La “Persistencia de las imágenes en la memoria”, como dice (sí, dice en el silencio de la imagen) uno de los más sugeridores cuadros de Dalí… Las imágenes que persisten, insisten, reinciden en la memoria, y que se relacionan inmediata y poderosamente con una o unas palabras y tienden a convertirse en el emblema de algo y en la pieza fundamental, la pieza clave, de alguno de los rompecabezas, con paisaje, del variable recuerdo… Por ejemplo esa imagen que frecuentemente viene a mí cuando en una charla o en una página me surgen las palabras “La Habana”, asociándose ya desde ese momento a la palabra “Chori” (si es una palabra) y al título de uno de los libros de Guillermo Cabrera Infante: Vista del amanecer en el trópico.
Y me explico (¿pero me explico?):
Cuando en los últimos días del año 1962, arrebatado por la ilusión tragicómica de la Revolución Cubana, estaba recién llegado a la ciudad capital de la isla, pude, en varias madrugadas y desde un balcón del piso doce del hotel Habana Hilton (ya Hotel “Habana Libre”), avistar a un viejo negro y algo gordo, con el crespo cabello blanco, vestido de guayabera y pantalón y zapatos blancos, que por una acera de La Rampa caminaba animosamente, tan gallardo que parecía delgado, y de trecho en trecho se inclinaba al suelo y en el filo de la acera escribía con una tiza blanca y letras mayúsculas y barrocas la palabra chori. Y esto ocurría antes del súbito, total, dorado amanecer habanero.
¿Chori? ¿Qué significaba Chori? ¿Era Chori una palabra mágica, el amuleto verbal de alguno de los ritos de la cultura afrocubana?, ¿y al escribirla aquel animoso y peliblanco viejo negro estaba ejerciendo por las calles de La Habana un acto también ritual, quién sabe qué ceremonia mágica?
Poco después, ya en 1963, habría yo de saber por Rine Leal y/o Fausto Canel que Chori era el sobrenombre del capitán de una muy popular banda musical, acaso virtuoso de la trompeta, que despachaba gozosos danzones o sones o rumbas en un bar o cabaret de la zona de los muelles, y que aquella escritura nocturna y andante era su modo solitario, nocturno, artesanal y heroico de publicitarse en la zona turística habanera. No recuerdo quién de mis dos flamantes amigos fue el que me llevaría una noche al lugar donde el Chori y sus músicos se manifestaban. Ya quizá hablaré algún día del buen rato que entonces pasé antes de que, en un rato todavía mejor, fuéramos a una delirante, maravillosa fiesta (¿bembé o güemilere o simple fiesta?) en la población de Regla, al otro lado de la bahía de La Habana cruzada en vaporetto. Y qué noche hasta el alba, entre danzantes negros y mulatos, pasamos los tres tristes tigres blancos, qué noche en que, como si con el ron y la música me hubiera “bajado el santo”, me descubrí repentino, frenético, gozoso bailarín; pero por ahora sólo quiero traer a esta página otra circunstancia más, persistente en mi memoria: la mucha frecuencia con la que, en nuestras charlas, Rine y Fausto (como, por lo demás, otros amigos hechos después en La Habana) hablaban de un muy querido y admirado amigo mutuo: Guillermo Cabrera Infante. Guillermo, a quien uno de ellos rebautizaba como Guillemmo, era un constante referente a propósito de… de todo: de la literatura, del cine, de la música, de los años de fuego contra Batista, de los moros con cristianos y más y más, pero mucho más. Guillermo hizo o dijo esto, Guillermo hizo o dijo esto otro, Guillemmo lo de más allá y lo de más acá. Muy pronto sentí que Guillermo Cabrera Infante (de quien conocía ya su admirable libro de cuentos Así en la paz como en la guerra y las sabrosas crónicas de cine que, publicadas en revistas cubanas, eran leídas gozosamente en México por los del grupo Nuevo Cine, y después, en 1963, se reunirían en el libro Un oficio del siglo XX) era un personaje que caminaba junto a nosotros y participaba en nuestras charlas.
