Foto: Guillermo Sheridan

Teodoro en la ventana

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Cuando me asomo en la maรฑana por la ventana –y confirmar que el nuevo dรญa, como yo, es fiel a sus costumbres–, lo primero que veo es a Teodoro Gonzรกlez de Leรณn. Bueno, no a Teodoro pero sรญ uno de sus edificios emblemรกticos, que es una forma de verlo a รฉl. Se trata de la torre de Arcos Bosques, ese precioso prisma hendido que el pueblo rebautizรณ como “El Pantalรณn” con punterรญa majadera.

Calculo que el edificio estรก a unos ocho kilรณmetros, en lรญnea recta, de mi departamento. La ventana estรก cubierta casi en su totalidad por una jacaranda petulante y, despuรฉs, por los รกrboles de los Viveros de Coyoacรกn, cuyas copas alcanzan el nivel del quinto piso. No deja de haber buena fortuna en que la ventana se abra a ese ocรฉano de clorofila bajo el que se ahoga la ciudad invisible.

Ahora bien, el azar –uno de los redactores de la ciudad, como ha explicado Teodoro, junto al diseรฑo y la memoria colectiva– lanzรณ un tiro de dados que me fue favorable: sobre el horizonte del bosque, en el parรฉntesis formado por unos pinos desmesurados, รบnico vestigio de la ciudad, se atisba el edificio de Teodoro, lejano y luminoso. No siempre, claro estรก: solo en las maรฑanas diรกfanas, si el viejo valle se acuerda de cuando era transparente, el edificio se levanta con el sol y hace gimnasia sueca. Las mรกs de las veces, desde luego, apenas se adivina su silueta, sofocada entre las gasas del esmog, como un ceniciento fantasma geomรฉtrico. En ambos casos lo veo, desde el naufragio urbano, como un velero promisorio.

En una ciudad de tal desaliรฑo visual –cuaderno de ejercicios escolares de gobiernos caprichosos, urbanistas insensatos, artistas gritones, todos colgados de la imparable coneja demogrรกfica–, me animan las esculturas habitables de Teodoro, centelleantes de armonรญa, piedras que irradian ondas de inteligencia lanzadas al lago del caos. Durante aรฑos, desde la Torre dos de Humanidades, disfrutรฉ la explanada central de la Ciudad Universitaria, cuyo trazo original urdieron Teodoro y otros estudiantes de la Facultad de Arquitectura. Mi ruta cotidiana pasa frente al parque Rufino Tamayo, esa perspectiva multidimensional. Y llevo aรฑos acudiendo al Fondo de Cultura Econรณmica, libro-edificio a media lectura, y al Colegio de Mรฉxico [ambos construidos en coautorรญa con Abraham Zabludovsky], รญntimo y enorme, con su enigmรกtico aroma a piedra que jamรกs me he logrado explicar. Y mucho tiempo visitando la casa de Eugenia y Teodoro, caja de concreto cordial, con su piscina flaca y su jardรญn oblicuo, donde hablamos de todo y nada y nos recomendamos libros (el รบltimo que me recomendรณ es The infinities, de John Banville; y yo a รฉl The thousand autumns of Jacob de Zoet, de David Mitchell).

El cotidiano “Pantalรณn”… Serรก uno de los pocos edificios con apodo que vive en esta ciudad delirante. Raro antropomorfismo: sugiere un gigante incompleto, un medio Gulliver, y a la vez una construcciรณn ambulatoria. Yo veo mรกs bien una puerta, una puerta hacia la amistad; la amistad con la ciudad, siempre รกcida y siempre renovada; la amistad con Teodoro y mis demรกs mayores. El edificio se echa a andar y avanza sobre los รกrboles. Me alegra que todas las maรฑanas camine a mi ventana y me abra la puerta. ~

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Es un escritor, editorialista y acadรฉmico, especialista en poesรญa mexicana moderna.


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