Ilustración: Raúl Arias

The next stop

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No hay nada peor que una historia extraordinaria en boca de un narrador mediocre, y eso era Eduviges, el ayudante del señor Ramiro, que vino a arreglarme el calentador porque el señor Ramiro se encontraba enfermo, y mientras luchaba con el termostato me relató el viaje de su patrón a Londres a fines de junio.

Eduviges es nombre de mujer, pero él me explicó que en su pueblo se acostumbra para ambos sexos. Es la única cosa que entendí cabalmente esa tarde; todo lo demás, o sea el relato del viaje del señor Ramiro a Londres, fue un enredijo de nombres y sucesos sin pies ni cabeza, que Eduviges iba mezclando con observaciones sobre el termostato y el regulador de intensidad del boiler.

Estuve a punto de tirar la toalla varias veces y fingir que le prestaba atención, pero entonces él se salía con un episodio o una observación que volvían a engancharme a la historia, y yo, irritado con él y conmigo mismo, acababa por preguntarle sobre algún punto crucial que su ineptitud había pasado por alto.

De la confusa pedacería de su relato saqué en claro que el señor Ramiro pidió dinero prestado a amigos y parientes para comprar el pasaje a Londres. Los gastos para el funeral de su esposa, fallecida unos meses atrás, lo habían dejado sin ahorros, y parte del sentido de viajar a Londres en busca de su hija Esperanza, a quien no veía desde hacía tres años y de la que no había tenido noticias en el último año y medio, era comunicarle el deceso de su madre.

La relación de los padres con su hija nunca había sido buena, de ahí que la comunicación se hubiera roto a los pocos meses de estar ella en Inglaterra. Esperanza, deduje del atropellado discurso de Eduviges, había estudiado inglés con un perfeccionismo maniático, la mira puesta en dejar México y su casa, donde se sentía ahogada por un padre autoritario y una madre perpetuamente enferma.

Carente del menor conocimiento de la lengua inglesa, el señor Ramiro se hospedó en uno de los hotelitos que abundan en los alrededores de la estación de trenes de King’s Cross, el único nombre inglés que pronunció Eduviges esa tarde. Contaba a cada rato su dinero porque era la primera vez que tenía que habérselas con una moneda extranjera y nunca estaba seguro de cuántas libras esterlinas tenía. Desconfiaba de todo y de todos. Había comprado en Toluca, para su viaje, una chamarra de cuero, forrada de lana, y como no la dejaba en su hotel por temor a que se la robaran, la traía puesta todo el día, a pesar del calor del verano inglés. Le habían informado mal al decirle que Londres era frío. Hacía más calor que en el df. En los parques veía que los ingleses se sentaban en la hierba, pero él siempre escogía una banca y allí, al mediodía, sacaba de su bolsa de plástico, que traía impreso el escudo del Atlante, los dos sándwiches de queso que representaban su único almuerzo de la jornada, y tampoco en esos momentos se quitaba la chamarra.