Guillermo, o Guillemmo, as you like it, se me convirtió así en un personaje habanero muy (aunque nunca demasiado) frecuente, pero era entonces un personaje digamos “virtual”, al que no pude conocer “en persona” durante mi estadía de dos años en La Habana. Ya era él en Cuba uno de los escritores incómodos para el Comandantísimo, y ya, acogiéndose a un estrecho puesto diplomático, se había puesto él mismo en el “espacio exterior”, donde después viviría en un exilio voluntario. Y es que ya era un escritor incómodo para el gobierno de la revolución hecha caudillato, ya Fidel Castro, con la pistola sobre la mesa de los debates culturales, había proclamado la fórmula escalofriante (inspirada sin duda en el método conocido como el lecho de Procusto) de “Con la Revolución Todo, Contra la Revolución Nada”, o sea que si no te ponías y te portabas correctamente en la línea de los aparatchiks, los achichincles o, siquiera, los compañeros de ruta, el Big Brother te otorgaría encierro, o destierro, o entierro.
Ahora y desde entonces, Cabrera Infante es mi ya viejo amigo aunque esta amistad se ha hecho esencialmente por medio de la lectura de sus libros, y aun si solamente lo he encontrado “en persona” dos únicas veces: en España y a finales de los años ochenta (en Barcelona en ocasión de un festival de cine, y en Valencia en la conmemoración del 50 aniversario del Congreso por la Libertad de la Cultura del año 37) y he hablado con él una vez por teléfono (cuando presentamos su libro Mea Cuba, primera edición, de nuestra revista Vuelta, y durante el acto lo saludamos telefónicamente a Londres); y ya a Guillermo, allá en Barcelona y en Valencia, lo asediaban grabadoras y lo fusilaban flashes como autor de, entre sus no pocos libros, sus epopeyas habladas y cantadas y soberanamente escritas en lengua cubana y en prosa siempre cambiante, siempre inventiva, siempre rebelde a la Cacademia española y en fin, pero sin final: siempre prosa sensual, viva, de libre respiración, de frecuentes sonrisas o carcajadas.
Envío:
En una noche reciente, amigo Guillermo (o Guillemmo), volví soñando a nuestra La Habana, o mejor dicho: volví a una ciudad que, como suele ocurrir en las ciudades de los sueños, era y no era pero es La Habana. Horas después, en la vigilia y ya en la tarde, recordé el sueño (cosa rara, pues el suceso onírico se borra de la memoria cuando no es anotado inmediatamente después del despertar), y recordé mi amanecer de aquel día de terminal diciembre de 1962, y recordé al viejo músico negro de los bares de los muelles y su heroica y alegre empresa de escribir mil y una veces su nom d’art en las aceras inclinadas de La Rampa, en el corazón de la capital cubana, y fui a tus cuatro por mí tan frecuentados libros: Tres tristes tigres, Vista del amanecer en el trópico, La Habana para un infante difunto, Mea Cuba, a buscar al emblemático Chori, pues estaba completamente seguro de que él habitaría en más de una página, y los hojée y ojeé minuciosamente (valga la contradicción) y aun me detuve a releer algunos de los pasajes que más me han gustado, pero… no hallé al Chori, es decir que no lo hallé escrito en tus páginas. ¿Cómo era posible, qué truco de Hypnos (que a lo mejor es también un dios afrocubano, o un santo mulato, tutelar y rumbero) había puesto “virtualmente” al Chori en tus libros? Y, después de posarme un dedo en la frente y luego otro y otro más (como recomendaba creo que Lewis Carroll para incrementar las facultades de la mente y la memoria), he recapacitado y me he dicho que sí, el Chori sí está en esos libros, pero está entre líneas, está presente pero invisible pero presente en las vivísimas noches habaneras, emblema escondido de tu y mi La Habana. La Habana, el corazón oscuro, húmedo y soleado de la isla de la que inolvidablemente has escrito en una página inicial:
Ahí está la isla, todavía surgiendo de entre el océano y el golfo: ahí está
y luego, en la página terminal:
y ahí estará. Como dijo alguien, esa triste, infeliz y larga isla estará ahí después del último indio y después del último africano y después del último americano y después del último de los cubanos, sobreviviendo a todos los naufragios y eternamente bañada por la corriente del golfo: bella y verde, imperecedera, eterna.
Y, viejo amigo siempre joven Guillermo, aquí y allá en cualquier parte, en todos los momentos, estará la querida isla y estará nuestra amistad hecha de momentos breves y de mis largas lecturas y relecturas de tus admirables, tan vivas y vivibles páginas, y veremos al viejo negro de pelo blanco escribir mil veces y una, en sus mil y un amaneceres habaneros, su nombre mágico: Chori, Chori, Chori… –
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.