Muy pocas personas entienden lo que ocurrió en las zonas norte y centro del país entre 1910 y 1921, fechas en que según los manuales transcurrió la Revolución Mexicana. Además del estudio sistemático, se requiere olvidar los lugares comunes y la versión oficial de la historia para, al menos, vislumbrar los hechos con rigor científico. Yo nunca lo he logrado, me falta sistema, rigor, pero sí he conversado profusamente con especialistas en la materia quienes, a partir de la tercera copa, aceptan cínicamente su desconcierto. Otros, incluso, acusan de charlatanes a quienes no lo asumen y hace unos meses un académico logró atraer muchos reflectores al afirmar, borgeanamente, que la Revolución Mexicana nunca había existido. Ahí están sus casi mil páginas para quien quiera debatir sobre esa no-existencia.
Asistí a una escuela cuyas únicas prioridades eran el inglés y la computación. De entonces mi discapacidad ante las ciencias, mi poca sensibilidad artística y, seguramente, mis lagunas históricas, que alcanzan volúmenes oceánicos. Miss Rachael, maestra de “History of the World”, era muy simpática pero no tenía vocación para la docencia. Siempre había querido ser cantante, y si algo recuerdo es su interpretación de Yankee Doodle. Por ello, la idea que tengo de la Revolución Mexicana es básicamente la que me proveyó Ernesto Alonso en una telenovela titulada Senda de gloria (1987). Ignoro su rigurosidad histórica –era chico, sin conocimientos en la materia y no la he vuelto a ver–, pero las ejecuciones de Emiliano Zapata, Álvaro Obregón y Francisco Villa quedaron tatuadas en mi memoria, junto a la idea de que todo aquello había sido un fenómeno bastante coherente. A pesar de los contratiempos y las contradicciones, para los televidentes esas guerras fueron estructuradas como una concatenación de acontecimientos lógicos que desembocarían en el México moderno. Tan aséptica como una fórmula matemática, la Revolución Mexicana podía ser representada de la siguiente manera:
Madero + Zapata + Villa _ (Carranza + Obregón) x Calles = PRI
Díaz + Huerta
Pero las cosas siempre terminan por ser más complicadas; son sinuosas como los caminos por donde nos hace transitar el Señor, quien, a pesar de todo, es un pésimo ingeniero.
En inglés hay un dicho que dice: “Aquellos que no sirven para nada, enseñan”. Muy a mi pesar pronto terminé de profesor en Estados Unidos. Entonces tuve que “explicar”, en más de una ocasión, Los de abajo (1916), una novela de incomprensible prestigio. El coordinador del curso –un costarricense con falso acento madrileño, siempre disfrazado de dandy– me exigía que la primera sesión dedicada a Azuela abordara el tema de la “Revolución Mexicana”. Aunque mejor preparadas que las de Miss Rachael, mis clases sólo aspiraron a conseguir la claridad expositiva de Senda de gloria. Limaba las imperfecciones de la historia, aminoraba detalles incómodos y me ceñía al rigor de la cronología. Sabía que, de internarnos severamente en el periodo, todos mis alumnos y yo terminaríamos con el mismo desconcierto de Demetrio Macías, el protagonista de la novela, que después de muchos años de matar “pelones” no sabía por qué ni contra quién estaba peleando.
Harto, un día me deshice del tema. Lo asigné como “presentación oral” y una alumna con bajas notas decidió investigar sobre ello antes que reprobar. Era una buena chica, estudiaba “spanish” pero en realidad quería ser maga. Se molestaba cada vez que en clase le pedía que revelara uno de sus trucos y, con esa hipersensibidad tan gringa, contestaba: “¡No son trucos, es magia!”. Cuando tuvo que exponernos el tema llegó maquillada y vestida de negro. Pidió que moviéramos las sillas hasta formar un semicírculo y, sacando una baraja, anunció: “He aquí la Revolución Mexicana”. Acto seguido ejecutó, con absoluta pericia, ese truco (o “acto de magia”) que, después supe, es muy popular entre las jóvenes generaciones del gremio: The Mexican Revolution.
Es la impostura, el travestismo o, para decirlo en una sola palabra, la traición de cuatro jotos, cuyo término anglosajón es jockey y en español sería “caballerango” o incluso “truhán”. Se utilizan cuatro jotos de una baraja de tapas azules. El ilusionista los sostiene boca arriba en la palma de su mano y, con sendos pases mágicos, va volteándolos uno por uno. Cuando tiene los cuatro jotos boca abajo hace lo mismo pero al revés: con cuatro nuevos pases las cartas irán recobrando lo que parece ser su posición original. Es sólo hasta después, al terminar el truco, que el espectador descubre que esos jotos son “otros”: al final todos pertenecen a una baraja de tapa colorada.
http://www.youtube.com/watch?v=AJk3cx8jihQ
Si al menos Miss Rachael hubiera tenido la pericia para realizar un truco de magia. Imagino a mis compañeros a su alrededor, hipnotizados por sus ágiles manos, entendiendo poco de la Revolución Mexicana pero experimentado un profundo y auténtico desconcierto. Sensación muy similar a la que, estoy seguro, padecieron los Demetrios Macías. Un joto, otro joto, otro joto y otro joto, transformándose ante nuestros ojos, dándonos la espalda ahí mismo, con la misma sutileza con la que nuestras grandes esperanzas empezarían a darnos, una a una, un portazo en las narices.
– Guillermo Espinosa Estrada
es profesor de literatura medieval y autor del libro La sonrisa de la desilusión. Administra la bibliothecascriptorumcomicorum.org, un archivo de textos sobre el humor.