En la embajada de México le proporcionaron el único dato que poseían de su hija, que al parecer había sido contratada como intendente de limpieza por el tfl (Transport for London). Sin embargo, cuando una de las secretarias de la embajada habló a las oficinas del tfl, le respondieron que el nombre de Esperanza Gutiérrez no aparecía en el sistema de nóminas de la empresa, señal de que ya no trabajaba allí, y les enviaron por fax la lista de las agencias situadas en el radio urbano, por si el señor Ramiro deseaba apersonarse en ellas, que era lo que le aconsejaban que hiciera. Los de la embajada le regalaron un mapa de Londres y una Oyster card, la tarjeta para acceder al transporte público, con diez viajes abonados, y le explicaron cómo usarla. Él, sin embargo, temeroso de equivocarse, optó por trasladarse caminando de una agencia a otra del tfl. Supongo que era así como se había imaginado su estancia en Londres: un largo trayecto a pie en busca de su hija, y a pesar del calor y de la extensión de sus recorridos nunca se quitó su chamarra forrada de lana. Lo conozco desde hace quince años y no me lo imagino quitándose una prenda a causa del calor excesivo o abriendo un paraguas para no mojarse; es de esas personas para quienes la vestimenta es algo fatal, compacta como una armadura, no hecha de partes que se quitan y se ponen, como tampoco me lo imagino llorando el día en el que encontró por fin la oficina del tfl donde había trabajado su hija, al principio como intendente de limpieza y luego como recepcionista, y se enteró de que Esperanza había muerto atropellada un año atrás al cruzar la calle. No sé cómo le comunicaron la noticia, en qué idioma lo hicieron, si le acercaron una silla o le trajeron un vaso de agua, y si él captó en seguida de qué se trataba o tuvieron que explicárselo varias veces. Eduviges, cuando se lo pregunté, no me supo contestar. Yo di por terminada la historia y pronuncié algunas palabras de circunstancia para mostrar mi horror ante aquel desenlace y mi pesar por el señor Ramiro, y me disponía a salir de la cocina, cuando él dijo: “Entonces un tipo fue a buscarlo al otro día al hotel.” Giré la cabeza, porque Eduviges no había utilizado la palabra “entonces” hasta ese momento, y ese pequeño brillo narrativo me detuvo. “¿Qué tipo?”, le pregunté, pero él, en lugar de contestarme, me preguntó si no tenía un desarmador de punta de cruz, porque había olvidado traer el suyo. Fui por el desarmador, se lo di en la mano y sin poder ocultar el interés que su frase me había despertado, volví a preguntar: “¿Qué tipo?” Se tomó un tiempo para contestar: “Verá, era un colega de Esperanza.” Dio unos cuantos giros al desarmador hasta sacar el tornillo, revisó la rosca y después de informarme que había que cambiarlo, porque ya no servía, lo tiró en el bote de la basura. Me miró para preguntarme: “¿En qué iba?”, pero yo me negué a contestarle y él debió de comprender que se estaba pasando de gracioso, porque dijo: “¡Ah, sí! Un colega de su hija fue a verlo al hotel, como le decía.” Pero volvió a distraerse y me mostró un tornillo que acababa de sacar de su caja de herramientas, idéntico al que había tirado en la basura. Lo detesté y comprendí que es posible odiar a alguien por no saber contar una historia. Cruzamos una mirada en la que me pareció advertir la mutua aversión que se había instalado entre nosotros. Por fin el tren volvió a arrancar. Me dijo que el colega de la hija del señor Ramiro no hablaba español, así que la comunicación entre ambos fue ardua. Dijo así, “ardua”, mostrándome que su léxico no era tan raquítico como creía. El hombre le hizo entender al señor Ramiro que el carácter retraído de su hija le había impedido anudar relaciones de amistad con la gente de la oficina, de manera que ninguno de sus colegas había ido al funeral; de hecho, no hubo tal, puesto que ningún pariente o amigo había reclamado el cuerpo, y la oficina del tfl no estaba obligada a costear una ceremonia fúnebre, por lo que se procedió a cremar el cadáver, cuyas cenizas se guardaron en una urna que debió de haber ido a parar a alguno de los cementerios municipales de la ciudad. Pero no era para decirle eso que el colega de Esperanza había ido a buscar al señor Ramiro; había ido para informarle que podía oír la voz de su hija en la mayoría de los autobuses de Londres. Eduviges se calló en este punto e hizo como que buscaba algo que se le había caído. Le pregunté qué era, no me contestó y dijo: “¡Ah, qué tonto, aquí lo tengo!” Era un tornillo del mecanismo de encendido. Se estaba haciendo otra vez el petulante al ver que yo pendía de sus labios. Le pregunté lo más calmadamente que pude cómo era eso de que se podía oír la voz de Esperanza en la mayoría de los autobuses de Londres. Me contestó que el señor Ramiro tampoco lo entendió, así que el colega de su hija le pidió que salieran del hotel. Una vez en la calle, lo llevó a tomar un autobús en la parada más cercana. En ese punto Eduviges volvió a interrumpirse, esta vez para preguntarme si había estado en Londres. Le dije que sí. “¿Y se ha subido a un autobús?” Contesté afirmativamente, y fue entonces que comprendí. Recordé que una voz de mujer anunciaba en los autobuses los nombres de las paradas, junto con el destino final. Al aproximarse una parada se podía escuchar un mensaje como este: This is a number five bus to King’s Cross. The next stop: Euston. Até cabos. La hija del señor Ramiro había trabajado en una de las oficinas del tfl. Lo que trataba de decirme Eduviges era que la voz que anunciaba las paradas de algunas rutas de autobuses era de ella. Seguramente tenía una voz hermosa que, junto con su inglés perfecto, teñido de un acento latino, la hizo una candidata ideal para eso. Me imaginé al señor Ramiro y al colega de Esperanza sentados en el piso de arriba del autobús. En el momento en que se escuchó la grabación que anunciaba la siguiente parada, el hombre debió de señalarle al señor Ramiro las bocinas del techo, exclamando: “¡La voz, la voz! ¡Tu hija! ¡Listen, la voz de tu hija!”

