The Revolution will not be Televised

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I.
Gil Scott-Heron es figura insoslayable de la música estadounidense. Iracundo cantor del movimiento de los negros en EE.UU., obtuvo un Master Degree en la universidad Johns Hopkins, lo cual no le impidió hacerse también poeta, novelista, compositor, pianista mucho más que notable y cantante en quien los entendidos quieren ver a un seminal precursor del rap.
     Su éxito indiscutible fue, sin duda alguna, The Revolution will not be Televised, cuya letra, treinta y pico años más tarde, todavía puede leerse como un extraordinario texto paródico denunciador de los efectos deletéreos de la TV comercial.
     Un filme irlandés de hechura reciente lleva el mismo título que el tema de Scott-Heron. Se ocupa de los sangrientos y controvertidos sucesos ocurridos el 11 de abril de 2002 en Caracas y de los días que le siguieron. Lo dirigen Kim Bartley y Donnacha O’Briain, ha sido premiado internacionalmente y vuelve li-te-ral-men-te locos de validación moral a los seguidores de Hugo Chávez del tipo que gusta describirse a sí mismo como “ilustrado”.
     Más información sobre este “documental” puede hallarse en www.chavezthefilm.com. Lo he visto un par de veces y, la verdad, lo encuentro ingenuo, sentimentaloide y falazmente imparcial. Me recuerda mucho a Nigel.
     En lo que sigue, la historia de Nigel.

2.
     Estamos en 1968: el año del mayo francés, del asesinato de Bobby Kennedy, de la invasión soviética a Checoslovaquia; el año en que Denny McLain se convirtió en el primer lanzador de Grandes Ligas en ganar treinta juegos en una temporada desde 1934. La Serie Mundial de aquel año, que ganaron los Tigres de Detroit a los Cardenales de San Luis, fue un memorable duelo entre Bob Gibson y el genial marihuanero que era McLain.
     ¿Cómo no simpatizar a mis 17 años con un pitcher de Grandes Ligas que se fumaba un cachito de yeyei, de mandanga, macoña, malanga, mafafa, marihuana (que de todos esos modos puede y debe llamarse) antes de salir a lanzar un partido de Serie Mundial?
     Fue, también, el año de la campaña electoral del maestro Luis Beltrán Prieto, durante la cual, actuando como hoplita del UPA (siglas socarronas del todavía ilegalizado Partido Comunista de Venezuela que querían decir “Unión Para Avanzar”), me enamoré de la camarada Sandy L. y serví de intérprete a un corresponsal independiente inglés, a quien llamaré Nigel a secas puesto que, por más que hago, no logro recordar el apellido de aquel tipo infumable.
     Todo comenzó cuando un tío de Sandy L., un respetado y ya desaparecido profesor universitario, alguien que la cínica jerga instrumentalizadora y estalinista de entonces llamaría “una personalidad progresista”, me mandó llamar para servirle de intérprete a Nigel, quien había venido a Caracas por una semana en plan de hacer un reportaje sobre las inminentes elecciones de diciembre de aquel año.
     Yo todavía era liceísta. Sandy cursaba ya el primer semestre de Biología Marina, estaba entusiasmantemente buena y manejaba un viejo y llamativo biplaza Borgward modelo Isabella que había sido de un tío materno y consentidor. Juntos fuimos en el Borgward al Hotel Tamanaco Intercontinental a buscar a Nigel.
     Para nuestra sorpresa, Nigel había dejado el hotel no bien llegó al mismo, pero dejó una dirección: nos esperaba en el Hospedaje Mocambo, que hasta hace poco estuvo, si es que no está todavía allí, entre las céntricas esquinas de Miracielos y Hospital.
     Resultó que Nigel era casi contemporáneo nuestro, un free lancer de veintitantos años largos que detestaba los hoteles cinco estrellas porque prefería ver de cerca las venas abiertas de América Latina. Por eso se mudó a un hotelucho con nombre de película de Indiana Jones.
     Previsiblemente, Nigel vestía jeans gastados y chaqueta sahariana de caqui, calzaba botas de paracaidista y no podías ni nombrarle a Teodoro Petkoff o a Pompeyo Márquez sin que le sangraran las encías de puro desprecio porque, según sus palabras, el Partido Comunista de Venezuela “había enterrado el fusil” para abrazar una traidora política electorera. Le escandalizaba el hecho de que apenas el año anterior habían matado al Che Guevara en Bolivia y ya los comunistas venezolanos andábamos haciéndole campaña nada menos que a un fundador de Acción Democrática, advocación criolla de la socialdemocracia.
