Stanley Kubrick, un expediente abierto

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UNO. La cabeza hacia abajo, las pupilas hacia arriba. Siempre. Así nos veía Stanley Kubrick desde sus películas, y ésta es la mirada que se repite una y otra vez, como en un juego de espejos, como en una carrera de postas. La mirada de la mujer acechada por soldados en Fear and Desire, la del boxeador derrotado en Killer's Kiss, la del ladrón descubierto en The Killing, la del condenado a muerte en Paths of Glory, la del esclavo libre en Spartacus, la de la mujercita fatal en Lolita, la del científico loco en Dr. Strangelove, la del astronauta sin retorno en 2001: A Space Odissey, la del drugo feliz en A Clockwork Orange, la del trepador caído en Barry Lyndon, la del escritor demente en The Shining, la del recluta enloquecido en Full Metal Jacket, la de la esposa que fuma marihuana en Eyes Wide Shut. La del mismo Kubrick mientras miraba todas esas miradas desde el otro lado de la cámara, sin apuro, lejos de las presiones y los tiempos de un sistema al que no reconocía como suyo pero en el que, sin embargo, reinaba solitario y único. Mirando de abajo arriba, sabiéndose en lo más alto.
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     DOS. Sí, sabemos el modo en que Kubrick nos miraba pero todavía no conseguimos ponernos de acuerdo en el modo en que se debe mirar a Kubrick. Por eso volvemos una y otra vez a sus películas que —como toda verdadera obra de arte— nunca terminan de comprenderse y disfrutarse del todo. Está claro que nada nos interesa más que la genialidad: aquello que nos invita y nos excluye al mismo tiempo. Y si de algo no hay dudas es que Stanley Kubrick —nacido en el Bronx en 1929 y fallecido en las afueras de Londres en 1999— fue un genio indiscutible. Fue un genio del cine, pero podría haber sido genial en cualquier cosa que se propusiera.

El ajedrez, la fotografía y el jazz fueron tentaciones tempranas que no demoró en rechazar porque —dijo— "todo aquel que haya tenido el privilegio de dirigir una película también sabe que, aunque sea como intentar escribir La guerra y la paz en el parachoques de un cochecito de parque de atracciones, cuando sale bien, no existe ninguna otra opción de vida que te haga sentir más feliz".
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     TRES. Esa felicidad de Kubrick —palpable en apenas trece largometrajes en poco menos de medio siglo— es lo que lo separa del resto de los cineastas y lo eleva a la categoría de artista. Para Kubrick el cine era el medio y la manera de alcanzar los objetivos fijados, sí, pero tal vez no fuera el fin. De ahí que las películas de Kubrick tengan algo de extraterrestre que secuestra, de monolito ominoso y superior, de sombra más larga que la vida. De ahí que por estos días Kubrick vuelva una y otra vez en este inevitable Anno K cuyo número marcó con fuego y le pertenece sólo a él. Vuelve en el exitoso lanzamiento de The Stanley Kubrick Collection (siete de sus películas en soporte dvd y vhs acompañadas por el brillante e imprescindible documental biográfico, A Life in Images, dirigido por su cuñado Jan Harlan). Vuelve con el estreno de A.I., en la cual Steven Spielberg hace casi lo mismo que hicieron los Beatles con el espectro y el genoma de John Lennon a la hora de resucitarlo para dos canciones "nuevas" del proyecto Anthology. Vuelve con la traducción en Anagrama del evangélico Kubrick plantado —a partir de dos largos perfiles-necrológicas aparecidos en su momento en el mensuario norteamericano Vanity Fair— como respuesta indignada al destructivo Aquí Kubrick (Mondadori) firmado por Frederic Raphael.

La comparación —y acaso su lectura simultánea— de estos dos libros muy diferentes sobre una misma persona es un ejercicio interesante y todo lo revelador que puede llegar a ser algo cuando de Kubrick se trata.

Herr y Raphael trabajaron muy cerca del director (el primero en Full Metal Jacket, el segundo en Eyes Wide Shut) y ambos cuentan la misma historia pero con polaridad diferente. Raphael contribuye a la leyenda oscura que presenta a Kubrick como un ermitaño megalómano parecido a Howard Hughes, mientras que Herr lo acerca a la casi santidad de un Tolstoi encerrado en su utopía solitaria y familiar. En algún sitio entre estos dos extremos, seguro, se ocultan Kubrick y la verdad y, mientras tanto, Herr y Raphael salen al campo de batalla —como gladiadores, como marines, como lo que haga falta— para combatir en nombre de Dios.
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     CUATRO. Algo puede asegurarse a la hora de la síntesis apretada: el Gran Tema de Kubrick —no en vano se quedó con ganas de filmar Napoleón— es, siempre, La Guerra. La Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, Vietnam; pero también la guerra entre la ley y el orden, la guerra entre los rebeldes y el imperio, la guerra entre clases sociales, la guerra entre los sexos, la guerra entre la sensibilidad europea y la vulgaridad norteamericana, la guerra entre los vivos y los muertos, la guerra entre la locura y la razón, la guerra entre la música y las palabras y, finalmente, la guerra entre el hombre y la máquina por alcanzar la sabiduría definitiva y el conocimiento de todas las cosas.
     El cine de Kubrick plantea y seguirá planteando otra guerra no menos trascendente: la de su cine contra el cine de todos los otros.

Kubrick empieza y termina en sí mismo, no se parece a nadie (¿serán los hermanos Ethan y Joel Cohen sus únicos posibles y dignos herederos?), y su paseo casi patológico por el paisaje de los géneros no es otra cosa que la necesidad imperiosa que mueve a todo genio: esa pulsión por reinventar las cosas a su manera, ya sea una película con romanos o una película con aristócratas de peluca empolvada y lunar falso.
     2001: A Space Odissey —su artefacto más perfecto, me niego a rebajarlo a la categoría de simple film— sigue mostrando y escondiendo todas las claves de su credo íntimo y contiene por otra parte, en algo más de dos horas, toda la historia de la humanidad. Una inasible obra maestra de lo futuro y lo inalcanzable que jamás envejecerá, aunque ahora cometa el pecado de compaginarse con el presente de este 2001 tan terreno y que tan poco se le parece. A algo de esto se refiere Woody Allen en el documental sobre Kubrick cuando cuenta que la primera vez que vio 2001: A Space Odissey no le gustó nada, la segunda le gustó más y la tercera le pareció una obra maestra. "Ahí me di cuenta de que Stanley siempre iba más adelante que todos nosotros", concluye acertadamente el director de Manhattan.
     Tal vez el premio y consuelo ante la desaparición de Kubrick sea el que, finalmente, algún día, podremos alcanzarlo, comprenderlo, ser iguales a él y —como el astronauta David Bowman— volver a la tierra mejores, evolucionados, perfectos. El problema es que —a diferencia de Kubrick— es más probable que todos nosotros ya no estemos aquí para cuando eso ocurra. –

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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