¿Cuánto tiempo tardó el señor Ramiro en reconocerla? ¿Fue de inmediato o necesitó oírla varias veces para estar seguro? Habría sido inútil preguntárselo a Eduviges, porque ese es el tipo de detalles que un mal narrador pasa por alto. Y me pregunto qué sintió el señor Ramiro cuando ya no le cupo la menor duda de que era la voz de Esperanza. Creo que ni agradecimiento, ni asombro, ni alegría, sino un dolor agudo, y lo veo apretando con fuerza el respaldo del asiento de delante para no romper a llorar, preguntándose si a eso había venido a Londres, si había llegado tan lejos para escuchar a su hija muerta pronunciar los nombres de las paradas de los autobuses de aquella ciudad incomprensible.

Se pasaba todos los días en los autobuses, me dijo Eduviges. Escogía siempre el piso de arriba, donde era más fácil encontrar un asiento desocupado. No se conformó con oír la voz de su hija en una sola ruta y empezó a buscarla en otras. Acabó por querer oír la totalidad de los nombres de las paradas grabados con su voz, dijo Eduviges en el único alarde narrativo que le oí esa tarde. Recorría cada ruta de la primera a la última estación. Si al subirse a un autobús de una nueva ruta la voz femenina no era la de Esperanza, se bajaba en seguida.

Me pregunto si creía encontrar en uno de esos nombres cuyo significado le era del todo desconocido la clave para explicar por qué su hija había muerto; si había sido de verdad un accidente o quiso morir; si había sido feliz o desdichada. O tal vez algo le decía que era forzoso escuchar todos los nombres de las paradas grabados por ella para que el alma de su hija descansara en paz.

Recorrió de esa manera toda la ciudad, pero dudo que conociera Londres; dudo, incluso, que la viera, viajando en el piso superior de sus autobuses de dos pisos. En cambio, aprendió de memoria muchos de los nombres pronunciados por la voz de su hija. “¿Cuántos?”, le pregunté a Eduviges. “Un montón”, me contestó. Insistí en saber una cifra aproximada, él volvió a concentrarse en la rueda del regulador y me preguntó por qué quería saberlo. “A lo mejor quiso aprendérselos todos”, le dije. “¿Para qué?”, dijo él. “Como una forma de despedirse de ella”, contesté. Se quedó callado, moviendo la rueda en ambos sentidos. “¿Quiere que le pregunte?”, dijo, y le respondí que no hacía falta, molesto conmigo mismo por mostrarme demasiado involucrado en esa historia. “Lo que no entiendo”, dije para cambiar de tema, “es cómo se pagaba todos esos recorridos en autobús”. “Viajaba de polizón”, contestó Eduviges. Le pregunté si nunca lo habían descubierto los inspectores de boletos, recordando que en dos o tres ocasiones durante mi semana en Londres me había tocado ver a los inspectores subir a los autobuses para su rutina de control. “Los inspectores lo dejaban en paz”, dijo él sin mirarme, y añadió: “Se había corrido la voz.”

Lo miré con escepticismo. Londres es enorme, le dije, y por más que el señor Ramiro se pasara el día completo viajando en autobús y utilizando diferentes rutas, era casi imposible que los conductores y los inspectores se hubieran familiarizado con su persona. Eduviges se alzó de hombros y espetó: “Nunca he estado en Londres.” Entonces pensé en la chamarra del señor Ramiro, que solo se quitaba en su hotel para dormir, y me dije que la historia del plomero mexicano que subía a los autobuses para oír la voz de su hija muerta bien pudo haber corrido de boca en boca entre las diferentes oficinas del tfl, propagada por el colega de Esperanza que lo había acompañado a tomar el primer autobús, hasta llegar a oídos de los inspectores, que debían de hacerse de la vista gorda cuando lo reconocían por su vistosa chamarra de cuero. ¿Quién se habría atrevido a pedirle que se bajara? Era una de esas historias excéntricas que les fascinan a los ingleses y que solo pueden ocurrir en Londres.

