de la novela. Dijo que el libro no tenía valor literario, que le daba razón a los racistas y a la derecha, que era la expresión literaria de la islamofobia. Poco después le hizo una entrevista muy hostil a Houellebecq. La publicamos justo antes de que el libro saliera al mercado. Una semana después, cerca de cien mil personas habían leído la entrevista. Luego sucedieron los asesinatos en París y se republicó en El País, en enero de 2015, y otros medios. Cuando leí el libro me pareció que el periodista francés se había equivocado. No creo que el libro sea islamófobo. El libro pudo haber sido escrito contra la Iglesia católica en su momento de mayor poderío. La novela insinúa que nuestro sistema de valores en Occidente está en decadencia y que por ello el islam, que promueve la enseñanza de la trascendencia, puede resultar atractivo. El problema es que Houellebecq lo dice sin tacto. Quizás es un error que alguien muestre el islam como una falsa religión, pero el islam de Houellebecq es completamente ficcional. No aparece gente de Medio Oriente en el libro. Todo trata sobre los franceses. El islam es solo un pretexto para decir otras cosas. Lo curioso del caso es que en la entrevista Houellebecq finge haber escrito una novela realista, pero en última instancia el libro es una broma.

Quizá Sumisión sea una especie de 1984…

Ese sería el caso si Winston fuera un personaje de comedia, como son los personajes de Sumisión. Orwell creía que estaba describiendo un futuro posible en 1984. Si hubiera introducido personajes de su propia época haciendo cosas ridículas, 1984 habría sido una sátira. En la novela de Houellebecq, Le Pen, Sarkozy y otros son retratados como asnos en 2020. La novela se parece más a La broma infinita de David Foster Wallace, en donde personajes de la vida pública se comportan como idiotas. Definitivamente Sumisión no es simplemente una predicción del futuro. La reacción moral en Francia contra el libro podría comprenderse solo si los personajes principales no fueran bufones.

Es posible que Houellebecq haya escrito la novela en esa línea fina que divide la caricatura de la realidad.

Como todo escritor de sátiras, Houellebecq se encuentra en esa línea. La sátira está llena de bromas que enseñan partes de la realidad. Lo que no toca Houellebecq es la fibra humana; sus personajes se definen solo por el poder y el estatus sexual. Pero nosotros sabemos que hay otras dimensiones de lo humano. Whitman lo sabía: contenemos multitudes. ~

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(ciudad de México, 1967) es ensayista, periodista e historiador de las ideas políticas.


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