Caminar por cualquier zona de Johannesburgo, que a ojos africanos es una frenética urbe que nunca para, permite encontrar a muchas personas sentadas o recostadas con la mirada perdida en un pacífico horizonte: sin prisa, sin presión, sin que los minutos venideros generen angustia.
Ese mismo rostro de parsimonia hallamos en el ministerio de asuntos internos de Sudáfrica, cuando deseábamos renovar nuestro permiso temporal de residencia: una mujer de cabello tapado llenaba lentísimamente su forma migratoria, veía al frente, sonreía a la nada y luego meditaba más antes de seguir escribiendo.
La jornada comenzó a las 7 de la mañana en un atiborrado edificio del centro de Johannesburgo. Un sonriente policía sentenció: “Ustedes van al cuarto piso”. ¿Por qué razón le hicimos caso? Tal vez debido a la seguridad con que hablaba o impulsados por la multitud que ya empujaba desde atrás entre risas.
El elevador no servía en ese momento, pero decenas de personas esperaban tranquilamente a que se arreglara. Subimos por las angostas escaleras.
Nos sorprendimos al llegar a una oficina con pocas personas formadas. Nos paramos entre un camerunés, un namibio y una congolesa. No era una fila clara, sino que cada quien sabía su turno y nadie intentaba colarse.
Tras repasar la actualidad de la Copa Africana de futbol, la señora empezó a relatar en un francés tan melódico como melancólico lo que pasa en la R.D. de Congo (antigua Zaire): la riqueza de recursos que no beneficia a la gente, los conflictos interminables, los rencores consecuentes de la atroz administración de Bélgica, los refugiados de guerra, su deseo de volver.
El camerunés nos dijo casi murmullando: “no me voy de África aunque pueda vivir mejor en otro lugar; es como en tu casa cuando eres niño: comes lo que hay y no preguntas. Yo aquí me quedo y no pregunto…”
Tras poco más de una hora, el mostrador carecía de dependientes y nadie avanzaba, pero estábamos contagiados de paciencia. Unos gritos interrumpieron la espera: “¡documentos!”. Los mostramos y con ininteligibles palabras, la responsable explicó que ella no podía hacer eso, que mejor fuéramos al sexto piso… “Pero el policía nos dijo…”. “El policía no da visas… ¡Sexto piso!”
Si para entonces ya funcionaba el ascensor, estaría muy ocupado, porque diez relajados personajes esperaban. Las escaleras nos acercaban a un estruendo: llegamos a una atmósfera saturada. Niños llorando, gritos, risas, olores, comida.
Pasaron veinte minutos antes de que supiéramos en qué fila formarnos, si es que había una fila; todo lucía cual una masa uniforme, sin principio ni fin, todos mirando hacia las ventanillas.
Un nigeriano cerraba la ventana y una latinoamericana la abría de vuelta. Un pakistaní hablaba a gritos en su celular mientras su pequeño hijo corría en torno a sus piernas con gran velocidad y ruido. Unos británicos en pantalón corto bromeaban a una rusa (o polaca, o ucraniana). Un bosnio ponía cara de fastidio y decía que ni en la ex Yugoslavia. Un personaje en turbante rompía el récord mundial de desplazamientos de dos metros, casi siempre pisando a alguien. Una zimbabwense acunaba a su bebé. Una señora estaba sentada en primera fila sin mayor expresión y le decía al tipo de al lado: “pase usted; yo no estoy lista”.
Nos formamos una hora a pie y tres horas más sentados, mientras una oficial apretaba a la gente en la banca para sentar a más personajes.
Los niños comieron, lloraron, durmieron, jugaron. Los británicos volvieron con hamburguesas. El pakistaní seguía en discusión eterna. El nigeriano de la ventana aseguraba que en su natal Lagos eso era más tedioso y duraba días. El viciado aire parecía drogarnos a todos. La señora de la primera fila aún cedía el turno a quien quisiera pasar.
Por un momento (¿diez minutos?) cerramos los ojos; nos despertó una jovencita que vendía productos de belleza. En otra hilera se despachaban dulces y bebidas. Algún personaje dijo: “esto es como un avión, vamos todos los pasajeros juntos, pero aquí nadie sabe si va a aterrizar o en dónde”. El escándalo incrementaba la desesperación.
Hacia la una de la tarde nos tocó turno. Nos pidieron todo tipo de documentos (muchos más de los exigidos) hasta que no tuvimos copia del boleto de avión de regreso. Corrimos a la calle a un café internet y lo imprimimos; media hora más tardamos en llegar a la misma oficial quien decía, disculpándose, que era por la cantidad de inmigrantes de Zimbabue y Mozambique, que no era culpa suya (quizá olvide que muchos de los actuales líderes de Sudáfrica estuvieron refugiados en Zimbabue y Mozambique durante el Apartheid).
Ahora pidió otro documento: imploramos, rogamos, mientras la señora de la primera fila por fin terminaba de llenar su forma y decidía que ya no iba a ceder el paso.
A las 4 de la tarde, seguidos por el bosnio que ya tenía la camisa abierta hasta medio estómago, pudimos salir del laberinto sudafricano de Kafka.
De reojo vimos a la señora que pasó toda la mañana en la primera fila: algún documento le faltó y ya se marchaba a casa sin haber resuelto nada. No rogó. No imploró. Aceptó su destino y se marchó.
– Alberto Lati
Johannesburgo
Corresponsal que intenta usar el deporte como metáfora para explicarse temas más complejos.