     El tío de Sandy L. había elaborado para Nigel una agenda de entrevistas con absolutamente todos los catorce candidatos presidenciales que concurrieron a aquellos comicios. De día yo lo acompañaba a hablar con Rafael Caldera, con Gonzalo Barrios, con Raúl Ramos Giménez, con gente así. De noche, Sandy L. y yo lo llevábamos por ahí, a castigar unas cervezas y a bailar salsa con nuestras amigas.
     Pero Nigel no era feliz, porque desde que dejó Londres soñaba sólo con entrevistar a un auténtico jefe guerrillero de los que en 1967 invadieron Venezuela desde Cuba. Quienes desde el comienzo no cayeron emboscados por un ejército puesto sobre aviso por hoy legendarios chivatazos, languidecían, víctimas de toda clase de enfermedades tropicales y cercados por unidades de élite, en el cerro El Bachiller.
     Nigel no había venido a la patria del comandante Douglas Bravo sólo para entrevistar a una bola de corruptos políticos populistas en traje y corbata que, en el mejor de los casos, no eran más que ilusos reformistas. Quería su porción de las venas abiertas, quería su buen salvaje; quería su buen revolucionario. De paso, le tenía puesto el ojo podrido a Sandy L., quien no sólo era una jeva con abundante cohimbre, sino que además se las guillaba de saboroca y de ricarda.
     La tercera vez que Nigel me sugirió, ante una caña de la desaparecida Cervecería Lara (esto fue dos o tres días antes de regresar a Londres), que le agenciara un contacto con un jefe guerrillero, yo volví a decirle: “I’m sorry, pero soy sólo un pobre huevón sin conexiones”. Y le pedí que no insistiera porque yo no tenía manera de acceder a los extremistas puros y duros. El hombre, entonces, quiso “lucirse” ante Sandy L. y deslizó en la conversación una duda inelegante acerca de mis cojones.
     Me enfogonó la vaina, por supuesto. Y le dije, acalorado, que dejara quietos mis cojones, pero que había acertado: era verdad: yo no estaba para nada interesado en que la Dirección General de Policía me echara el guante escoltando a un inglés mamafrutas mientras entrevistaba al Comandante Magolla o, para el caso, a cualquier otro sujeto “activamente solicitado” por el aparato represivo del Estado en vísperas de elecciones.
     Aquella noche, luego de dejar al corresponsal en su alojamiento y mientras echaba a andar su achacoso Borgward, Sandy L. suspiró: “¡Pobrecito! Él quiere entrevistar un jefe guerrillero. Anda, no seas malo, ¿por qué no le regalamos uno?”
     Al día siguiente, de acuerdo con precisas instrucciones de Sandy L., me excusé con Nigel y le expliqué que todas mis anteriores reticencias habían sido cosa calculada para dar tiempo a que “allá arriba” el buró político-militar de la guerrilla consultase con sus servicios de inteligencia y evaluase el récord de Nigel como periodista al servicio de la liberación de los pueblos sin historia.
     El buró político-militar había accedido, al fin, a concederle una entrevista. Nigel podría hablar con uno de sus miembros más caracterizados: el Comandante Pocaprisa. Nigel anotó con sumo cuidado en su libreta el criptónimo del ficticio comandante y se mostró satisfecho de sí mismo.
     Pocaprisa era un viejo conocido de la familia de Sandy L., próspero distribuidor de repuestos automotrices, famoso por el don histriónico que sabía desplegar en las reuniones sociales y dueño de un talento paródico capaz de remedar verosímilmente, entre otras jergas, la de los douglistas-foquistas-guevaristas-maoístas de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional.
     Para proteger a Nigel, el corresponsal no tendría siquiera que “subir” a la montaña: el Comandante Pocaprisa en persona se reuniría con él en una cafetería con terracita que se llamaba La Curumera, sita en un centro comercial de Cumbres de Curumo, donde funcionaba también una máquina expendedora de formularios para apostar a distancia a las carreras de caballos. Tras vendar al inglés, hacerlo abordar y descender de tres coches distintos y ruletearlo por toda Caracas, Nigel, Sandy L., un par de compas y yo acudimos un sábado en la mañana a la entrevista con el falso jefe guerrillero.
     Pocaprisa estuvo soberbio: vestía pantalones de lino, mocasines sin calcetines, una Chemise La Coste verde y gastaba lentes ahumados de firma (en un ratico se iría a la playa) y, antes de que le sirvieran el primer cortado, advirtió al corresponsal que no toleraría sarcasmos ni preguntas capciosas ni mucho menos que tomara notas o que grabase la conversación. Acto seguido, denunció con convicción las desapariciones y los asesinatos políticos y las mentiras del gobierno de Raúl Leoni, junto con las lacras de toda la casta política, del sindicalismo traidor a la clase trabajadora y de la prensa burguesa.