Yo casi no escuchaba a Eduviges, que una vez más había interrumpido su relato para explicarme no sé qué del mecanismo de encendido, y mientras él hablaba me imaginé al señor Ramiro instalado a perpetuidad en Londres, recorriéndola a lo largo y lo ancho en el segundo piso de sus autobuses, asido a esa voz que ahora, muerta su mujer, era todo lo que le quedaba en el mundo. Lo veía enfundado en una chamarra rompevientos que alguien le había regalado, más eficaz contra el invierno londinense que su chamarrón toluqueño de cuero, memorizándose cada uno de los nombres de las paradas que anunciaba la voz de su hija. Algo de inglés había aprendido, ahora que se sostenía haciendo trabajitos de plomería, electricidad y pintura, principalmente para la propia embajada mexicana y para algunos mexicanos avecindados en Londres; se sabía todas las rutas del transporte de superficie y había recorrido Londres como nadie, pero entre él y la ciudad se interponía siempre el segundo piso de los autobuses, con aquella retahíla de nombres que había jurado aprenderse para la salvación eterna del alma de su hija. Y lo habría logrado, a no ser porque un día, a principios de la primavera, ocurrió lo inevitable. Tomó su primer autobús cerca de donde vivía, subió al piso superior y se acomodó en uno de los asientos libres. Escuchó el nombre de la siguiente parada, pero no se dio cuenta, y no fue hasta la otra que sintió como un estilete en el pecho. No era la voz de Esperanza. Era más baja y gutural, quizá de una mujer negra, “otra bella voz extranjera”. Se puso de pie y bajó apresuradamente por la escalerilla, dirigiéndose hacia el chofer, y abrió la boca para decir algo, pero comprendió que no sabía qué decir y no le salió ninguna palabra: su inglés era demasiado elemental para manifestar una sorpresa o un reclamo. Se las había arreglado para permanecer en silencio durante todo el tiempo que llevaba en Londres, pendiente de la voz de su hija y cerrado a las otras voces que lo rodeaban.

–¡Ya quedó! –dijo Eduviges, sacándome de mi ensimismamiento, y me enseñó la rueda del mecanismo de encendido del calentador, que se había atascado y ahora funcionaba de nuevo. Le pregunté cuánto le debía, me dijo el precio, fui por el dinero, le pagué y lo acompañé a la puerta.

Elena y los niños volverían hasta el otro día de casa de mi suegra y me quedé dando vueltas en la casa sin ánimo de reanudar la traducción en la que estaba metido cuando Eduviges tocó el timbre. Recité varias veces en voz alta: This is a number five bus to King’s Cross. The next stop: Euston, como quien pronuncia una fórmula mágica. Tal vez la misma mediocridad del narrador había beneficiado la historia, obligándome a hacerme cargo de sus puntos débiles para completarla a mi manera. ¿Seguía escuchándose la voz de Esperanza en los célebres autobuses rojos de doble piso o, como yo había conjeturado, la habían remplazado por otra, ya que todo cambia en este mundo, hasta la voz que anuncia los nombres de las paradas de los autobuses de Londres?

La rueda del mecanismo de encendido volvió a atascarse dos semanas después, cosa que no me sorprendió, después de observar que el Eduviges plomero era igual de atrabancado que el contador de historias. Llamé al taller del señor Ramiro, decidido a no desembolsar un centavo más por esa reparación fallida. Me contestó el mismo señor Ramiro, le dije de qué se trataba y lanzó un bufido de irritación:

–Ese chico solo me ha dado dolores de cabeza. Voy para allá.

Habría preferido que regresara Eduviges, a pesar de que me caía mal, y estaba nervioso cuando le abrí la puerta al señor Ramiro. No se veía envejecido, traía su enorme caja de herramientas y, como conoce mi casa, fue directo a la cocina, donde está el calentador. Tocó la rueda del mecanismo de encendido y dijo sin mirarme:

–Tuve que correrlo, ese muchacho vive en la luna.

Desmontó la rueda y me puso en la mano dos tornillos minúsculos:

–Sosténgalos un momento, por favor, no me tardo nada.

Mientras componía el mecanismo empezó a silbar.

–Lo veo contento –me atreví a decirle.

–Desde ayer soy abuelo –contestó sonriendo–. Mi hija Esperanza tuvo una niña preciosa.

Creí haber escuchado mal y me aclaré la voz:

–Su hija, ¿la que vive en Londres?

–La única que tengo. Regresó cuando supo que estaba embarazada porque quería que la niña naciera en México.

Busqué algún signo de locura en su rostro. Dejé pasar unos segundos y dije:

–Eduviges me contó que usted fue a Londres a… visitarla (iba a decir “a buscarla”, pero me detuve a tiempo).

Volteó a mirarme y dijo con expresión de lástima:

–¡Si le digo que ese chico anda mal de la cabeza! No he salido de México en mi vida… Ahora sí, deme los dos tornillos, por favor. ~

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