     Habló, con propiedad y enjundia de asesor militar, de la movilidad, de la moral y del poder de fuego de la columna de 450 hombres que comandaba y que estaba a sólo 170 kilómetros de Caracas. Elogió sin mezquindad a las demás columnas guerrilleras que convergían hacia los centros poblados más importantes con encomiable espíritu combativo, habló de deserciones masivas en la Guardia Nacional, habló del bloque histórico y la vanguardia armada del pueblo y, en suma, vaticinó que no habría elecciones aquel diciembre de 1968, porque muchísimo antes la revolución entraría triunfal a Caracas. Quien viviere lo vería. Nigel salivaba copiosamente cuando el azar vino a dar otra vuelta de tuerca a la superchería producida y dirigida por Sandy L.
     Cualquier caraqueño sabe de una carretera que atraviesa las Cumbres de Curumo y da acceso al Fuerte Tiuna, sede de la guarnición capitalina. El Comandante Pocaprisa estaba en lo mejor de su interpretación cuando tres carros de asalto y un jeep de comunicaciones del ejército se estacionaron frente a la lonchería. El personal de tropa traía impedimenta de campaña: ostensiblemente, regresaban de maniobras.
     Del jeep y los camiones saltaron un oficial y varios subalternos que entraron a paso vivo en la cafetería. Nigel palideció, quizá anticipando que Pocaprisa vendería cara su vida en un enfrentamiento armado. Pero el oficial sólo había parado a hacer sellar su formulario de apuestas en las carreras del fin de semana, comprar una cajetilla de Marlboro y, de paso, convidar con unos “cachitos” de jamón y batidos de guanábana a sus suboficiales y ordenanzas.
      —Como puede apreciar, el cerco se cierra una vez más sobre mí. Debo irme. Hasta la victoria siempre, amigo —alcanzó a decir el egregio mamador de gallo que era Pocaprisa ante de escabullirse al borde de un ataque de risa—.
     Pero la impertérrita Sandy L. llevó aún más lejos la farsa cuando, con expresión grave, me hizo preguntarle a Nigel si sabía manejar una pistola. Al mismo tiempo, mi novia metió las dos manos en su bolso y las removió dentro de él, como quien apresta un arma automática.
     —Soy un súbdito británico —repuso Nigel el Lívido, afectando flema inglesa, pero visiblemente desgonzado de pura cagazón—. Me gustaría regresar a mi hotel.
     Pasamos junto a los carros de asalto, abordamos el biplaza de Sandy y, sin cuidarnos ya de vendar ni de ruletear otra vez al inglés, lo dejamos en su hotelucho de Miracielos y Hospital y no paramos de reír a costa suya durante meses y meses.
     El demócrata cristiano Rafael Caldera ganó por una nariz aquellas elecciones y, ya muy avanzado enero o febrero del 69, me llegó una copia del semanario en que publicaba Nigel sus reportajes. La revista dedicaba, con notable atraso, sus páginas centrales a las elecciones de Venezuela. Las largas entrevistas a Caldera, Barrios y Ramos Giménez parecían ahora anuncios clasificados orlando el trabajo de fondo de Nigel, que ocupaba el resto del pliego: un relato de aventuras en el corazón de la guerrilla venezolana que ríete de Hemingway durante la Guerra Civil española.
     Ninguna de sus 3500 palabras cuestiona sus fuentes ni las contrasta con lo dicho por otros informantes, son absolutamente complacientes con los prejuicios del corresponsal, dan por bueno sólo aquello que corrobore sus ideas preconcebidas y componen un especioso relato autorreferencial que busca deliberadamente, con un mendaz tono testimonial y “fáctico”, engañar a quienes puedan leerlo de buena fe.
     Mirando hacia atrás, encuentro mucha semejanza entre Nigel y los productores irlandeses de The Revolution will not be Televised.
     Imagino que Nigel debe de haber hecho carrera, que una vez le pasó el sarampión guevarista terminaría votando por Margaret Thatcher, que debe ser ya Senior Editor del grupo The Observer, o quién sabe si de la mismísima BBC que tan irresponsablemente ha programado el embaucador documental The Revolution will not be Televised sobre la fraudulenta y corrupta revolución bolivariana del teniente coronel Hugo Chávez.
     ¡Ah, la izquierda europea! ~

—Ibsen Martínez

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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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